ÍNDICE
- Conocía Trinidad, como mismo Venecia, a través de postales, documentales y posters
- En el Valle de los Ingenios duerme San Isidro de los Destiladeros
- La exhumación del tren y otros enigmas
- Guáimaro, artrópodos y hostelería
- El factor humano
- ¡Las veladas de alcurnia subsisten!
- Un licor agreste y beligerante
- La guerra de siempre
El año 2001 estuvo repleto de experiencias viajeras que, salvo dos incursiones autogestionadas, le debo a mi amiga Svetlana del Río, mi novia por aquel entonces. Arqueóloga en funciones del Gabinete de Arqueología de La Habana, no vaciló en proponerme como personal contratado para los trabajos de campo de esa institución.
Apasionado de las expediciones de Champollion y Howard Carter a las riberas del Nilo, mi romance con la arqueología cobraba el doble vínculo carnal e intelectual que reclamaban las circunstancias. En un pestañazo pasé de ser un simple diletante a auxiliar de excavaciones, que no era otra cosa que peón, entiéndase, dar pico y pala como un condenado a muerte.
En esa condición asistí, entre 2001 y 2005, a las campañas por el rescate patrimonial “Taller de Arqueología Industrial: Valle de los Ingenios”, desde la II a la VI edición. Mientras se extendieron las convocatorias, el evento estuvo impecablemente organizado por la Oficina del Conservador de la Ciudad de Trinidad y el Valle de los Ingenios, en coordinación con el Museo de Arqueología “Guamuhaya” del municipio Trinidad, en la provincia de Sancti Spíritus.
Días antes o después, aquel jolgorio se efectuaba indefectiblemente entre finales de febrero y comienzos de marzo.
Conocía Trinidad, como mismo Venecia, a través de postales, documentales y posters
Será algo más que una chabacanería comprimir quince días de un año, frecuentados durante un lustro, en apenas unas cuartillas. Sin embargo, la naturaleza pausada y comedida de las prospecciones arqueológicas dan como para hacer una suerte de time lapse testimonial, no así de muchas de las vivencias cotidianas.
Conocía Trinidad, como mismo Venecia, a través de postales, documentales y posters. Desembarcar allí por primera vez casi me procura un shock anafiláctico. De la mano de Svetlana, el primer día recorrí todo el casco antiguo de la ciudad, que no me cansaría de transitar en los viajes sucesivos, revisitando en cada ocasión los rincones pasados por alto y, desafortunadamente, constatando las notables transgresiones y ultrajes patrimoniales perpetrados a lo largo de esos cinco años por la descontrolada y progresiva actividad turística.
La Villa de la Santísima Trinidad —con todas sus letras— fue la tercera fundada por los españoles en la Isla a comienzos de 1514, cuando el negocio de las posesiones de ultramar estimulaba la expansión europea. Aquellos tiempos, en que cualquier potencia se permitía “pingonearles” territorios conquistados a sus rivales imperiales, desdibujaron para siempre la naturaleza y culturas americanas, sumándolas a un revoltillo que se cargó millones de víctimas a lo largo del proceso.
Es por ello que se llevaban registros —ni tan rigurosos que digamos— de aquel brutal latrocinio. No sabemos si se trata un prematuro fake news, pero se especula que el adelantado Diego Velázquez hizo acto de presencia en el conjuro fundacional de Trinidad —la duda surge de la fuente testimonial más completa que existe, la de un copista que transcribe a su vez de la versión de una carta original atribuida a Velázquez, en la que se omiten numerosos párrafos y datos—.
La cronología de Trinidad: como poseída por un maleficio...
El asunto es que la ubicación de la santísima villa le posibilitó ser una de las más boyantes de Cuba durante los primeros siglos de la colonización. Se encuentra en el centro-sur de la Isla, eje de no pocos manejos comerciales en aquellos tiempos. Empinada a unos 60 metros sobre el nivel del mar, si bien su altura suele ser variable, descansa sobre la ladera de alturas residuales que declinan gradualmemente hasta el mar, rodeada hacia el norte por el fértil Valle de los Ingenios, verdadera razón de su esplendor económico.
Muy poco ha cambiado en el último siglo y medio, cuando su proverbial prosperidad azucarera colapsó por causas tan disímiles como la aparición de otros centros productivos en la Isla, la irrupción de competitivos propietarios estadounidenses, o la desestabilización sociopolítica generada por las contiendas independentistas.
