[Fragmento]
Los estudios del feminismo poscolonial han aportado una mirada crítica al fenómeno de la subalternidad y la identidad femenina. De este modo han centrado su mirada no solo en la diferencia sexual, sino en todos los aspectos que pueden distinguir a las mujeres: la raza, la procedencia étnica, la orientación sexual, la edad, el estrato social y cultural, la geografía. Cada experiencia vital es única, innegable; por ello la relevancia que concede nuestro tiempo al reconocimiento de las identidades y de la memoria personal. La identidad es declarada como una posibilidad de afirmación y defensa de los derechos individuales.
En el año 2011, la escritora y editora Ileana Álvarez y yo dábamos forma a lo que pretendía convertirse en panorama inclusivo de la poesía femenina cubana contemporánea: Catedral sumergida: poesía cubana contemporánea escrita por mujeres. Dicha compilación reuniría a 119 autoras vivas, de varias generaciones, radicadas tanto dentro como fuera de la Isla.
Seleccionar, localizar y convocar a las autoras supuso una extensa labor arqueológica en busca de aquellas zonas invisibles, vulneradas o apenas dibujadas en el canon poético insular. Fue preciso consultar todas las selecciones de poesía cubana publicadas en las últimas décadas, tanto dentro como fuera de la isla. De especial interés era lograr reunir los textos de un grupo importante de la diáspora y de autoras residentes en el interior del país.
Una primera ganancia fue constatar la pluralidad temática, estilística y conceptual de la actual lírica cubana escrita por mujeres. La antología fue editada en 2013, por la Editorial Letras Cubanas.
Sobre su pertinencia expresaba Marta Lesmes:
Tras la lectura, me motivan ciertas constantes temáticas, si bien siempre desde las concepciones expresivas e ideológicas diferentes de sus autoras, entendiendo aquí por ideológicas el universo de pensamientos que va desde posibles filiaciones estéticas, políticas o filosóficas, a otras de diversos sentidos. Lo determinante, lo que le da cohesión al libro es el afán de identidad de las mismas, su indagación en su ser más cordial y profundo a través de las voces desde las que expresan sus ideas […]1
El crítico Enrique Saínz apuntaba en el prólogo que estos poemas eran los «testimonios intensos de una vida y de un destino». En muchos de los textos seleccionados se percibe una búsqueda a través de las realizaciones o frustraciones de seres que no logran reconciliarse con la realidad que les ha tocado vivir.
Toda obra de creación debe evaluarse como un fenómeno inmerso en un complejo sistema, donde los sujetos suponen un amplio campo de dimensiones. La identidad depende del contexto social, cultural e ideológico. El poder para evadir esos espacios siempre estará limitado por las circunstancias políticas, económicas, geográficas, históricas, sociales, de género, raza, etc.
Residir en el interior del país, lejos de los centros legitimadores de cultura, supone para las escritoras una doble desventaja. Los autores de la capital constituyen un centro con respecto a los «del Interior», que a su vez pertenecen a los dominantes locales cuando residen en capitales de provincia. Cada una de estas subordinaciones basadas en el lugar de residencia, se estructura en otros centros y márgenes. Pero además, si algo evidenció la muestra es que en los discursos de estas autoras está la marca de lo que vital y sicológicamente representa la vida provinciana, con sus limitaciones y convenciones, que inevitable han afectado sus experiencias. Dichas creadoras han concientizado su marginalidad como sujetos periféricos de las construcciones culturales y han logrado forjar subjetividades que se visibilizan en sus relatos poéticos. Su interacción en la esfera social las hace portadoras de ideología, pues sus obras se convierten en testimonios e itinerarios de expectativas y frustraciones.
Una mirada a estos discursos permite identificar elementos claves para la construcción de la identidad femenina —en relación con los estereotipos sociales y los desafíos propios—, como la corporalidad y la relación que se establece con los espacios abiertos o cerrados, privados o públicos, reales o imaginarios.
Silvia Padrón, al analizar la eterna insatisfacción de las autoras para aceptar sus espacios vitales, identifica en las obras de las provincianas lo que denomina «discurso de la queja», como ese discurrir en un ámbito que va desde «la reconsideración de la tradición rural, familiar, íntima, hasta su desafío… […]».
