1. Recuerdo el sueño con una nitidez de espanto, mi madre estaba sentada en el butacón de lectura, sobre las piernas sostenía una enciclopedia, o algo parecido a una enciclopedia, en cualquier caso, era un libro muy raro.
Había trazado con los dedos una línea de tiempo, comenzaba en el año 1960, una fecha significativa, según las palabras de mi madre: el año en que Jhon Lyn grabó el tema “American Black” y se colocó en el primer puesto de la lista de éxitos en la revista The Rolling Stones; el año en que mi abuelo escondió la biblia británica bajo unas falsas tablas en el suelo de la cocina; el año en que Ricardo Marqués interpretó al presidente de Argentina en una película francesa que fue objeto de culto, o manzana de la discordia, u objeto subversivo; el año en que nací, durante un frío invierno, al centro de una Isla, mientras se acercaba la celebración del fin de año; la fecha en que mi madre encontró el libro perdido de Borges, el libro que sostenía sobre sus piernas.
—Es algo monstruoso —me dijo y su voz en el sueño sonaba distinta, más joven, quizás—. Es un volumen sin principio ni final —me mostró las tapas duras y pude ver como a ambos lados, tanto en la portada como en la contracubierta, las páginas se multiplicaban sin hallar la primera línea, sin encontrar la cuartilla final—. Cuando Borges se dio cuenta de lo peligroso que era poseer un libro como este —dijo mi madre— decidió esconderlo entre los anaqueles de una biblioteca. “El mejor lugar donde esconder una hoja es en un bosque” —declamó, cambiando un poco la voz, pero solo un poco—. Luego olvidó la planta, el piso, la estantería, nunca regresó a la calle donde se ubicaba el inmueble.
— ¿En Buenos Aires? —le pregunté.
—En Buenos Aires —me dijo— y por algún extraño motivo vino a dar a la biblioteca municipal, por algún raro motivo lo encontré en la sección de filosofía, una mañana de mucho frío, justo al lado del libro Utopía de Tomás Moro. ¿Sabes lo que eso significa?
— ¿Cuál de las tres?, ¿que hiciera mucho frío?, ¿que lo hayas encontrado junto a un libro de ese tal Moro?, ¿o que hayas revisado, valga a saber Dios por cuál motivo, la sección de filosofía?
—Por las tres —y me mostró sus dedos manchados de azul.
La línea de tiempo, en el universo del sueño, parecía cobrar vida.
—No tengo la menor idea —respondí— es imposible, madre, que el libro perdido de Borges haya recalado en nuestra biblioteca municipal, es poco probable que lo hayas encontrado y que hayas esperado justo treinta años para contármelo.
—Todo a su tiempo —dijo mi madre con parsimonia y quizás un poco de desgano, su voz aún sonaba como la de una chica de quince años, las páginas del libro se movían por un viento que entraba por no sé qué lugar, las fechas se iban sucediendo, la línea de tiempo se iba desmoronando.
Mi madre atrapó con sus dedos, ya completamente azules, el comienzo de la línea de tiempo, el año 1960, y cerró el libro con la determinación de quien da un portazo.
2. Al día siguiente revisé de forma minuciosa mi librero. Buscaba huellas que sustentaran las imágenes del sueño.
Entre líneas de polvo encontré algunos títulos que no recordaba haber comprado o haber leído: Las batallas de Napoleón de Henry Khan, El rumor de las aguas de Harrisond Menders y Las maravillas del Imperio Soviético de un tal Vladimir Prokokiev.
Mi madre se movía entre los calderos de la cocina, recalentaba lo que había sobrado del día anterior, que a su vez había sobrado del día anterior. Hacía magia con tres ingredientes, hacía acopio de imaginación y una fuerte dosis de creatividad.
Si algo le gustaba a mi madre era ser creativa en la cocina, sobre todo cuando contaba con tan solo tres ingredientes.
Me senté a la mesa del desayuno. Le unté mantequilla a las tostadas, le eché azúcar a la leche. Vi a mi madre subiendo y bajando los calderos, de la alacena a la meseta, de la meseta a la alacena. Con un paño seco frotaba los vasos de cristal, las fuentes de cristal, el cisne azul de porcelana.