Además, en pleno auge del ferrocarril, su complicada comunicación por tierra, separada del resto de la Isla por el Macizo de Guamuhaya, paralizaron su cronología como poseída por un maleficio. No es de extrañar que muchas de sus costumbres y hábitos culturales corrieran la misma suerte, auspiciando un endemismo geográfico-social sui géneris en Cuba.
Todas las calles conducen a la Plaza Mayor
Al llegar a la ciudad todas las calles conducen a la icónica Plaza Mayor, que es resultado de su gradual ocupación constructiva por la jerarquía local, rodeada de los edificios más significativos de la ciudad en cuanto a evolución y valores arquitectónicos se refiere. Uno de los más conspicuos, La Casa de Ortiz, con su soberbio balcón corrido a lo largo de toda la línea de fachada en el segundo nivel, despunta por su volumetría y rítmicos detalles.
Aunque subsistió por siglos a efímeras complicidades, durante los años que frecuenté la ciudad era permanentemente flanqueada por un viejo y su burro que casi tenían valor patrimonial. Como un caballero templario, el viejo parecía llevar doscientos años apostado allí. El dúo cobraba un dólar por permitir tomarles una foto. Toda vez que el anciano ejercía una actividad tributaria como figurín vernáculo, si sospechaba que había maraña con la paga se viraba de espaldas. El burro era más tolerante al respecto, garantizando un pintoresco recuerdo a los visitantes.
La Casa de Ortiz hace esquina en las calles Real del Jigüe y Desengaño, principal encrucijada de acceso a la plaza por el suroeste. En el perímetro también se encuentran las notables residencias de Sánchez Iznaga, de Padrón, y los palacios de Cantero y Brunet.
De moderado estilo neoclásico, no así en su monumentalidad, la Iglesia Parroquial corona la atención de aquel contexto. Su volumen resulta virtualmente desproporcionado en el ámbito que la circunda, y se lo debe a la cuestionable modestia de sus vecindades constructivas. Por un costado del templo comienza una recoleta escalinata, anclada por su otro lado a la Casa de los Conspiradores, una delicia de la arquitectura doméstica del siglo XVII. Este detalle escalonado del trazado urbano, es uno de los singulares encantos paisajísticos de Trinidad, pues, entre tantas callejuelas, solo la del Rosario ostenta peldaños justo donde comienza.
A escasos metros de allí, lamentable resulta la demolición de la antigua iglesia de San Francisco, durante la primera mitad del XX, de cuya estructura solo queda en pie la torre que identifica a la localidad. El esbozado barroco de sus cantos y vanos es referente visual desde cualquier punto del casco antiguo.
No menos subyugantes resultan otros rincones de la pequeña urbe, pobremente referenciados por la publicidad turística, que invitan a su descubrimiento sobre la marcha. Si sus casonas y palacios le confieren distinción específica, es la profusión de plazuelas y parques, su irregular trazado, y la gracia de sus viviendas más modestas, quienes terminan de dibujar este prodigio urbano de reminiscencias medievales.
Un espectáculo doméstico en la casa de Humboldt...
La gente vive de puertas a la calle, en el mejor de los casos con la esperanza de participar activamente en la creciente oleada turística, que a comienzos de siglo había absorbido a la ciudad. Solo eventualmente la curiosidad de los transeúntes es defendida en puertas y ventanas por biombos plegables típicos de la tradición vernácula cubana, perdida ya en casi todo el país.
En la Casa de Humboldt, residencia familiar en la actualidad, nada hacía suponer que, donde sus moradores ven la televisión con las patas en alto, pasara unos días el notable naturalista alemán durante su estancia trinitaria. Como parte de la urdimbre familiar, allí vivía un señor de unos 60 años al que se le descolgaban los testículos por las patas del short, atravesando el amplio entramado de una silla mecedora, cuando veía la programación televisiva.
El día que presenciamos aquel espectáculo gastamos muchas bromas a expensas de tamaña expresión de domesticidad. Pero, en diversas ocasiones, transitando por esa cuadra, cuál no sería nuestra sorpresa al confirmar que, lo que a primera vista nos pareció un fortuito escurrimiento genital, no era otra cosa que una práctica regular de ventilación, llegando a sospechar que se trataba de un deliberado señuelo para destronar la celebridad histórica de Humboldt en aquella casona.
Desde la Loma de la Vigía
Rumbo al norte, al resguardo de la Loma de La Vigía, en lo que aún se sigue interpretando como la periferia de la ciudad, se accede hasta las ruinas de un pequeño fuerte que corona la elevación. De camino a la cima se pasaba por la graciosa ermita de la Candelaria, mejor conocida por el rimbombante nombre de Ermita de Nuestra Señora de la Candelaria de la Popa del Barco, pues su fachada recordaba el castillo de popa de un galeón.
