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Narrativa cubana | Semana de las mitologías torcidas

"Con la tranquilidad de saber que los dioses también fuman, quien sucumbe por culpa del tabaco morirá sin miedo a la eterna candela". 

Estatua y pipa.
Buda también fumó. | Imagen: Árbol Invertido

¿Quién es aquel desdichado

que nunca suelta su capa,

con ella sus tripas tapa,

y siempre muere quemado?

 

Adivinanza cubana del siglo XIX

Lunes: Los cigarros del faraón

Ninguna injusticia histórica se compara a la ignorancia de los egipcios sobre el arte del tabaco. Hubiera sido la síntesis, la suma de perfecciones para su cultura de ultratumba: nadie como ellos para torcer, embalsamar, hacer control de presión, preservar de la humedad, encerrar en sarcófagos y tener a buen recaudo cualquier colección de cosas secas. Ahora se entiende que la momificación fue solo un oficio sustituto, destinado a aliviar su frustración tabacalera. Del beneficio fumatorio al trauma mortuorio. Qué complejo es añorar algo que nunca se conoció. ¿Por qué Toth, dios de los escribas, no inventó también el procedimiento para enrollar, al menos, una insípida hoja de papiro? Los enterradores hubieran cambiado la pala por la breva, la esfinge se hubiera fracturado la pipa en lugar de la nariz, y nadie hubiera cedido un solo tabaco ante los israelitas, por mucha plaga que cayera del cielo. De haberlo descubierto a tiempo, los faraones hubieran dispuesto —como Kennedy— barcas atiborradas de oloroso habano, las pirámides serían gigantescos humidores, y el Valle de los Reyes sería hoy el Valle de Viñales.

Martes: Tríada fumatoria

Si Colón hubiera encontrado lo que esperaba encontrar —es decir, la India— entonces la mitología tabacalera hubiera sufrido un trastorno. En lugar de un vicio taíno, el mito y el rito del tabaco hubieran pertenecido a dioses de muchos brazos que, por consiguiente, tendrían que fumar otras tantas brevas con sus infinitas bocas. El origen del puro hubiera sido así: Brahma, el creador, tuerce la hoja; Visnú, el conservador, la empaqueta; y Shiva, el destructor, la prende y se la fuma. Shiva es padre de Ganesha, el hedonista con cabeza de elefante, que tuvo que robarse en algún momento un cabo del cenicero paterno. El celeste paquidermo, que remueve obstáculos y patrocina a los escritores —tabacaleros irredentos—, vendría a ser por eso el guardián de los fumadores al por mayor. Con la tranquilidad de saber que los dioses también fuman, el que sucumbe por culpa del tabaco moriría sin miedo a la eterna candela: la reencarnación aprueba y santifica el vicio.

Miércoles: Buda también fumó

En ninguno de los textos sagrados del budismo se admite que Buda fue fumador. Pero tampoco se asevera lo contrario. Quién sabe si el joven Gautama, buscando resolver su apagón contemplativo, dio con un método para enrollar la flor del loto y así juzgar mejor, en una borrachera metafísica, las causas de las cosas. Hay quien señalará que ni Buda ni los hindúes conocían esta hoja que, no por llamarse indiana, tuvo como origen la India. Pero yo pregunto —siguiendo el axioma búdico—, ¿acaso hay algo que esté fuera de la mano de Buda, o debajo o encima de ella? Su voluntad lo alcanza todo, incluso lo infumable. Y si Buda quiso tener un tabaco entre manos, ¿quiénes somos nosotros para teorizar sobre la hipótesis contraria? Por eso mismo lamento que, en toda la iconografía oriental, no se registre a un solo monje regordete, sentado bajo una higuera, en el santo oficio de quemar un puro.   

Jueves: Tabacanal

Entre los dioses occidentales, europeos y primermundistas, ninguno más tabacalero de Baco. Incluso lo avala su propio nombre, contenido o incinerado dentro del nombre de la planta. Pero Baco no fue un dios atribulado por trabalenguas etimológicos, sino anfitrión de banquetes para seducir ninfas y primer secretario de su escuadrón de sátiros, ese comité central de borrachos lujuriosos. Cuánto me hubiera gustado que, en lugar de las molestas flautas de muchos cilindros —las zampoñas—, se hubieran llenado la boca con el mismo número de puros prendidos simultáneamente, para desafiar la resistencia del pulmón. Frenesí, humo, sandunga, música, vino, tocatas y fugas de todos los colores. (La referencia musical es pura coincidencia. Todo el mundo sabe que de Baco a Bach hay mucho trecho: el mismo que hay del barroco al barranco). Aunque Rubalcava formuló, quizás mal informado, la regla de oro del fumador etílico: No se codicia a Baco, mientras reina la hoja de tabaco. Tristemente, tampoco a los griegos les fue posible quemar otra cosa que los muros de Troya (la cual, por cierto, no es la mejor marca tabacalera). Por eso —para consolar al dios jaranero por todos los habanos que no pudo fumar— cuando encuentro un buen puro siempre lo honro con el mismo diagnóstico: es un tabaco bacán. 

