En la Cuba de hoy, lo cotidiano se ha vuelto un desafío y lo básico un lujo. Necesidades elementales —cocinar, calentar agua, cargar un teléfono o simplemente empezar el día con un café— dependen cada vez más de remiendos. Frente a la falta de electricidad, combustible y servicios públicos estables, surgen inventos cubanos que reinventan lo esencial para poder seguir viviendo.
El lujo de hacer café en Cuba
La vida doméstica en la isla depende de factores que el ciudadano no controla: si ese día hay electricidad, si el gas llegó finalmente al barrio, si el agua tiene la presión suficiente para subir por las tuberías o si la balita —el cilindro de gas doméstico— aparece en la lista de distribución luego de semanas de espera.
La crisis energética no surge de un episodio aislado. Se arrastra desde hace más de una década, y se agrava drásticamente a partir de 2019 con el desplome del sistema energético nacional, el envejecimiento de las termoeléctricas y la imposibilidad del Estado de adquirir piezas de repuesto o combustible para mantenerlas operativas.
La Unión Eléctrica de Cuba —empresa estatal encargada de la generación— reconoció niveles de déficit superiores a los mil megavatios, equivalentes a cientos de miles de hogares sin servicio durante horas.
A esta inestabilidad se suma la inflación más alta de América Latina en 2023 (según la consultora EcoAnalítica), el desabastecimiento de alimentos, la falta de transporte y una caída en la producción agrícola que obliga a millones de familias a vivir en un estado de precariedad continua.
En un país donde lo cotidiano se desmorona, resulta casi un privilegio empezar el día con una simple taza de café.
Inventos cubanos de estos tiempos
La crisis económica y el deterioro de los servicios básicos han convertido la improvisación en una herramienta cotidiana en Cuba: no responde a una inventiva espontánea, sino a la presión constante de vivir con carencias.
Uno de los artefactos conocidos es el “telefombillo”, un casquillo de bombilla adaptado con cables para cargar el teléfono durante los apagones. Es una solución rudimentaria y peligrosa, pero se ha extendido porque la mayoría de los hogares pasa horas sin electricidad.
También proliferan los sistemas domésticos para recolectar agua de lluvia. En zonas donde el preciado líquido apenas llega por las tuberías, muchas familias instalan canaletas, cubos y tanques reciclados para almacenar y filtrar el agua que cae del techo. No es un abastecimiento estable, pero permite cubrir tareas domésticas esenciales hasta que regrese el servicio.
La falta de gas en las casas ha impulsado otros métodos improvisados para encender carbón, ya que las balitas tardan semanas en llegar. En ese escenario aumentan los sopladores construidos con motores viejos, los ventiladores reconvertidos y los tubos de PVC usados como fuelles artesanales que avivan las brasas con rapidez.
En situaciones aún más precarias, las bicicletas se transforman en herramienta de trabajo. Algunas se adaptan para accionar fogones rudimentarios, mover pequeños generadores o impulsar mecanismos manuales cuando coinciden apagones, falta de gas y necesidad urgente de cocinar.
El precio de normalizar la precariedad en Cuba
Asumir como naturales los remiendos y las soluciones improvisadas tiene un costo profundo. Cuando lo básico depende del ingenio personal y no de servicios públicos estables, la precariedad deja de ser una excepción para convertirse en un estado permanente.
En ese proceso, el país pierde calidad de vida, se deterioran las instituciones y se erosiona la idea misma de derechos fundamentales. Los inventos cubanos pasan a ser el síntoma visible de un derrumbe sostenido que los datos confirman con claridad.
Un país que retrocede en PIB y calidad de vida
La economía cubana encadena años de contracción. El Producto Interno Bruto cayó un 1,9 % en 2023, según cifras oficiales recogidas por organismos regionales, lo que sitúa al país entre los peores desempeños de América Latina.
El Observatorio Cubano de Derechos Humanos (OCDH) estima que el 89 % de los hogares vive en pobreza o pobreza extrema, una cifra sin precedentes en la isla.
Sectores estratégicos como la agricultura, la ganadería y la industria azucarera registran desplomes acumulados que superan el 30 % en los últimos años, y la inflación real —aunque el Gobierno no la publica de forma sistemática— sitúa el poder adquisitivo del salario medio estatal por debajo de los 20 dólares mensuales.
Salud pública colapsada e inseguridad en aumento
La escasez de medicamentos se mantiene crónica: hasta un 40 % del cuadro básico estuvo en falta durante 2022 y 2023, mientras hospitales de distintas provincias reportan ausencia de insumos esenciales como analgésicos, antibióticos, suturas o jeringuillas.
La expansión de arbovirus como el dengue, el zika y el chikungunya ha saturado los servicios de urgencias en varias provincias. El Ministerio de Salud Pública ha reconocido incrementos significativos en los índices de infestación del mosquito Aedes aegypti, vector de estas enfermedades, y brigadas médicas han advertido de la falta de reactivos, camas y personal para atender picos epidémicos cada vez más frecuentes.
A este deterioro sanitario se suma un aumento de la inseguridad. Aunque el Gobierno no publica estadísticas oficiales, plataformas independientes como Proyecto Inventario documentan un crecimiento de robos, agresiones y otros delitos violentos en todo el país. En 2023 también verificaron al menos 89 feminicidios, una cifra especialmente grave en un país de poco más de once millones de habitantes. La percepción ciudadana coincide: más violencia, más impunidad y un Estado menos capaz de responder.
Emigración y fatiga social como síntoma del derrumbe
El éxodo masivo es quizás el dato más elocuente del deterioro nacional. Entre 2021 y 2024 emigraron más de 600.000 cubanos hacia Estados Unidos, el mayor flujo migratorio en la historia del país. Si se suman destinos como España, México, Uruguay o Serbia, las estimaciones demográficas apuntan a una pérdida de más de 1,4 millones de habitantes en cinco años.
Según encuestas del OCDH, el 78 % de la población desea emigrar o conoce a alguien que quiere hacerlo, una señal clara de fatiga social. La normalización de esta precariedad —incluida la tecnológica— termina revelando no solo un problema económico, sino un colapso estructural del que la población intenta escapar como puede.
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