Los poemas aquí reunidos testimonian las batallas que han tenido que librar estas mujeres en los territorios de su interioridad. ¿Qué las seduce, atormenta, libera o apasiona? ¿Cómo se ven a sí mismas? ¿Cómo se relacionan con su entorno, su ciudad, su hogar, su habitación, su cuerpo? ¿Cómo son percibidos los espacios de costumbres, en las rutinas de una vida no siempre realizada?
La construcción de identidades no solo pasa por las realidades, sino por todo aquello que se anhela. La respuesta a la pregunta «¿hacia dónde vamos?» se modifica con los años y las circunstancias, o se disipa en la evidencia de los límites. Pero ¿dónde termina la esperanza y dónde comienza el desencanto, la certeza irrebatible del fracaso? Es difícil responderlo desde la poesía, esencia misma de lo utópico, de lo improbado que el sueño incorpora a la memoria, como extensión vivida.
Siempre al margen de lo evidente, puede haber una historia soterrada. Así sugiere Lucía Muñoz (Bayamo, 1953) en estos versos que atesoran, como lo más sagrado, un fuego ardido en las estancias del silencio y la invisibilidad:
Aquí, en este cobo rosado,
guardo esta leyenda de amor
de la corrosiva acción de las miradas,
del maléfico influjo de las murmuraciones.2
Caridad González, poeta santaclareña (1945), valiéndose de una estrofa tradicional como la décima, indaga sobre su condición de ser, desde la oscuridad, en la asunción de un sentido que anda buscando permanencia y claridad, legitimarse:
quiénes somos, qué decimos
cuando a la nada pedimos
solución? ¿Por qué los ruegos?
¿Será que la noche augusta
en su relente sereno
acoge en su lado bueno
lo que a la sombra disgusta?
¿Y el viento, por qué me asusta;
por qué me tiembla la mano;
por qué el tragaluz cercano
enmohece la ciudad?3
En «Preludio Nº 6», el sujeto femenino continúa su búsqueda de identidad y libertad en aquello que oculta lo callado, lo remoto, lo tardío, lo anhelado…
Todo el que calla avizora
de su viento lo remoto.
Aguas serviles que agoto
sin descubrir. Se rumora
que el ánade rememora
del bosque un ojo malsano.
¿Qué tan cerca se oye el piano?
¿Qué nocturno desconsuelo?
Hay emboscado un anhelo
que llega tarde a mi mano.
Es Santa Clara una ciudad mediterránea del centro de la isla, donde el mar ha sido una entelequia, motivo incluso de disputas históricas. A un costado de su Teatro La Caridad, existe un «malecón» utópico, donde los jóvenes se sientan a ver pasar el tiempo. El mar es símbolo de movimiento, espacio abierto a lo infinito; vida que fluye y arrastra, furia que ciñe o que puede liberar. Este motivo es recreado por Caridad en su libro La calle del agua, eco de sueños malogrados y de utopías rotas; ambivalencias que va arrastrando el agua de un mar inexistente, pero por siempre propio:
Cierta vez navegué a la deriva y le temía al tiempo. Mi miedo es azul y he podido predecir los viejos fracasos y el camino más brillante; cierta vez abordé los veleros encallados, pero a veces un presentimiento me impide saltar el muro. // Los aires no me perdonan las ocasiones que esperé desnuda la nostalgia. // Yo anduve aquellas islas que se volvían fantasiosas como esos tristes sueños asumir los sueños que por capricho nunca se dejan atrapar.
En diálogo con la tradición y la memoria familiar, la poética de Bárbara Yera (Ranchuelo, 1962) testimonia soledades y desafíos múltiples. En cambio, hay en su queja la altivez del espacio ganado en la laceración, de una búsqueda genuina de sí misma. Su discurso legitima una individualidad consciente de su otredad y desamparo físico, que halla en el verso modos de vislumbrar la luz, la plenitud y la belleza. Ausencias en la casa, su primer libro publicado, ya daba fe de ese oficio doloroso con que intentaba marcar su territorio para habitar la soledad con las palabras.
En el siguiente texto, desde y para la poesía, el ámbito pueblerino natal —sitio de todas las pérdidas—, es rebasado. Mediante el caudal del sueño y la comunión poética de espíritus alejados en el tiempo, el sujeto de la escritura consigue rememorar escenas de una «Habana que fue hermosa», regocijarse en ellas:
Nacía el invierno en La Habana de 1910:
rara ingenuidad la de esa época.
Desde el parque La Fraternidad
vislumbro los lujosos automóviles
donde tal vez iba Flor soberbia y desafiante.
