La suerte de los héroes, tanto como la de su memoria, suele ser azarosa y tremebunda. En la base del Pan de Guajaibón había dos muchachos cuidando las ruinas de la unidad militar que sirvió de apoyo a otra, en la cima de la montaña. A pesar de estar desactivadas, la tradición de velar por aquellos escombros se mantenía. Hablamos un poco del sendero para subir la cuesta, pero se mostraban visiblemente escépticos con nuestra presencia. Finalmente destrabaron su desazón, contando que hacía unas semanas otro grupo de pepillos de La Habana había subido, llevando consigo una abundante cosecha de hongos colectados en las bostas de las vacas.
A dos días de marcharse los eufóricos visitantes, una pareja de relevos de la unidad subió arriba para verificar un inusual desprendimiento rocoso que selló la vida de una puerca, haciéndola inútil para cualquier propósito gastronómico. Al llegar al extremo, descubrieron con asombro un conspicuo faltante escultórico, inaugurado años atrás con todos los honores civiles y militares requeridos. En su “viaje”, los pepillos habían arrojado al vacío un enorme busto de Antonio Maceo, dando accidental cuenta del animal que abajo forrajeaba.
Tener mapas a mano ha sido una de mis grandes adicciones. Si ello fuera suficiente, estaríamos ahora mismo, sin más, hablando de escalas, latitudes y longitudes. Pero lo envolvente de ese vicio es la propensión a transgredir el soporte bidimensional, proyectándome mentalmente a allí, a donde mi dedo se desplaza con aparente capricho.
A mitad de los años ´80, estudiando en el preuniversitario, el Pan de Guajaibón fue de esos recurrentes trayectos imaginarios. El dedo demoró quince años hasta convertirse en pie, en agosto del ´99. Dos o tres amigos, recién egresados de la Academia de Bellas Artes de San Alejandro, comenzamos a fraguar con relativo rigor el ascenso al Pan, situado a unos 95 km al Oeste de La Habana, en la provincia de Pinar del Río. Cualquier decantación de los expedicionarios me dejaría, como tantas otras veces, solo en el empeño.
Uno de los colegas no resistió siquiera el programa teórico, pero todavía quedaba mi amigo Víctor García, alias Leiko, soportando tenazmente la estructura logística de la aventura. En lo adelante, las restantes candidaturas entraban y salían con la misma promiscuidad que se usa un urinario público. Todo resultó tan díscolo, que todavía una semana antes del viaje había renunciado una pareja. Comentaban los presumibles logros de la expedición con tal vehemencia, que ya parecían de vuelta, aun sin saber en qué gaveta guardaban sus mochilas. En su lugar se incorporó otra pareja, mientras cruzábamos los dedos ante cualquier indicio de vacilación o deserción.
Con los pasajes en los bolsillos, la novia de Leiko, que días antes había pretextado compromisos familiares durante la fecha del viaje, rápidamente se reinsertó en el team, al tomar nota de la presencia de Sussette, una adolescente muy bien formada (académicamente, quiero decir), que se unía al grupo sin arrastre de pareja. La sospecha de una fortuita congruencia en el balance de género, provocó que a última hora Leiko hiciera aparecer para ella un boleto de debajo de la tierra.
Finalmente, el grupo quedó ensamblado así: Leiko, estudiante de Historia y artista visual; Liset, su novia recién graduada de Cibernética; Rafael Grillo, escritor, editor y periodista; su pareja, Irasema Prada, Licenciada en Arquitectura; Madeleín Ortega, mi cónyuge, escultora y restauradora en metales; Sussette, recién egresada de San Alejandro y colega de Madeleín; y yo, alguien que nunca sabe con certeza en lo que se mete. A modo de aclaración histórica, cabe señalar que el vínculo sentimental de nuestras respectivas relaciones de pareja, hace veintidós años, ha cambiado tanto como el mapa político europeo desde Roma hasta la fecha. Por suerte todos mantenemos nuestra amistad.
