Hace unos días nos despertó la noticia: nuestro hermano Xavier Carbonell, escritor hecho y derecho a sus 26 años y colaborador habitual de nuestras páginas virtuales, se alzó con el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca, otorgado de manera anual por el Ayuntamiento de esa ciudad española.
El natural de Camajuaní fue uno de los 24 cubanos que probaron suerte en el certamen, y su manuscrito El fin del juego fue seleccionado como el mejor entre el total de 1263 presentados, en su mayoría de autores españoles.
“Una novela escrita con una prosa ágil y rica, vibrante, que hechiza”, “repleta de guiños a la literatura cubana”, “un fascinante juego de dobles, de espejos deformes, apariencias engañosas, enigmas y misterios; en un intrigante y adictivo paseo por Cuba y sus laberintos, por el pasado y el presente de la isla”, anotaron en el acta de premiación los miembros del jurado que presidió Luis Alberto de Cuenca, y que integraron Rosario Martín Ruano, Emilio Pascual, Fernando Marías y José Antonio Cordón.
Xavier, a quien conozco desde que estudiamos en la Universidad Central de Las Villas, es un infatigable escriba que ya cuenta con otras dos obras: “El libro de mis muertos” (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, 2020) y “Mi canon sentimental del cine cubano” (Premio de Periodismo Cultural Paco Rabal, 2020), mientras se debate como corresponsal y director para la sección en Cuba de la Asociación Católica Mundial para la Comunicación SIGNIS.
Desde que hablamos por primera vez de literatura en una noche medieval santaclareña, nuestra conversación no se ha interrumpido, incluso cuando hemos hecho un largo silencio antes de continuar la partida que jugamos “siempre honorablemente a tablas”. Por eso entrevistarlo me pareció redundar en el misterio, por eso, y a tono con el pasatiempo nacional cuya afición compartimos, le lancé estas bolas rápidas que bateó como un pelotero fugado de la plantilla cubiche y enraizado en la cubana, que es mejor.
Háblanos de la novela, ¿de qué trata?
El fin del juego puede ser tres novelas. La primera es una aventura más o menos policial: un hombre busca explicar dieciséis litografías coloniales que caen en sus manos. Las imágenes parecen contener un juego, que irá absorbiendo al protagonista en un laberinto cada vez más arduo de resolver.
La segunda historia es el relato de las cosas entrañables de Cuba, las que sirven de consuelo en todos los naufragios: la cultura y la historia de la isla, la amistad terciada por café y tabaco —que tú sabes que es una de mis grandes pasiones—, las cosas viejas que se van acumulando en la memoria y en las paredes de una casa, la conversación inteligente y el humor lleno de juegos de palabras, pullas y retruécanos.
La tercera novela está escrita al margen, y contiene toda clase de bromas y caricaturas sobre el tiempo en que fue escrita: acababa de salir de la universidad y guardaba toda clase de asuntos pendientes con mis profesores, mis colegas, con la propia estructura universitaria, en fin. Tú sabes de qué hablo porque estudiamos en el mismo lugar y aramos con los mismos bueyes. Todo aquello está en la novela, sin referencias públicas, sólo como chiste privado, para reírme un rato. Guardo material para entretenerme cuando sea viejo, y sé que esta novela me hará reír en el futuro.
Esas tres versiones de la misma novela —la policial, la metafísica y la personal— quizás sean en realidad el único modo de contar nuestra vida, nuestro país, nuestros resentimientos y obsesiones, sin ser aburrido o pacato.
¿Por qué “el fin del juego”?
Cada capítulo abre con un grabado —los mismos que desvelan al personaje— y un verso de Eliseo Diego. El capítulo final contiene la contraseña de toda la novela, la frase obsesiva de Eliseo a partir de la cual nació todo: “El centro es también el fin del juego”.
Las líneas de Eliseo son de su célebre Libro de las maravillas de Boloña y de otros poemarios. El viejo escritor se fascinó con una joya bibliográfica nuestra: el catálogo de imprenta de José Severino Boloña, el famoso tipógrafo del siglo XIX cubano. Boloña colocó todas las viñetas, tipos y grabados que tenía disponible su negocio en un catálogo que, cuando se hojea —hay excelentes ediciones facsimilares—, exhibe sintaxis maravillosa en las imágenes, una intención poética.
Boloña era un aficionado de la poesía y ese catálogo es su obra mayor. Eliseo redescubre ese libro y compone su poemario inspirándose en las viñetas —barcos, tijeras, sombreros, herramientas—, pero deja intocada una serie de láminas fascinantes, más grandes que las demás, que son las que yo retomo. La historia inventada de esos grabados anónimos, tal y como me hubiera gustado que sucediera, es lo que cuenta El fin del juego.
En esas páginas hay huéspedes que no podían faltar, los «dioses mayores» de nuestra cultura: José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Fernando Ortiz, Severo Sarduy, Eliseo. Y también modelos cercanos o remotos como Manuel Vázquez Montalbán, Umberto Eco, Eduardo Mendoza, el Arturo Pérez-Reverte de El Club Dumas —cómo escribir aventuras sin Dumas, sin Pérez-Galdós, sin Pérez-Reverte—, el Padura de La neblina del ayer, y muchos otros. Es una novela sobre libros y bibliófilos, y también algunos bibliómanos.
¿Por qué la opción de presentar a España una novela sobre Cuba?
Porque soy un escritor demasiado joven en un país complejo para “vivir del cuento” (y también para vivir en general). España proporciona oportunidades, buenos premios, que son de mucha ayuda si uno tiene la suerte de ganarlos porque te dan tiempo, te libran de algunas preocupaciones, y suponen también el impulso de saber que alguien leyó tu libro y le gustó. Envié esta novela a Salamanca sin la menor esperanza de ganar. Parece que hubo suerte.