Siendo tan visible desde la altura en que se encontraba, es el mejor ejemplo del deterioro y el vandalismo al que ha sido sometida la villa en los pocos años de intensa explotación turística. En el breve lapso de un lustro fui testigo de su brutal deterioro, ladrillo a ladrillo, a manos de residentes locales e inmigrantes de otros municipios de la provincia y el país, atraídos por el "arribazón" de paseantes extranjeros.
Después de 2005 nunca más volví por allá. Espero que alguien, que no sea Dios, la haya restaurado. Desde lo alto de la Loma de La Vigía, a 180 metros de altura, se aprecia toda la ciudad y más allá, hasta el mar Caribe. Por el norte es posible divisar el tramo más estrecho de El Valle de los Ingenios, donde se arraciman los ríos Táyaba y Javira.
En el Valle de los Ingenios duerme San Isidro de los Destiladeros
Una curiosidad que los lugareños dan por ordinaria, pero que es una joya de la improvisación y la precariedad, es el Karata, un medio de transporte ferroviario con el que nos cruzábamos en varios puntos de nuestro recorrido habitual.
Su nombre genérico, cuya etimología desconozco, apela a una serie de pequeños y extravagantes coches motorizados, que podían ser desde el tamaño de un microbús, hasta otros mayores, entre los cuales había uno que se aprovechó de la carrocería de un viejo ómnibus para andar sobre rieles.
Por su factura, recordaban aquellos aparatos que se usan en los parques de diversiones móviles de las ferias populares. Cubrían el recorrido entre las localidades de Casilda y Fomento, pero resultaba más socorrido para salvar las distancias rurales desde Trinidad hasta Meyer, enlazando el valle conocido como "de los Ingenios".
El Valle de los Ingenios
Discernible a escala humana, el Valle de los Ingenios es una considerable extensión de la llanura aluvial del Agabama, ubicada hacia el oeste de su curso bajo, atrapada entre las estribaciones del bloque más vigoroso del Macizo de Guamuhaya y, hacia el sur, por pequeñas alturas que no rebasan los 190 metros de altura.
Al drenaje del Javira, el San Juan de Letrán (luego Táyaba), el Ay, el propio Agabama y el Caracusey, además de algunos ríos estacionales, debe el valle su proverbial fertilidad. Allí se desarrolló, por espacio de tres siglos y medio, lo que podríamos considerar el patrón típico de producción azucarera en la Isla.
Una vez paralizada esta industria, a mediados del XIX, las huellas de su impronta físico espacial preservaron algunos de los moldes económico sociales que la caracterizaron, a través de numerosas evidencias arqueológicas. Como vestigios de aquellos feudos perviven, ya maltrechos y distantes de sus funciones originarias, no pocos ingenios azucareros, bateyes, y señoriales casas de viviendas entronizadas en sus respectivos epicentros geoeconómicos.
Entre ellos, objetos algunos de una febril explotación turística, se encuentran Iznaga, Guáimaro, Buenavista, La Rosa, San Pedro, Meyer, Condado, Palmarito, Papayal, El Abanico, y el recóndito y lujuriante San Isidro de los Destiladeros, sitio donde trabajamos por espacio de cuatro años de talleres. Este enclave se ubica a pocos kilómetros de Trinidad, en la carretera que la une a la cabecera provincial.
Luego de un trecho bastante extenso e irregular, que había que salvar desde la carretera, aparecía, perdido entre la vorágine húmeda que alimenta una cañada, uno de los parajes más pintorescos del panorama histórico arqueológico de la mayor de las Antillas.
San Isidro de los Destiladeros
Desde la vía de acceso, se encontraba en primera instancia la casa de vivienda, una construcción descomunal con techos a cuatro aguas y gigantescos portales corridos de frente al ágora donde solía formarse la dotación de esclavos.Durante aquellos cinco años su estado era ruinoso y la habitaba un anciano con su jauría de perros y gatos.
Sin embargo, el elemento constructivo más singular del conjunto lo constituía una espléndida torre de unos 15 metros de altura. Su grado de conservación era privilegiado, advirtiéndose en ella la más exquisita sobriedad de la arquitectura cubana de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. El resto de los elementos constructivos, que una vez animaran y dieran sentido a todo aquel complejo, se encontraba a nivel de cimientos o bajo montículos de tierra.
Desde sus particularidades edilicias, era posible reconstruir las tipologías básicas del modo de distribución espacial en los ingenios de la época, tanto como de sus detalles constructivos, que descansaban prácticamente todos sus ingredientes en el mampuesto, la madera y la arcilla. Es por ello que una de las industrias que acompañó el auge de la villa y sus inmediaciones fuera la alfarera.