EL VIAJE
Mal que bien, en aquel entonces los enlaces por carretera todavía eran efectivos. Para llegar a Pinar del Río existían tres vías. En nuestro estudio cartográfico escogimos la Carretera Norte, por ser la de mayor cercanía con el objetivo. Hasta Bahía Honda, desde donde ya se divisaba el Pan, todo marchó a pedir de boca. De ahí en adelante fue un calvario. La carretera estaba en tan malas condiciones, que no se podía precisar cuando la guagua iba sobre los restos maltrechos del pavimento, y cuando sobre algún campo de cultivo aledaño, opción de accesibilidad muy frecuente durante ese tramo. Prácticamente nos tomó el mismo tiempo desde La Habana hasta Bahía Honda que desde ahí hasta Las Cadenas, el sitio donde debíamos desembarcar, aproximadamente una quinta parte del viaje.
Ver partir la guagua en su tortuoso trayecto, dejándonos a medio camino de la nada, fue un poco perturbador. Estábamos aturdidos por los contoneos del vehículo durante la última hora. Estiramos las piernas, ultimamos una botella de ron casero que rindió todo el viaje, y nos adentramos rumbo al Pan por un terraplén irregular que debió servir de cimiento para una carretera que nunca se pavimentó.
A menos de un kilómetro apareció el “monumonstruo” al que hacían referencia otros viajeros durante mis extensas pesquisas. Era un bulto antropomorfo del peor ferrocemento que se pueda imaginar. Buscamos en vano la firma de autor de aquel Gilgamesh, que resultó ser Antonio Maceo, según reveló una tarja que hizo las veces de Piedra Rosetta. Perdimos mucho tiempo buscando algún rastro de su creador. En aquel momento, comenzando la marcha sin grandes presiones, resultaba imperioso averiguar este particular para, de algún modo, dar al artista nuestro más sentido pésame por su nefasta percepción de la tridimensionalidad.
“Aquello”, a contrapelo de su propósito, intentaba guardar memoria del tránsito de una Columna Juvenil del Trabajo, que pasó por allí en los años ´60, para conmemorar la ruta invasora del General Antonio. Desde que comenzamos a andar, poco después del mediodía, avanzamos de Norte a Sur bordeando las laderas del Altiplano de Cajálbana, hacia el Oeste, una formación de roca serpentinita con muchos pinares, en contraposición con los bosques semicaducifolios que crecían en los suelos de origen calcáreo, hacia el Este. Adelantamos unos seis kilómetros hasta que nos sorprendió la noche. Cocinamos viandas para irnos librando de lo más pesado en las mochilas. La hoguera duró mucho por la leña maciza que encontramos, mientras extendimos mantas para conversar un poco antes de dormir. Nadie llevaba tiendas de campaña, de modo que, entresueños, seguimos toda la trayectoria de la luna llena, escandalosamente brillante.
Comenzaba a aclarar cuando sentimos las pisadas de reses guiadas por un ganadero. Charlamos con el ganadero sobre nuestra orientación, indicándonos seguir por el terraplén, pues el atajo que existía podía extraviarnos. Más cercano e imponente, recortado contra el alba, la silueta sombría del Pan recordaba un mamut petrificado. Se llama Pan a toda formación orográfica en extremo escarpada. Por su celebridad tipológica y paisajística, el Pan de Azúcar de Río de Janeiro es un referente universal, aunque Guajaibón es prácticamente el doble de alto, alcanzando los 700 metros sobre el nivel del mar, lo que lo convierte en la mayor elevación del occidente cubano. Desayunamos con bastante calma y, al despuntar el primer rayo de sol, echamos a caminar. Durante el día atravesamos numerosos y cristalinos afluentes del rio San Marcos, en los cuales mojamos nuestros sudados traseros, pues no eran muy profundos, a excepción de la poza del perro, una deslumbrante piscina natural que reflejaba las tonalidades azules de la roca. El recorrido que hacíamos aparecía en el mapa, desactualizado, como una carretera de segundo orden, en tanto otra, donde terminaba el terraplén, era una formidable y recién estrenada carretera de montaña, que unía a Santa Cruz con La Palma, y que no figuraba trazada en nuestra carta guía.