Con voz ronca vocifera el vendedor de periódicos
la última noticia:
llegará por el puerto en viaje de recreo
Ava Gardner.
Ya es de noche, voy al muelle
a contemplar la venida de los barcos;
alumbrada por luces de carburo
observo la vieja fortaleza.
Ahora incrédula de la ciudad,
Lina de Feria lee poemas para mí
donde reflexiona sobre el genoma humano
y el amor platónico.
Quedo lívida y desposeída...
entonces hablo de aquel sueño
cuando yo era una mujer de 1910.4
La autora expone abiertamente su sexualidad: otra vez la memoria y la otredad, en el combate de una existencia que ha transgredido, no sin contradicciones, ciertos estereotipos asociados a lo femeninamente correcto. En el intento de encontrarse a sí misma, regresa a secuencias del pasado que por momentos resultan amargas, pesimistas, engañosas, y, sin embargo, su recuerdo es sanador. Hay una reafirmación de la experiencia corporal, desde el recuerdo, como reducto de vitalidad y complacencia ante un presente que resulta insuficiente:
Te acuerdas,
entonces yo era un muchacho
y abandonaba el corazón
a la taciturna música de los bares;
logré sobrevivir engañando a los marchantes
que, en su pleno abatimiento,
me ofrecían más alcohol.
Pasaba días enteros
entre gente que igual que yo
quiso ser un venado
o el delicado rostro de un cisne.
Y entonces yo era un muchacho y aceitaba
mi cuerpo
para seducir a las cándidas adolescentes
de mi pueblo;
lleno de perversidad y livianas tentaciones
llevaba el corazón.
Por aquel entonces
todos padecíamos de un raro pesimismo.
Por amargo que parezca
el recuerdo de estas cosas me hace bien.5
Yanisbel Rodríguez Albelo (Sur del Jíbaro, 1979) explicita en sus textos la amargura que implica sobrellevar, aun en plena juventud biológica, las marcas que van dejando el desencanto y la rutina. Aislada dentro de su propia isla, toda probabilidad de afirmación y diálogo pudiera estar en esos versos con que interroga al tiempo, desde sus 27 años «vividos en el mismo pueblo», signados ya por el agotamiento, la soledad y el vacío:
Estas son las tardes agotadas.
La hojarasca mínima del algarrobo
se acumula en las orillas del pavimento.
La lluvia, el polvo y la soledad sobrevienen con la rutina.
Aquí nadie me vendrá a buscar.
A los veintisiete años
yo aún soy yo,
una empleada de oficina
que no despierta ningún interés,
obsesa e independiente.
Me detengo en medio de la calle,
recojo una cajetilla de cigarros,
la abro y me pongo a escribir acerca de cualquier eventualidad;
como humo se dispersarán los hechos y las palabras
en su heroica intrascendencia.
Mordisqueo mi bolígrafo pensativa,
tratando de evadir el ruido
(ensordecedora la vida vulgar y cotidiana)
para que no me cerque.
Desanimada por completo.
Todavía me lanzan algunas piedras y ofensas
de vez en cuando.
Después de veintisiete años
viviendo en el mismo pueblo
ya es demasiado.
El sol en la cara
y lo demás vaciándose lentamente,
el paisaje, la gente, las cosas.
No he podido encontrar nada
a través de mi parsimonia inalterable,
en mis veintisiete años desgastados,
veintisiete años de mínima hojarasca batida por el terral,
de noches mirando cómo el rosal golpea la ventana del cuarto,
de gorriones picoteando en los corrales,
de tiestos con clavelones que sobrevuelan el techo,
de pródigas y dulces muchachas cantando todo el día,
muchachas que pasan y quedan como sus canciones
(yo nunca canto,
a no ser por esto que siempre está cantando dentro).
Veintisiete años encarnizados,
de silencio y angustia.
Pero no quiero volver diez años atrás como otros,
no quiero tener diecisiete.