La diseminación de tejares, para el horneado de ladrillos, tejas, y accesorios industriales y domésticos, resultó indispensable para perfilar el paisaje agroindustrial de la zona.
En muchos de los vestigios cerámicos recabados durante las excavaciones, además de las humanas, era posible advertir huellas de animales estampadas en el barro fresco durante el proceso de secado. Perros, cabras y aves de corral de hace doscientos años, despertaban en la imaginación el carácter artesanal y rústico que dormía en los zócalos y paredes de los refinados palacetes y haciendas.
La exhumación del tren y otros enigmas
Cuando me incorporé al trabajo en 2001, ya los especialistas y participantes del taller anterior habían expuesto uno de tesoros sepultos del sitio: El Tren Jamaiquino. Diseñado y puesto en funcionamiento por colonos ingleses en la vecina Jamaica, el tren significó un considerable progreso tecnológico para incrementar y acelerar el quemado de las mieles.
De singular importancia patrimonial, la evidencia de esta línea en tándem constituía el exponente conocido mejor preservado de esa modalidad productiva en la primera mitad del siglo XIX en Cuba.
Su estructura estaba dispuesta en una secuencia lineal de norte a sur, donde varias semicircunferencias cóncavas de ladrillos, de aproximadamente metro y medio de diámetro, dispuestas a igual intervalo entre sí, soportaron en su momento sendas pailas de hierro fundido para el espesamiento del guarapo de caña.
Por debajo de las calderas corría el conducto que las abastecía térmicamente, alimentadas con leña o carbón por hornos colocados a igual distancia desde sitios seguros.
En el tiempo que pude asistir a aquellas labores de prospección, el tren fue protegido por una cubierta translúcida a dos aguas, que, salvando el sofisticado material empleado para tal fin, logró recuperar el techado perdido a lo largo de los años.
El misterio arqueológico de los yacusis hidrotermales...
Mientras tanto, una nueva parcela de labores nos comprometía. Se trataba de un espacio que generaba tantas dudas como metros cuadrados eran expuestos a la vista. Todas las conjeturas apuntaban a que su función original fue la de un taller para fundiciones, forja, reparaciones y mantenimiento, pasando por la hipótesis de caballeriza o establo.
En un cuadrángulo de unos 30 por 20 metros, en uno de cuyos lados se conservaba una gruesa pared de aproximadamente tres metros de altura, se evidenció una gran pileta, y luego otra más pequeña, que, obstinados como estaban los expertos ante el abrumador cúmulo de interrogantes, terminamos por clasificar, en broma, como yacusis hidrotermales y baños de asiento pertenecientes a un lodge decimonónico para el ocio y esparcimiento de la "sacarocracia" trinitaria.
Toda el área conservaba en perfecto estado su pavimentación de lozas cerámicas. Los dos últimos años que tuve oportunidad de trabajar en el sitio, fue en un área mucho más extensa que la de los “yacusis”, con toda seguridad los barracones para esclavos.
La vegetación había ocupado aquella parcela. Árboles de diversas especies crecían dentro de aquel ominoso recinto, quisiera creer que para sanar tanta vejación, aquella que cuesta reconstruir desde las piedras. Eventualmente, mi formación plástica era convocada para hacer dibujos y levantamientos de la evolución del trabajo, lo mismo que sucedía con otros asistentes que fungían como fotógrafos u otras especialidades afines.
La fauna local
Al ser construido San Isidro en el acogedor seno de un vallecito, su emplazamiento era custodiado por elevaciones que, por muy poco, rebasaban los 150 metros de altura.
Mientras discurrían las meriendas y almuerzos —momento en que más pan con jamonada y refresco gaseado he consumido en mi vida— aprovechaba las sobremesas para escalar aquellas discretas colinas, la más célebre de las cuales, Pan Redondo, destacaba por su configuración de cono escarpado.
Aquel ámbito, favorecido por la topografía del terreno, era rico en fauna local. Recuerdo una guacaica (Coccyzus merlini) conocida, además de su nombre aborigen, como arriero, que siempre nos espiaba a Svetlana y a mí cuando nos escabullíamos por los montecitos de aquel paraje. Es un pájaro grande y vistoso en el que predominan los colores castaños, con grandes plumas barradas en el envés de las alas y la extensa cola que despliega como un abanico.