LA ABDUCIÓN DE LEIKO
De camino a la comunidad de San Juan de Sagua, atravesada por el río San Marcos, constatamos que las aves de corral, chivos y algunos puercos, eran los usuarios habituales de la nueva carretera. Leiko y Liset se nos retrasaron. Llegando a la entrada del vecindario debimos esperarlos unos diez minutos, y aprovechamos para hacer algunas averiguaciones. Numerosos caminos conducían desde donde estábamos hasta uno principal, a un kilómetro de la abrupta base de la montaña. Al unírsenos, estaba a punto de darles las nuevas coordenadas, cuando se anticiparon con la noticia de su regreso a La Habana. Quedamos muy contrariados, pero disimulamos hermosamente la súbita caída de ánimo. El asunto es que la efeméride familiar, por la que Liset no debió ir al viaje, se mantenía y sería al día siguiente. Ella supuso que las apenas veinticuatro horas que llevábamos de comienzo bastarían para desembarcar, subir y bajar el Pan. Sin más palabras, abrazamos y despedimos a nuestros amigos. Faltaban siete kilómetros de camino antes que la noche nos cegara el paso.
Como un insecto contemplaría a un elefante, una vez al pie del gigante calizo solo podíamos verle las patas. El resto se perdía en la altura, entre la bruma y la espesura de la tupida vegetación. No seguimos hasta donde nos indicaron que estaba la unidad militar, sino que acampamos muy cerca de un arroyo que brotaba subterráneamente del Pan, por temor a no encontrar otra fuente de agua. Oscurecía. Allanamos el terreno con el machete y escogimos un sitio para encender la hoguera, mientras las muchachas tomaban un baño en el arroyo para cambiarse de ropa.
Un grito escalofriante a tres voces nos paralizó. Irasema voceaba: “Rafa, Rafa, corre…”. Como en el más espectacular cine de acción le lancé el machete a Rafael, que lo atrapó con la destreza mil veces ensayada de Errol Flynn en una película de piratas. Subí por la pendiente que me colocaba en desventaja, y salimos velozmente en dirección a la manigua por donde corría el riachuelo. Al acercarnos, la estampida de una piara de puercos casi nos tira al suelo. Las mujeres reían nerviosamente al descubrir que se trataba de un inusual caso de voyerismo porcino. Cocinamos espaguetis y lo aderezamos con carnes y vegetales enlatados. Esa noche volvimos a repetir las historias que cuentan los humanos frente al fuego, ese celoso confesor que consume las palabras y los desvelos de nuestra especie desde tiempos inmemoriales.
AL PAN, PAN, Y AL VINO, VINO
Al llegar a los restos de la unidad militar parecía que llevábamos una semana caminando. Teníamos unas ojeras espantosas, Las rígidas botas de Rafa le habían hecho unas ampollas terribles, y Madeleín e Irasema se daban por satisfechas con lo andado. La moral de los expedicionarios estaba en su punto más rastrero. Solo Sussette mostraba la ansiedad de un pájaro enjaulado. Con el tiempo, la unidad se había convertido en un cortijo para atender algunos cultivos y cuidar animales, a la vez que los reclutas cuidaban de las dos o tres paredes que quedaban en pie. Al familiarizarnos con ellos, nos contaron historias inverosímiles de la tradición local y militar. Con sus indicaciones, Sussette y yo nos pusimos en marcha. “Eso es una autopista por ahí pa´rriba. No hay pérdida”. Dijeron. Hay que andarse con mucho cuidado con las expresiones de los naturales en cada lugar, y aprender a despertar los sentidos de navegación individual, o siempre se corre el riesgo de seguir pistas que solo existen en nuestra más pura interpretación. Llevábamos más de una hora intentando dar con la “autopista”, bordeando empinados farallones, retrocediendo, escalando y cayendo, cuando decidimos regresar para buscar más referencias. “Por el bibijagüero, recto por ahí pa´rriba”. Estábamos llenos de arañazos y verdugones, pero me puse de pie y conminé a mi amiga a seguirme. Estaba pálida y sudorosa, y se quedó con los otros, exhausta y jadeante.