— ¿Dormiste bien? —preguntó mientras me extendía la cafetera para que destrabara el engranaje.
—Tuve un sueño muy raro, una pesadilla.
—Yo casi nunca sueño —dijo ella, tomó la cafetera de vuelta y la puso bajo el agua en el fregadero— siempre caigo rendida como una piedra.
Le pregunté si conocía a Borges. Ella hizo como que pensaba:
— ¿Es un futbolista? —inquirió.
—Un escritor.
Ella movió los hombros o hizo algo parecido a mover los hombros.
Regresé a mi cuarto. Ordené de vuelta los libros. El recuerdo del sueño me taladraba, la voz juvenil de mi madre, la monstruosidad del volumen de Borges y la idea de que podría estar en algún rincón de la casa, me oprimían el esternón.
No soy un tipo maniático, pero cuando se trata de los sueños suelo ser un poco obsesivo, un tanto creyente. Se lo debo a mi abuelo, o al menos eso me digo, el asunto es que el viejo, además de esconder biblias británicas bajo las tablas del suelo en la cocina, interpretaba los sueños y acertaba números en los juegos del azar, de tal modo pudo reparar la bicicleta con la que viajaba cada día al aserrío, le compró a mi madre por su cumpleaños un mantel de mesa precioso, un mantel repleto de motivos frutales: mangos, manzanas, peras, naranjas y plátanos, de tal modo me obsequió en mi décimo cumpleaños una cámara fotográfica que aún conservo, una cámara soviética de funcionamiento mecánico, con ciertas características que, a veces, considero sobrenaturales.
Mi madre me preguntó si almorzaría en casa o en el trabajo, recién había batido los chícharos, como recomendaban en las recetas de cocina que dictaban por la televisión.
Le dije, en un acto repentino de lucidez, como solo de repentinos suelen ser los actos de lucidez, que almorzaría con mi amigo Sergio.
— ¿Cuál Sergio, el de la planta de refrigeración?
—No madre, el otro Sergio, el profesor.
—Ah, ese Sergio —dijo ella y regresó a la cocina a mover los calderos, a enfrentarse a la mala cara de los chícharos.
Llamé a mi amigo por teléfono y me confesó que ese era mi día de suerte, le sobraba un ticket para el almuerzo y al almacén de la escuela había llegado un cargamento de papas.
—Es probable —me dijo— que hoy nos reciban en el comedor con una buena ensalada de papas —y en parte llevaba razón, la ensalada estaba presente pero no era buena, carecía de sabor, de color, en síntesis, no se parecía en nada a una verdadera ensalada de papas.
—Es por la época —dijo Sergio— estamos en verano, las papas del verano nunca han sido buenas.
Le conté del sueño, hice hincapié en la voz juvenil de mi madre, la monstruosidad del libro y la línea de tiempo.
— ¿1960? —preguntó mi amigo. Asentí con un leve gesto de la cabeza —ese fue el año en que Agustín Reyes pintó aquel inmenso mural en la fachada de la fábrica de aceite en la zona industrial de Xochimilco, ¿te acuerdas? —yo nunca había oído hablar de un tal Agustín Reyes— fue el año del terrible descarrilamiento del tren transiberiano, treinta y ocho muertos en el impacto y 150 producto de la hipotermia, no logro recordar el lugar exacto, ¿a diez kilómetros del poblado de Kashmin o cerca de la ribera congelada del Tenesee? —moví los hombros en señal de completa ignorancia o completa indiferencia— sí que resulta significativo el año 1960, fue cuando se fundó la biblioteca municipal, no en vano tu madre lo señaló como el inicio de la línea de tiempo.
Mientras Sergio hablaba yo arremetía contra la ensalada de papas, el arroz blanco y las croquetas de queso.
Si algo le gusta a mi amigo Sergio es hablar.
Si algo me gusta es disfrutar de un almuerzo gratis en el comedor de la escuela primaria municipal.
Él quiso contarme de los productos que se obtienen de la leche de la cabra siberiana, de los poderes antioxidantes del queso de búfalo y de los ritos que noche tras noche practican los escasos pobladores de la Siberia para cumplir con los dioses, para convocar la buena suerte.