Igual que de atractivo, lo es de aspavientoso, armando mucha algarabía cuando detecta la presencia de intrusos. Siempre quisimos creer que se trataba del mismo individuo, aunque es muy probable que fueran dos o tres de los inquilinos que habitaban aquella zona.
El otro gran atractivo de la ornitofauna de San Isidro, monitoreado fotográficamente durante los años de trabajo, lo constituía una familia de lechuzas (Tito alba), que anidaban en el último nivel de la torre que antes mencionaba.
La arruinada escalera de acceso, único elemento vulnerable de la estructura, impedía que alguien se aventurara hasta allá arriba. Año tras año, las sucesivas nidadas de lechuzas observaban desde su atalaya, no sin alarma, la intrusión del equipo.
Guáimaro, artrópodos y hostelería
Solo durante un año de campañas nuestra contribución fue canalizada hacia Guáimaro, una hacienda ubicada varios kilómetros hacia el este de San Isidro.
En aquel lugar los cimientos productivos habían desaparecido casi por completo, encontrándose a mayor profundidad y mucho menos preservados que en San Isidro. Únicamente se atesoraba en pie la casa de vivienda, que superaba en preservación a la de nuestro sitio de referencia.
Tal era su lozanía, que la mayor parte de las pinturas murales que ornamentaban sus salones y habitaciones apenas necesitaban retoques de restauración. El resto de la estancia conservaba sus portales, escalinatas de acceso, vanos y techos.
El paisaje aquí era más árido y expuesto, y solo la relativa proximidad de un recodo del río Caracusey le otorgaba cierto aliciente natural.
Media docena de garrapatillas...
Invariablemente, en cualquiera de los dos lugares donde realizamos trabajos de campo, nuestra recompensa cotidiana era la de cargar a cuestas con, al menos, media docena de garrapatillas cada uno.
Eran muy pequeñas y no había modo de evitarlas. Ningún repelente aplicado en esos años impidió que aquellas diminutas alimañas se encontraran a gusto en nuestras respectivas verijas para chuparnos la sangre al amparo del sudor y la urea.
Pasaban su ciclo larvario en la tierra y arbustos bajos, y se daban el magistral arte de incursionar sobre cualquier mamífero del modo más desapercibido posible.
Luego, en la noche, apelando a una hermosa y gregaria tradición simiesca, un convenio tácito nos facultaba para intervenir epitelialmente en el prójimo, cuando advertíamos a estos diminutos artrópodos medrando a campo traviesa sobre cualquier área descubierta de textiles.
Villa Siguaney
Anualmente, con ritual familiaridad, y luego de una calurosa bienvenida, los arqueólogos y personal de apoyo de diversas provincias éramos alojados en Villa Siguaney, hostal veraniego para los trabajadores de una fábrica de cemento espirituana.
El retiro se localiza en La Boca, un pueblito de pescadores en la rivera sureste de la desembocadura del río Guaurabo, a pocos kilómetros del centro de la ciudad. En este río estuvo el primer puerto de Trinidad, a apenas uno o dos kilómetros contracorriente, hasta donde podía ser navegable por todo su estuario.
Con el incremento del comercio, este embarcadero fue reemplazado por el puerto de Casilda, hacia el sureste, en la bahía del mismo nombre.
El Guaurabo cobra su nombre a escasa distancia del mar, en la confluencia de los ríos Javira y Táyaba; particularidad de los hidrónimos de la región, pues el extenso Agabama, unos kilómetros hacia el levante de la ciudad, se nombra Manatí al cruzarse con el Caracusey.
La rutina de trabajo y la exploración de la naturaleza local
Todas las mañanas éramos recogidos en el hostal para pasar por la Oficina del Conservador a desayunar y cargar las herramientas de trabajo. Desde ahí nos separaba el doble de esa distancia hasta llegar al sitio de excavaciones.
El laboreo duraba unas siete horas, y algunas de las herramientas más pesadas quedaban guardadas en la casona semiderruida que habitaba el anciano residente en San Isidro. Todos los recorridos por carretera, incluidos los de caché, lo hacíamos en camiones de barandas descapotables.
De regreso a Siguaney cenábamos un suculento menú, regularmente prefigurado, que levantaba todos los ánimos y fuerzas consumidas durante las faenas diurnas. De no estar muy extenuados, en cuanto llegábamos al hostal era frecuente ir al mar para tomar un baño y ver la puesta de sol.
A poca distancia de la playa, cruzando a nado la desembocadura del Guaurabo, se podía llegar por una carretera abandonada hasta la confluencia del río Cañas con el litoral. Allí también existe una pequeña extensión de arena y, expuesto durante siglos a las inclemencias, el yacimiento a cielo abierto de un asentamiento aborigen.