Este tipo de montaña es muy escarpada en toda su verticalidad, con un promedio de 65 grados de inclinación en las laderas. Al llegar al Intermedio, a unos 400 metros de altura, donde los muchachos me dijeron que encontraría unos gigantescos tanques metálicos para almacenar combustible, estaba hecho una calamidad. Los conductos otorrino nasofaríngeos se me habían conectado y parecía que respiraba por los oídos. Me bajó la presión y un hormigueo me subió por las extremidades. Me acosté en el suelo, cogí unas cucharadas de azúcar parda, y bebí agua a pequeños sorbos. No había comido nada desde el magro desayuno. Al rato me restablecí un poco, y me asomé al balcón natural del Intermedio, intrigado por el sonido de un motor que se aproximaba. Abajo, como a 200 metros, pasó una avioneta que, desde mi posición, parecía un modelo en miniatura. Iba rumbo a Sagua, hacia el Oeste. Me tomé una foto junto a los tanques y otra con una vista al fondo, hacia la ensenada de La Mulata. Diría a todos que llegué a la cima, y me cubriría de gloria. Este era el final.
En la unidad me dejaron una nota clavada en la única puerta que quedaba anclada a una pared. Iban a casa de los reclutas, en Sagua, para adelantar la comida. Me esperaban allá. En la casa había un borracho muy simpático y elocuente que no paraba de hablar del Tristán de Bronce, en alusión al incidente del busto de Maceo. ¿Cómo no iba a sentirse triste el héroe, luego de ser lanzado en caída libre desde 700 metros de altura? Sobrevivió a 25 heridas de combate, pero no a semejante alevosía. Especulábamos que había una gran confusión en el disparate. ¿No se estaría refiriendo al héroe romántico celta, lo que convertía a María Cabrales en émula de Isolda? Imposible. Era innegable la huella dejada un siglo atrás por el guerrero en esta zona. Repetimos espaguetis y nos largamos, agradeciendo a los vecinos por la atención. Caminamos bajo la luna hasta el sitio conocido como Mameyal, a unos 8 km al sureste de Sagua. Dormimos a la vera de un puente, temerosos de que algún rebaño de reses nos pisoteara dormidos. A las 6:00 am llegó la guarandinga, un transporte de montaña que nos llevó hasta San Cristóbal, en la llanura Sur de Pinar del Río.
EPÍLOGO
Nada cobraba sentido. ¿Para qué carajos había hecho este viaje? ¿A quién demostrarle que llegué a la cima si no era a mí mismo, atribulado por una vida plana y sin relieves? ¿Moriría un día frente a una máquina de escribir o un caballete, sin saber cuál es la estoica y visceral esencia de la poesía? No había gloria ninguna. Estaba cubierto de mierda. El eco de la avioneta se alejaba. Me puse la mochila y afronté los restantes 300 metros. Arriba era un caos. La unidad militar de la cúspide era un reguero de construcciones destartaladas hechas de bloque y fibrocem, dispuestas en todos los niveles aprovechables para construir. Una empinada escalera llevaba hasta la explanada terminal, donde quedaron abandonados a su suerte unos gigantescos y viejos radares rusos, dinosaurios electrónicos de la Guerra Fría. En el montículo más alto se apreciaba el pedestal del busto defenestrado, con una tarja dirigida hacia el Norte, a donde debió vigilar insomne y ceñudo el guerrero. Una calma inmensa se apoderó de mí, ensombrecida a intervalos por las sombras fugaces de las tiñosas que planeaban sobre sus dominios. A donde quiera que mirara solo había infinito.