Le pedí que se enfocara en el libro perdido de Borges.
Me aseguró que el volumen no era una enciclopedia infinita, sino una biblia y que tal objeto monstruoso pertenecía estrictamente al mundo de la ficción.
—De acuerdo con la historia del relato, un vendedor de biblias tocó a las puertas del personaje, este lo invitó a pasar, le convidó a una copa de vino, o a algo parecido a una copa de vino, examinó las ediciones, no se decidió por ninguna hasta que el vendedor le mostró el libro infinito. El personaje dedicó tanto tiempo al estudio del volumen que se olvidó de comer, de bañarse, de dormir, perdió a su amante, a sus amigos, y al punto de la exasperación, de la locura, decidió deshacerse del libro…
—Y lo escondió en una biblioteca de Buenos Aires.
—Exacto —exclamó mi amigo— ese es, en síntesis, el relato de Borges.
— ¿No crees que pudo haber sido autobiográfico?
—Lo dudo, además ¿cómo pudo saltar ese título desde Buenos Aires a este pueblo olvidado?
—La vida da tantas vueltas…
—Tantas vueltas —repitió Sergio— si quieres podemos ir hasta la biblioteca, conozco una chica que trabaja allí —dicho esto enterró el tenedor en la ensalada de papas— es la época— dijo en voz baja antes de llevarse el primer trozo a la boca.
3. La biblioteca municipal poseía tres salas: una infantil, una juvenil y otra dedicada a los libros para adultos. Me acerqué despacio, con cautela y sigilo, como imagino se debe haber acercado Borges a su biblioteca en Buenos Aires, cuando decidió esconder el libro infinito entre los anaqueles de una estantería olvidaba.
De niño, mientras estudiaba en la enseñanza primaria, me llevaban una vez por semana a la biblioteca.
La visita constaba de tres enclaves: uno en la sala de proyección, nos sentaban en el suelo para ver una película muy vieja donde los soldados soviéticos siempre resultaban vencedores.
Otra en la sala de lecturas, nos entregaban una revista de historietas, donde, de forma invariable, el lobo (cual símbolo del capitalismo) intentaba comerse a la liebre (como símbolo de la nueva sociedad) y esta última sobrevivía, a golpe de inteligencia y pequeños instantes de lucidez, como de pequeños suelen ser (para una liebre) los instantes de lucidez.
La tercera parada era en el patio, después de algunos juegos tontos la maestra nos repartía la merienda: pan con mantequilla y refresco de fresa, cada semana pan con mantequilla y refresco de fresa.
Sergio preguntó por su amiga, que se llamaba Yuseini, o Yuleisi, o Yolesi, no lo recuerdo con exactitud. La chica era rubia o casi rubia. Nos convidó a sentarnos en una de las incómodas mesas de lectura, y mientras Sergio le hablaba de mi sueños, de la biblia de Borges y quizás también de la voz juvenil de mi madre, yo miraba los altos anaqueles, los afiches en la pared, los extractores de aire caliente girando de modo acompasado, con parsimonia, desgano, inseguridad, los rayos de luz que se proyectaban en el pasillo y el rostro aburrido de la recepcionista, que a cada rato levantaba el auricular del teléfono, como comprobando que el aparato tuviera tono, y luego lo volvía a colgar.
—A veces nos llegaban donaciones —dijo la chica— libros de cocina desde Bulgaria; mapas demográficos de Bangladesh; textos de autoayuda desde Polonia o novelas de espionaje desde Turquía, pero nunca he oído hablar de una donación argentina. Sería maravilloso, imagina cuán buena sería esta biblioteca si nos llegara una docena de revistas argentinas. Si algo me gusta —confesó la chica en voz baja— son las revistas de Buenos Aires.
— ¿Hace cuánto que trabajas aquí? —le pregunté.
—Un año —dijo la chica y su voz sufrió un cambio, su cara adquirió cierta dosis de tristeza y en sus ojos se notaba un raro centelleo, mezcla de hastío y cavilación—. Quizás si visitan al fundador, al maestro Jorge Andrade.
— ¿El maestro Jorge Andrade? —preguntó Sergio.
—Ese mismo.