Yo solo deseo esta edad inalterable,
detenida en el tiempo muerto de los crepúsculos,
y el paisaje angustiado y bullicioso en su verdor de primavera,
y esas muchachas que me miran sin mirarme,
cantando allá arriba, allá lejos, su canción,
y esa hora de gloria en que comienzo a escribir desde el amanecer,
ajena al hecho de que se me hace tarde
para transfigurarme en la empleada de oficina
que no mueve ningún interés,
con el sol en la cara
y alrededor todo vaciándose lentamente.6
En esta crónica de su realidad, el sujeto, que ha padecido además el rechazo («Todavía me lanzan algunas piedras y ofensas / de vez en cuando»), y desde la orfandad de su cuerpo, su rostro lacerado por el sol, nos revela una imagen dolorosa, aunque desafiante, de su condición («Pero no quiero volver diez años atrás como otros, / no quiero tener diecisiete. / Yo solo deseo esta edad inalterable»). Aun ante la imposibilidad de trascendencia y plenitud vital, la escritura propone el límite entre la muerte y la no vida, entre el vacío y la posible resistencia.
Los clausurados espacios de costumbres llevan en sí la carga de todo aquello que no pudo elegirse. En «Los sitios concedidos», de Isolina Bellas, una mujer discurre extraña a todo cuanto le ha pertenecido. Hay en su devenir hacia lo inútil, lo sombrío, lo muerto, un sentimiento de frustración y desamparo, que apenas se rebela. Ahora el sitio de siempre es lo innombrable, lo opresivo, eso que no la identifica:
Temo perder la voz, quedarme ciega
en la áspera distancia de la noche
donde recorro a tientas, como un trasgo
los sitios que me fueron concedidos.
El reloj hace trampas, adelanta su arena;
cambia el color del viento y las señales;
el antiguo perfume enrarece su entraña
y mancha de carbón el incensario.
¿Dónde buscar las huellas de mis pasos;
dónde los propios pasos?
¿A qué escondite inútil va mi sombra?
Las campanas doblan con un raro tañido
si el eco va a perderse en las esquilas.
Nada ha quedado incólume,
y absurdamente pasa
una solemne procesión gárgolas
que se agitan confusas, serpenteando
hasta adentrarse en la penumbra.
Los rostros del espejo se han marchado
ajenos, innombrables,
fundidos entre el agua y el azogue.
Amados rostros, expresiones, voces,
que desgrana la noche
en pequeñísimas barcazas.
Dispersas van las huestes por el cielo
y altos lebreles blancos acechan entre el humo.
Los sitios concedidos descorren las señales.
En tanto, la humedad nos tiende un cepo.
A la vuelta del río,
se enlazan el laberinto y el camino
y ya no identifico mi espacio, ni lo nombro.7
Otro de los poemas de esta autora «Espacios de silencio» constata desde ese aullido en la penumbra de las cosas moribundas, definitivas, insalvables, un estado de inconformidad vital. Intenta, sin embargo, cómo último recurso para su defensa, hallar sosiego en el recuerdo. Algo en su mundo interior la purifica, disipando la sombra. Haber creído en el amor y la amistad, como dones supremos, deviene una condición salvífica, liberadora del dolor.
Algo enmudece hondo
la vida pasa y pesa
Mas agradezco el don de la amistad
y sus fuentes legítimas que me han colmado;
tengo fe en el amor porque amo el agua
donde todos los rostros se reflejan.
Mi casa la protegen campanarios vecinos,
salterios que se escuchan en la lluvia
como ángeles que entonan pequeñas melodías.
Alguien me ampara, extiende su poder;
yo solo aspiro fuerte, venzo el miedo.8
Asediada por signos que imponen los afectos, los ámbitos cerrados de la casa, las trampas del tiempo y del silencio, el sujeto del poema de Rosa María García (Cabaiguán, 1949), «Límites», sospecha que es inútil intentar escapar de ese marasmo que divide su noche alucinada. Introvertida y dual, consciente de su estado, esa mujer no logra deslindar la realidad del sueño, lo propio de lo ajeno.
Hay en su queja un desafío a ese destino que acontece como norma y única opción existencial para el cuerpo domado en la costumbre, mas no carente de deseos. Desde esa conciencia dolorosa, replica algunos códigos de la heredada cultura patriarcal; no se conforma con aquello que la sitia: el ámbito doméstico, la rutina, los discursos mudos de la figura materna, el recuerdo infeliz del matrimonio («un traje de novia milenaria que se quiebra en borde del límite»):
Para escapar de pájaros hambrientos
no basta despertar,
volverse a la pared buscando mapas
que nunca descubrimos.
Hay un hilo terrible como lluvia
que divide la noche,
yo estoy en ambas partes,
acá mi madre grita voces mudas
y no puedo
salvar cada flor blanca del abismo,
terminar de vestirme
con un traje de novia milenaria
que se quiebra en el borde del límite
del hilo de la lluvia.