Casi todos los viernes y fines de semana era habitual que la institución anfitriona organizara excursiones a espacios naturales en las montañas.
El factor humano
Si la historia de este planeta hubiera sido contada sólo por su tectónica de placas y sus manifestaciones biológicas —excepto la humana— a expensas de lo que cayera del cielo, nos habríamos ahorrado un rosario de calamidades adicionales. Para eso estamos nosotros en este mundo, para añadirle sal, pimienta y pólvora.
La misión de un arqueólogo es desentrañar el pasado de nuestra actual odisea.
El equipo de trabajo
Habitualmente, el equipo de trabajo de La Habana estaba representado por Lisett Roura, Svetlana del Río, Anicia Rodríguez, Mahé Lugo, Beatriz Rodríguez, Dania Ma. Perdices, Adrián Labrada, Jorge Garcell —en calidad de prestación de servicios de una institución homóloga de San José de las Lajas— y una variopinta red de segundas voces, cubriendo el rol de asistentes de excavación, entre quienes nos encontrábamos regularmente Juan Carlos Bermejo, Jorge Ponce, Rolando Barroso y yo.
Durante los primeros siete años del siglo, con más o menos integrantes, acompañé a este elenco en varias incursiones y pesquisas arqueológicas por no pocos rincones de la Isla.
Eventualmente, en el taller también participaban especialistas de otras provincias, pero quienes asistían con la misma sistematicidad que los habaneros, eran arqueólogos de Santiago, Holguín, Camagüey, Villa Clara y otros municipios del propio Santi Spíritus.
El equipo local estaba capitaneado por Teresita Angelbello, Víctor Echenagusía, Alfredo Rankin, Lizbeth Chaviano, Lionel Delgado, e Iznaga, el agrimensor del grupo, de quien no recuerdo el nombre.
Constante era la presencia de Carlos Sentmanat y Ramsés Morales, entre otros, quienes cubrían una diversidad de funciones que iban, desde hacer registros fotográficos y apuntes, hasta dar pico y pala, o cualquier otro asunto venido a menos.
Todos ellos eran empleados de la Oficina del Conservador de la Ciudad, dirigida en aquel entonces, poco antes de fallecer, por Roberto López Bastida, alias Macholo, funcionario que defendió hasta el último momento el rigor y compromiso de la institución que representaba.
Explotación turística y administración local de los recursos financieros
Cuando en 1988 la UNESCO declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad a Trinidad y el Valle de los Ingenios, ya un grupo multidisciplinario, asesorado por Carlos Joaquín Zerquera, historiador local, llevaba más de veinte años enfrascado en la restauración, conservación y rehabilitación de la ciudad y el valle.
Además de los más tenaces y persistentes, como Teresita, Echenagusía y Rankin, destacaba la labor teórica de la arquitecta e historiadora Alicia García Santana, a quien le escuché exponer durante una conferencia, que el manejo de los centros históricos —y colocó ejemplos de otras ciudades de la región afines con Trinidad— formaba parte de un delicado equilibrio entre su modus vivendi, explotación turística y administración local de los recursos financieros.
A la altura del primer lustro del siglo, este balance ofrecía evidentes síntomas de ineficacia en Trinidad, en primera instancia por la sustracción y acaparamiento de las ganancias obtenidas del turismo por la administración central del estado.
Este comportamiento, típico de la estructura político económica, oficial en Cuba desde mediados de los años 60, cuando las nacionalizaciones borraron todo vestigio de autonomía o emprendimiento privado, han minado la espontánea dinámica mercantil del país.
El boom del turismo y el monstruo de la corrupción
A falta de fondos suficientes para la supervisión y asesoramiento legal y constructivo del vulnerable patrimonio local, la Oficina del Conservador había visto menoscabada su autoridad rectora, facilitando la degeneración ambiental e inmobiliaria de los espacios urbanos a manos de ilícitas especulaciones entre arrendadores de viviendas, paladares o puntos de venta, y representantes intermedios de entidades gubernamentales.
El boom del turismo había estimulado como nunca al monstruo de la corrupción, del mismo modo que las descargas eléctricas espabilaron al polimórfico Frankenstein de Mary Shelley.
Presumiblemente, en las altas esferas nadie se daba por enterado de semejante despropósito, que derruía lentamente el incalculable valor histórico de Trinidad y sus alrededores.
Una amiga nos comentaba de una ONG que había financiado, con una cifra en metálico nada despreciable, la rehabilitación agroecológica de unas cuantas hectáreas de tierras al sur de la ciudad, entre el aeropuerto y La Boca, para el cultivo de marañón y otros frutales.
