La especial sensibilidad poética de Juan Ramón Jiménez, su conexión con la naturaleza y, a través de ella, con su propia esencia humana, son una cualidad que distingue a casi toda su obra poética. El vínculo que en este poema establece con los árboles, como una suerte de comunión, nos lo muestra como un poeta que busca y percibe, más allá de las formas ―olvidado incluso de la suya propia―, lo esencial. Desde la familiaridad de esas esencias, libre de artilugios y vanidades, su poesía se vuelve clara, tan diáfana en “el silencio inacabable”, como la voz de esos árboles que le han hablado.
Árboles hombres
Ayer tarde,
volvía yo con las nubes
que entraban bajos rosales
(grande ternura redonda)
entre los troncos constantes.
La soledad era eterna
y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol
y oí hablar a los árboles.
El pájaro solo huía
de tan secreto paraje,
sólo yo podía estar
entre las rosas finales.
Yo no quería volver
en mí, por miedo de darles
disgusto de árbol distinto
a los árboles iguales.
Los árboles se olvidaron
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oía hablar a los árboles.
Me retardé hasta la estrella.
En vuelo de luz suave,
fui saliéndome a la orilla,
con la luna ya en el aire.
Cuando yo ya me salía,
vi a los árboles mirarme.
Se daban cuenta de todo
y me apenaba dejarles.
Y yo los oía hablar,
entre el nublado de nácares,
con blando rumor, de mí.
Y ¿cómo desengañarles?
¿Cómo decirles que no,
que yo era sólo el pasante,
que no me hablaran a mí?
No quería traicionarles.
Y ya muy tarde, ayer tarde,
oí hablarme a los árboles.