— ¿No es que estaba muerto? —inquirió mi amigo.
—Creo que no —dijo la bibliotecaria— si alguien sabe de libros viejos y raros, es él, cuando se jubiló le obsequiaron algunos volúmenes que ya nadie solicitaba, vive cerca de…
—Frente a la fábrica de guantes, la casa azul de madera, la que tiene dos plantas —apunté.
—Eso —dijo Yuseini, o Yuleisi, o Yolesi, nos despidió con un beso y miró a mi amigo con picardía, o con algo parecido a la picardía.
4. El maestro Jorge Andrade durante mucho tiempo fue director de la escuela primaria municipal, flautista de la banda de conciertos, presidente del club de ajedrez y jefe de sala en la biblioteca. Todos en el pueblo conocíamos al maestro Jorge Andrade, y como sospechaba Sergio, el tipo, tristemente, había muerto.
En la casa de madera nos recibió la nieta, una chica de preparatoria que definitivamente no conocía a Borges, pero recordaba dónde su abuelo guardaba los libros importantes, los que su madre no se atrevía a echar a la basura, esos que acompañaron al abuelo hasta sus últimos días.
La muchacha nos pidió que pasáramos y tomáramos asiento. Dijo que se llamaba Surima, o Sarima o Zulema, no lo recuerdo con exactitud. Nos preguntó si queríamos tomar algo, un vaso de agua, una limonada, un refresco de fresa…me adelanté y le dije que cualquier cosa menos un refresco de fresa.
—Qué raro —exclamó la chica—. Si algo me gusta es el refresco de fresa. Ahora mismo les preparo una limonada —y caminó hasta la cocina, o hasta el sitio donde imaginé que estaría la cocina.
Mientras yo miraba a trasluz los cubitos de hielo dentro del vaso, Sergio le hablaba a la chica del libro infinito y del poder adivinatorio de los sueños. Ella nos contó que poseía un sueño recurrente: viajaba en un tren a toda velocidad, a través de la ventana podía ver como se repetía el paisaje idéntico o casi idéntico, y en algún instante del trayecto se perdía su equipaje, la maleta azul, la maleta roja y la mochila a cuadros amarillos y verdes.
—Todo —dijo la chica— todo el equipaje se me pierde. ¿Acaso sabes qué significa? —le preguntó a Sergio.
Él se cruzó de hombros, yo también.
Pensé en decirle que, según Freud, los sueños, mayormente, están vinculados con la sexualidad, pero me pareció que no sería apropiado para una muchacha de preparatoria. Por otra parte, me traería conflictos propios, traería a colación las líneas que conectaban al libro infinito con mi personalidad sexual; de cualquier modo, Surima, o Sarima o Zulema, cambió el tópico de conversación, dijo que, en su casa, bajo ningún concepto habría una biblia, sus padres eran militantes y ella recién había ingresado a la Unión de Jóvenes Comunistas.
Luego nos condujo al cuarto de su abuelo. Nos advirtió que podíamos observar los libros, pero sin hacer desorden, y nos dejó solos, en el cuarto de Jorge Andrade, ese tipo que fue mi profesor de Matemáticas en la escuela primaria y mi instructor de ajedrez de los martes en la tarde.
5. El cuarto parecía muy limpio para alguien que hubiera muerto hace ya (¿cuánto dijo la muchacha?) diez años. De la pared colgaba un calendario de 1970 y un afiche del Presidente de la República.
Sergio comenzó a perorar sobre los acontecimientos más importantes del año: fue cuando repararon el puente que cruza las sucias aguas del río Bélico, cuando acoplaron las máquinas de helados frente al parque central, cuando reclutaron a todos los hombres para la zafra de los diez millones.
Le pedí que se enfocara en los libros y revisamos de forma minuciosa tanto el librero como una caja repleta de informes, planillas y diarios.
De Argentina solo encontramos tres libros: una novela de Julio Cortázar, un libro de cuentos de Juan Carlos Onetti y un poemario de un tal Robert Arlt, un poeta del cual nunca habíamos oído hablar.