Para escapar de algo tan denso
como el humo
cuando decide regresar al fuego,
no basta que me lance justamente
más allá de otro siglo
y deje las sandalias y la almohada
deshechas en rutina,
no basta que me digan:
ya
despierta,
porque yo nunca pude
saber si los de acá son verdaderos
o me llaman realmente
los que dejé al cruzar el negro filo.
Cada noche lo sé
cuando me acosan
y no logro un rincón donde dormirme
sin que llueva con pájaros.
Lo sé con la verdad más absoluta
de toda pesadilla.9
En «Las luces son reflejos que persisten tras la nocturnidad», de Lisy García (Santa Clara, 1973), el sujeto femenino se encanta en el sueño malogrado de la luz, que reanima el deseo. Habla desde su cuerpo que transcurre y languidece, como página en blanco, en los perímetros estrechos e infranqueables de la rutina, «muros que se agolpan simulando la noche», «celdas que me ciñen». ¿Quién es, hacia dónde y para qué? Son preguntas sin respuesta aparente, y el tiempo acumulándose en la piel, siglos que se amontonan. El recuerdo de alguna plenitud es desatado por la lluvia, donde aún descubre la antigua vitalidad del cuerpo, el anhelo de un mar que lo desate:
Ha llovido y el vidrio es mancha,
mi cuerpo no recuerda el aguacero,
pero en la humedad se descubre.
Hay tantos espacios vacíos, días pendientes
nada por, nada para...
Los siglos convergen amontonados,
alguien va a cantar su derrota y luego partirá
mientras tú continuas allí —mi cuerpo,
acariciando sobre la lluvia un pasado.
Esta piel me ha robado la vida, me vive como si no importara yo,
Dios preguntará por qué, y no sabré si llorar o arrepentirme.
Los muros se agolpan simulando la noche,
no quiero regresar al manojo de celdas que me ciñen,
si al menos quedase un poco de mar, un madero,
un silencio enorme
y estas ganas de perderme no existiesen.
Hay tantos días en los que no logro perdonarme.
Yo siempre ambicioné un hogar para andar descalza y desnuda,
pero olvidé las ventanas, las voces, los vecinos, la rutina,
olvidé que era una muchacha sola
con una multitud de páginas en blanco,
que solo quería un castillo frente al mar,
una ventana para sentir la sal en sus cristales.10
El deseo de partir, escapar, franquear los límites, propio de las autoras anteriores, en Blanca Blanche (Sagua la Grande, 1970) adquiere un poder emancipador. Quien habla en el poema, se expone apta para el desempeño de un modelo de mujer a quien nada le hace «perder el equilibro» —así declara—, y le «gusta volver del cine tarde, sola». Dueña de sí, arremete sin velos contra los signos que la oprimen y desafía desde su diferencia —que puede ser su libertad, su autonomía:
La noche está aún domesticada
por el silencio, quizás, de las palabras,
noche y agujero como involuntarias puertas
que al final se cierran.
Escucho los cerrojos como suben y bajan
y me rondan,
la luna que deambula al desgaire.
A esa penumbra pertenezco
soy del humo y del infierno la única testigo.
La noche da contra los muros
desbasta las piedras
gira sin itinerario las ideas
dice lo que piensa en lo profundo del pozo
y dice que son ideas vanas, ideas tuyas, Blanca.
¿Pero cómo resistir este silencio,
las sucesivas soledades a las afueras del sueño,
el sueño mismo de partir?
Un minuto separa a otro minuto
y sobre mí se echan,
me destrozan la cara o me olvidan,
o abren las puertas o el pasado;
pero ni de lejos, ni cerca, ni a deshoras
pierdo el equilibrio,
nada me contrista.
Fue el desdén quien arrasó la ciudad
y el oficio acumulado.
Tal vez me define eso:
urdir en la memoria los despojos…
a mí que me gusta volver del cine tarde,
sola.11
Ante una realidad cerrada, aparentemente previsible, queda siempre el reducto de la imaginación, el territorio de la intimidad, desde el cual puede ambicionarse y edificarse una existencia Otra. Es recurrente en casi toda la poesía insular, el anhelo del viaje, la promesa de lo desconocido, la pasión de una vida en otros sitios.