Como la lluvia que cae en el desierto, que se evapora antes de llegar al suelo, el donativo fue abducido por alguna instancia administrativa, y ahí estaba el marañonal pudriéndose de abandono, invadido por el marabú y los matorrales.
¡Las veladas de alcurnia subsisten!
No era necesario deshacerse en palabras y buenas acciones para ganarse la simpatía de nuestros anfitriones. Desde el primer momento, la cofradía de intereses profesionales y humanos que nos unía fraguaron una amistad muy llevadera.
Hace muchos años no sé nada de ellos pero, mientras duró el entusiasmo de aquellas campañas, pasábamos mucho tiempo juntos, incluso después de cumplir con nuestros deberes profesionales.
Aunque el estímulo gregario era alimentado por todos, fue con Teresita con quien creamos un vínculo más cercano. Ella fue la llave para conocer los pormenores de la villa. De su mano conocimos a William Saroza y Barbarita Venegas, amigos desde el día en que traspasamos el umbral de su casa por primera vez.
William es un artista visual que se nutre de las tradiciones populares del centro del país, al tiempo que las fusiona magistralmente con tendencias de la vanguardia, como la apropiación y el ready made. Barbarita, su esposa, es una incansable historiadora.
La Profunda
Con ellos y otros amigos de la cultura trinitaria coincidimos en varias veladas, como aquella a la que nos convidó Tere para presentarnos a La Profunda, una reconocida trovadora local. La tertulia, realizada en el suntuoso patio de la Casa de Padrón, evocaba los encuentros decimonónicos de la aristocracia colonial.
La prestigiosa cantora tendría unos sesenta y cinco años por aquel entonces. Fue acompañada de un guitarrista que la obedecía ciegamente. Tratándose de un espacio abierto, con una acústica deficiente para esos menesteres, fue necesario el uso de micrófonos que, para más desgracia, funcionaban intermitentemente.
Luego de dos temas, justo cuando los equipos de audio se activaron caprichosamente, La Profunda se incorporó de imprevisto y le dijo a su secuaz a viva voz: “Vámonos pa´la pinga, compadre, que esto aquí es una mierda”.
Su exhortación debe haberse escuchado en toda la Plaza Mayor. De nada sirvieron las disculpas a la airada figura. Mientras se dirigía irrefrenable a la salida, sus amistades le echaban el brazo por encima tratando de aplacar su descontento.
En el zaguán, tirándose la bufanda con donaire sobre los hombros, se volteó y conminó: “El que quiera oírme como dios manda, que venga conmigo pa´mi casa”.
La casona de La Profunda era una sólida construcción de la primera mitad del XIX. Con razón el cambio de sede fue fundamental: el techo de cedro a cuatro aguas difundía la música sin parangón. Alguien se sentó al piano rápidamente, el guitarrista desnudó su instrumento por segunda vez en la noche, y se hizo el milagro de los sentimientos más cavernosos de la trovadora.
Pronto aparecieron los licores y, en un rapto de típica coctelería trinitaria, elaboraron una cubeta de Canchánchara.
Un licor agreste y beligerante
Mal que le pese a sus enardecidos defensores, tratándose de una sostenida tradición en Trinidad por más de cien años, la Canchánchara no es una bebida nacida en la villa.
Tuvo su bautismo durante las guerras de independencia en la región oriental, cuando los mambises la preparaban para paliar los rigores de la manigua, permitiéndoles calentar las vías respiratorias. Se bebía caliente como un trago nutritivo y reconfortante a base de aguardiente con miel y cualquier cítrico.
Lejos de su origen, con tal de que su consumo resultara llevadero en el tórrido verano, ha experimentado variaciones con hielo.
Para que nada quedara a medias, a comienzos de 1980 un equipo de investigación del Museo de Arquitectura de la ciudad, con Teresita, Víctor Echenagusía y Luís Blanco al frente, restauró una antigua casa trinitaria como sede oficial para este licor. Se tomaron hasta el trabajo de diseñar la vajilla, una especie de réplica en barro de las jícaras de güira o coco en que se debió beber en la manigua.
Nos comentaba Tere que el lugar ya no era ni la sombra de lo que había sido hace veinte años, pero los yumas le descargaban como si no hubiera un mañana. Pasamos por allí varias veces con la ufana esperanza de socializar el trago al aire libre, pero los precios solo se justificaban si el brebaje hubiese conferido vida eterna.
