La eternidad habita en el abrazo,
cabe toda en la música
que se mide en minutos
y es siempre más pequeña
que la pista de baile.
En el amor
el cuerpo es el más frágil
de todos los espejos
y es cristal vulnerable
ante la más volátil
de todas las caricias
y, sin embargo,
nos hace despreciar el universo
y sentirnos más grandes
que todas las estrellas.
Cuando amamos,
el mundo se concentra
en la mirada mutua,
incandescente,
e insumisa ante el tiempo de los otros,
los que no importan nada
a quien está de amor recién nacido.
La eternidad habita en el abrazo,
en el tacto,en el fuego
y en el momento único.
Lo demás ya no importa.
Pero la música
va contando compases en el tiempo
y se convierte en pausa que se alarga
hasta alcanzar silencios en el aire.
Y entonces el amor
se transforma en camino interminable
de espejismos sin nombre,
donde un sueño palpable y siempre esquivo
se ríe mientras juega con nosotros,
otra vez niños
perdidos como antes
(pero ahora culpables)
entre los árboles del bosque imaginario
donde creímos detenernos para siempre.
El amor, incluso si es el nuestro,
carece de reposo
y nos deja jugando en el camino
sin descubrir su ausencia todavía.
Empezamos entonces a rompernos,
y con toda la vida por delante.
(Del libro Astrología interior, Ed. Deslinde, Madrid, 2019).