No la vi más.
Sentí dolor de súbito cundo nace lo inverosímil.
Conocer el miedo de huesos delgados cuando rompen.
Porque el polvo no borra el sonido de la piel hueca,
la clavícula que golpeada toca los abismos,
el punto luminoso sobre la honda hendidura
mientras la corta tenaz el perseguido.
Porque entre astillas la mano amenaza
el enjambre estelar del jardín íntimo, candente y
silencioso.
No es causal el grito que nada protege,
la herida recurrente es la misma,
mientras la niña tan blanca y tan remota
va pisando el mismo mapa,
se llena los bolsillos de piedras pendulares
para no extender sus alas,
al paso va de todos los desastres
con la sonrisa infinita sobre el caos,
canta ese fugaz coro sentencioso sobre pinceladas de
oro último.
Le han ofrecido la mano,
condonado la deuda de la carne alguna noche
para mitigar la queja, luego,
extinguirla permanentemente.
Porque no podrá llegar a ser el sol bravo
mientras cruza el desierto de todas las carnes,
de pieles ajadas, dolorosa y amarillentas,
de todas las memorias que la encienden,
de todos los rituales que la descomponen.
Había muerto. Lo supe ya después de algún tiempo.
Que para ella el muro fue muy alto, el calor muy seco,
las manos violentas muy fuertes sobre su cuerpo.
Porque la miel de sus carnes produjo en el encuentro
ese temblor confundido de humo en la mente
deformada
que no le dio para quejarse ni un instante.
Subía esa calle promiscua cada noche en la angostura
de piedras,
sin aliento, con la palidez de contraluz al mundo.
Ahí se tiró de costado para escuchar la noche aturdida,
el sonido final del abandono.
Publicado originalmente en la antología Más allá del miedo es mi casa “Mujeres poetas contra la violencia” (Ediciones Deslinde, Madrid, 2021), con selección de Ivonne Sánchez-Barea e Ileana Álvarez, y prólogo de Milena Rodríguez Gutiérrez.