Una combinación explosiva
Ya que nuestro vino es amargo, nuestra Canchánchara es en extremo empalagosa; sin embargo, a diferencia del vino, no tiene parámetros de comparación en el Viejo Mundo.
Es un licor agreste y beligerante que debe haber asumido muchas variantes en América, allí donde la caña de azúcar reinaba como rubro mercantil, ya que es de la destilación del guarapo de donde se extrae este aguardiente.
De los testimonios de la contienda emancipadora en la manigua cubana, existen referencias a otros componentes ocasionales de este trago, a saber: pólvora, café, o trozos de frutas en suspensión, coctel que debió resucitar al más pinto de los insurrectos.
Estos ingredientes de la incipiente nacionalidad, en su mayoría introducidos durante la colonización, llevaron al máximo de estridencia su explosiva combinación. Con eso, y un buen tabaco, podríamos charlar muchas horas —nada serio, por supuesto— de nuestra secular historia.
El alcohol nos desinhibe, y el tabaco nos hace mascullar entre dientes, para llegar así al fundamento del choteo, que no es otra cosa que la ambigua expresión de verdades disfrazadas de hilarante intrascendencia.
La guerra de siempre
Este enclave geográfico no solo es paradigma vestigial de la evolución agroindustrial, la arquitectura, fiestas y tradiciones cubanas, sino también de las relaciones ambientales ocurridas durante la arremetida occidental en el Nuevo Mundo.
La ciudad, erigida del barro que la rodea y techada con la otrora selva de las montañas cercanas, ganó espacio económico deforestando el Valle de los Ingenios para el cultivo cañero y la cría de ganado, actividades que subsisten, además de la siembra de café y tabaco.
Sus actuales potencialidades económicas se han visto penosamente ceñidas al turismo, otro capricho monoproductivo de la política económica cubana nacido a mediados de los años 90. Sin embargo, por debajo de este perfil oficial, aún medran otros modos de economía tradicional.
Como antaño, todavía los pobladores locales se valen de un sustancioso ecosistema con grandes capacidades de regeneración, en buena medida por lo discreto de esos otros sectores productivos y lo reducido de su espectro demográfico.
"Esta Isla aguanta lo que le pongan"
Esta Isla es buenísima, aguanta lo que le pongan: ganadería, caña de azúcar, esclavismo, capitalismo, y eso que llaman socialismo. La han puteado todo lo que han querido y aquí sigue, retoñando al menor atisbo de lluvia.
De aquí salieron las caobas del Escorial, y la esencia de sus otras maderas enlazó los enclaves de la corona española a través de sus flotas de galeones. Dos mundos chocaron aquí, y aquí siguen en conflicto.
Con frecuencia recordaba un libro de Norberto Fuentes, “Condenados de Condado” —Condado es un batey del Valle de los Ingenios— que narra los violentos episodios de dos facciones contrapuestas, tratando de imponerse políticamente en estas mismas locaciones que resisten como pueden las inclemencias del hombre, más allá de sus credos y diferencias.
En los años 60, Trinidad y El Escambray, como erróneamente es llamado al Macizo de Guamuhaya, fueron escenarios de una guerra civil, la “Lucha contra bandidos”, también conocida como “Limpia del Escambray”. Los “bandidos” eran opositores al régimen recién instaurado, que, craso error, apelaron a la misma estrategia guerrillera empleada por sus adversarios para hacerse con el poder hacía muy poco tiempo.
Por su intrincado acceso para la guerra regular, cada uno en su momento, ambos se fueron a las montañas para camuflar y facilitar sus operaciones armadas, una argucia que ya la naturaleza insular había experimentado siglos atrás ante la presencia europea.
Trinidad, aguantando el palo como hace medio milenio...
En buena medida, a pesar de su llana geografía, la diversidad biológica en Cuba ha sobrevivido gracias a sus escasos grupos montañosos, manglares y suelos improductivos. Por pequeño que sea el archipiélago, hay rincones a donde no ha podido llegar la ambición de los hombres.
De momento aquí está Trinidad, su fértil valle y sus lomas, aguantando el palo como hace medio milenio.A la salida de la ciudad hacia el valle, parado en el mirador de la Loma del Puerto, donde existe un merendero de carretera para turistas, las visuales son impresionantes.
Es una elevación desde donde una terraza de hormigón se adelanta en voladizo hacia el vacío, despejando la mirada de vegetación u otros obstáculos. Cualquiera podría estar acodado en aquella baranda por horas. Solo al mirar perpendicularmente hacia abajo, se descubría el vertedero de desechos plásticos, envoltorios y cartones que había comenzado a proliferar allí...
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