En su poema «Me hace bien», Lourdes González (Holguín, 1952) despliega una existencia utópica donde es dable el fervor, la gestualidad, la mirada de algo que no ha sido nunca dicho. Su vida late en la plenitud que acaso puede evocar, libremente, en los vestigios de esas cosas ensoñadas, y que tal vez le pertenecen de algún modo. El poema forma parte de su libro Papeles de un naufragio, escrito en los traumáticos años del llamado «Período Especial»:
Mientras me ensueño aletargada pienso en cien formas diferentes de haberte conocido, cambio el escenario y la hora: te conocí en Venecia, en el lago Castelvecchio; le conocí en La Habana, hace veinte años, en la otra Habana donde vivir era una alegría constante —y un poco trabajosa—; te conocí después en el Mediterráneo, aquel verano; te he conocido tantas veces que al fin ya nunca más recordaré cuándo en realidad te conocí.12
Esta constante de «la queja» recorre el aire de «La vida en otra parte». Una vez más la lluvia desata la improbado, lo remoto, la ilusión de otros ámbitos.
Mientras ando y llovizna
pienso la vida que no viviré en este sitio
ni en otro,
la vida que guardada he perdido
atesorada en balde como ciertas monedas en desuso.
Siempre
en algunas calles de La Habana y Santa Clara
pienso lo mismo:
un cuento de Borges
que trata de un jardín y sus bifurcaciones
y creo para mí
mientras ando la calle donde evito comer
decir mi nombre
para que nada quede ni se vaya conmigo.
Detrás de cualquier puerta
otra yo está haciendo cosas
que no puedo aceptar tranquilamente.13
Puede asumirse en la pérdida un imaginario alternativo, dual, tal vez reflejo de expectativas no asumidas en el consciente propio; como un deseo velado de expansión, negado a la costumbre de atravesar cada vez las mismas puertas, las mismas calles donde evita nombrarse.
Especialmente agónicos suelen ser los domingos en los pequeños pueblos. En este texto de Maylan Álvarez (Unión de Reyes, 1978), quien se expone destruye sus papeles, su «propia» historia. Cada fragmento de vida —acaso no elegida— es liberada al fuego en un acto de exorcismo existencial. Ironiza sobre el significado de esas pequeñas muertes, esos recuerdos incinerados en la nada, domingo tras domingo:
Tengo un sitio en el traspatio para este menester.
Yo no escogí el espacio, él me escogió.
Una esquina donde enterré a mi último perro.
No sé si por los restos del animal
o por toda la gasolina sobre el carbón,
lo cierto es que mi pira arde hasta la infinitud
en ese rincón.
Preparo el incinerador
y mientras aviento al rescoldo
algunas piezas para calentarme,
leo un poema al azar y lloro,
acariciando la hoja moribunda contra el rostro.
Teatral, me limpio la nariz
con el dorso de la mano izquierda
y con la diestra lanzo versos
y modelos de ropa interior
y papeles cagados
al fuego que todo lo depura.
Tantas lágrimas
proporcionalmente concebidas para cada muerte
acochambran mis brazos
y al final de la tarde toda mi ropa
también parece un viejo papel quemado. […]14
[Fragmento de ponencia presentada al Congreso 2016 de Latin American Studies Association (LASA), New York, del 27 al 30 de mayo]
1 Marta Lesmes: «Todas las torres del templo», Suplemento cultural El Tintero [disponible en http://www.juventudrebelde.cu/suplementos/el-tintero/tinta-fresca/2014-…].
2 «Leyendas», en Catedral sumergida. Poesía cubana contemporánea escrita por mujeres, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2013, p. 195.
3 «Apassionata», ob. cit., p. 105.
4 «Breves escenas de una Habana que fue hermosa», ob. cit., p. 279.
5 «Rusticana», ob. cit., p. 280.
6 «En mi año veintisiete rumbo al cielo», ob. cit., p. 462.
7 «Los sitios concedidos», ob. cit., p. 187.
8 «Espacio de silencios», ob. cit., 188.
9 «Límites», ob. cit., p. 130.
10 «Las luces son reflejos que persisten tras la nocturnidad», ob. cit., p. 414.
11 «Haz de vísperas», ob. cit., p. 368.
12 Lourdes González: «Me hace bien», en Papeles de un naufragio, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2006, p. 82.
13 «La vida en otra parte», en Catedral sumergida, ob. cit., p. 437.
14 «Morir en domingo», ob. cit., p. 457.