Comencé a dar vueltas por la habitación. A ratos miraba sobre la mesita de centro, bajo la cama o en el respaldar del butacón de lectura. Sergio inspeccionó el armario y una agenda roja de tapas duras, donde el hombre anotaba todas las sospechas de conductas ideológicamente no correctas, que cometían, en inocentes deslices, los miembros de su núcleo del partido.
En la tercera o cuarta vuelta noté una mancha rara en la pared, un olor tenue a desinfectante de hospital y un mosaico del suelo que se balanceaba cuando le colocaba el pie encima.
Llamé a Sergio y le dije que había visto la situación un montón de veces en las películas.
—La gente siempre esconde lo más importante bajo los tablones del suelo, como mi abuelo.
—Como tu abuelo —repitió Sergio y me ayudó a levantar con cuidado el mosaico.
Debajo había un compartimento estrecho y oscuro. Metí la mano bajo el riesgo de que hubiera cucarachas, hormigas, ratones, gusanos. Extraje con cuidado un paquete envuelto en nailon. Volví a meter las manos, palpé las paredes del rectángulo.
— ¿Nada más? —preguntó Sergio.
—Nada más.
Él cerró la puerta del cuarto sin hacer ruido y me pidió que abriera el paquete.
Dentro del nailon había una caja de zapatos, la colocamos bajo la luz que se filtraba a través de las ranuras en la puerta.
La iluminación del bombillo en el techo era escasa y vacilante, tal parecía que se estuviera apagando de a poco.
Giré un poco la caja, no pesaba demasiado. Antes de quitar la tapa Sergio quiso hablar de la Caja de Pandora, de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, del origen etimológico de esa frase: “la curiosidad mató al gato”; pero le advertí que hiciera silencio.
Fui colocando cada objeto sobre el suelo. Encontramos una medalla al valor durante la batalla de Playa Girón, una estampa de la Caridad del Cobre, un sello postal con el rostro de Lenin, y una biblia de hojas con rebordes dorados, de tapas absolutamente negras, como debió haber sido el libro perdido de Borges; pero a diferencia de aquel, este tenía una página inicial con dedicatoria incluida (Para que nunca olvides las sagradas escrituras, de tu hermana en la fe, Mónica, mes cuarto del año 1960 del Señor) y una página final (un poco más cuidada, quizás, que las del resto del volumen).
Un poco desilusionado guardé todo dentro de la caja, la caja dentro del agujero del suelo y sobrepuse el mosaico justo en el lugar en el que estaba.
Sergio me recordó que la historia de Borges no era autobiográfica y me pidió que no le dijera nada a la muchacha, no debíamos colocar manchas sobre el expediente de su abuelo; la pobre, estaba ilusionada, recién había ingresado a la Unión de Jóvenes Comunistas.
6. Mi madre, a tropezones, me dijo que ya estaba lista la cena, que el agua estaba caliente en el baño, que el potaje le quedó riquísimo, que el tío Julián vendría a visitarnos el próximo domingo, que justo esa noche trasmitían el capítulo final de la telenovela, que la radio se le descompuso, por algún raro motivo no sintoniza la emisora local donde ofrecen el parte del tiempo y la lista de productos que llegaron a la bodega, que el hijo de los Martínez atrapó una paloma blanca, bellísima, que Juana, la dependienta de la cafetería “Las Arecas” le aseguró que habría un corte de luz al día siguiente desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde, que su refrigerador no estaba para tales sustos, que a Julito, el nieto de Rebeca, le llegó una citación para el servicio militar, que mientras dormía la siesta tuvo un sueño rarísimo: un tipo tocaba a la puerta, vendía libros de uso, libros muy extraños y tenía un acento muy raro, como si fuera colombiano o argentino…
— ¿Y qué le dijiste? —pregunté.
—Que se marchara, que en esta casa no comprábamos libros y mucho menos a extranjeros.
—Pero mamá…
—Era un sueño, hijo, solo un sueño.
Me senté a la mesa frente al plato de chícharos. Acompañé a mi madre para ver el capítulo final de la telenovela, el programa cinematográfico, el último corte de noticias, y regresé al cuarto bien tarde, con la determinación de que al día siguiente recorrería toda la casa, en busca de tablones o mosaicos, que se balancearan bajo el peso de mis pies.