Hombre y pipa.
Marco Puro. | Imagen: Árbol Invertido

Viernes: Marco Puro

Todo los canales llevan a Venecia, tugurio de mercaderes y malabaristas de la palabra. Allí nació Marco Polo, viajero e inventor de historias que cualquier lector sensato habría acusado de ítalo calvinistas. Nadie como él para resumir los vericuetos de la política del Asia medieval, mucho menos fantástica que la nuestra —entonces no había chinos maoístas, soviéticos acomplejados, coreanos hormonales ni japoneses subatómicos—: solo Kublai Kahn, tan desinformado sobre su reino que habría horrorizado a cualquier ministro del interior. Nunca se definió quién fue el culpable —si él o Rustichelo, su copista— de sus absurdos librescos: la corte kanina junto al pájaro Roc; los dominios del Preste Juan y el itinerario de un navegante; la cosmografía de lo asombroso contada en una cafetería de Bagdad. Su colección de alucinaciones solo es explicable si admitimos, de una vez y por todas, que el veneciano llegó al Nuevo Mundo antes que el genovés. Allí vio, fumó y volvió. Y tras haberse pervertido con el humo indiano —que mantuvo en prudente secreto— escribió, en lugar de un libro de relatos, uno de relajos. Pero Marco Polo era buena gente, que es lo que distingue al mercader del mercenario. Por eso le perdonamos haber ocultado el habano de las malas lenguas hasta que su paisano dio, como dicen los criollos, la vuelta del bobo, en busca de un tabaco que jamás probó.

Sábado: Puritanismos de Colón

A Cristóbal Colón, que era un supersticioso confeso, no le dio buena espina que el tabaco se descubriera en el Trópico de Cáncer. De haberse encontrado más al sur, bajo el auspicio de la cabra anfibia, la geografía no hubiera anticipado lo que parece una verdad de fe, más o menos aplicable a cualquier fumador reincidente: quien aspira, expira. Quizás por eso, como registran los cronistas, el Almirante no tuvo el mérito de encontrar la hoja milagrosa. Le regaló a la historia un Nuevo Mundo, pero no un nuevo vicio. (El crédito les pertenece, como se sabe, a Rodrigo de Jerez y al judío Luis de Torres, que casi se convierten en tabacos por el mechero siempre ardoroso de la Inquisición). Cuando le ofrecieron la primera breva de la paz, Colón tuvo el mal gesto de rechazarla. Y luego plagió, para endulzar el rebote, lo que tantas veces le oímos cantar a Frank Sinatra: I wonʼt smoke, donʼt ask me. Esta negativa rotunda y casi luterana originó el primer refrán para burlarse de las mojigaterías de quien no fuma: Nunca le pases un fósforo a Cristóforo.  

Domingo: Filosofía espuria

En caso de haberse descubierto el tabaco mucho antes, ningún filósofo se hubiera muerto sin ser feliz. Sócrates hubiera exigido a sus discípulos un puro antes de catar la cicuta. Platón habría puesto a los tabaqueros a regir la república. Aristóteles hubiera escrito De puritate, el tratado sobre el placer que nadie quiere atribuirle. Diógenes habría renunciado a su cinismo perruno para llenar su barril de picadura. San Agustín hubiera confesado cómo gastó su primer y lúbrico tabaco, por pura maldad juvenil. Y el robusto Santo Tomás hubiera definido las siete partes de la breva, masticando un cabo al lezámico modo. Occam preferiría su navaja, en lugar de la canónica guillotina, para afeitarle la cabeza al habano. Descartes, amargado por la falta de hierba, hubiera compuesto un Disgusto del método, modificando su máxima: si no fumo no existo. Kant habría humeado puntualmente, en la taberna de los cerveceros, antes de consignar su razonable crítica del puro. Hegel fumaría del único modo en que le era posible, sistemáticamente. Y Marx, que entendía el tabaco como salario proletario, se hubiera quemado la barba al fumarse los derechos de autor de El Capital. Todo el tabaco del mundo no hubiera aliviado a Kierkegaard, ni entusiasmado al sombrío Heidegger. Y Freud, que sí lo conoció, hubiera interpretado mal su configuración cilíndrica. Todo esto existe en el campo de la hipótesis o del absurdo. Pero dudo mucho que la anestesia de algún puro le hubiera reembolsado a Pedro Abelardo —simplificado donde a un hombre más le duele— lo que el viento le llevó.

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Xavier Carbonell

Xavier Carbonell

(Camajuaní, Cuba, 1995). Escritor, periodista y editor. Ha realizado estudios de filología, comunicación y filosofía en distintas universidades. Trabajó como investigador y profesor en la Biblioteca Diocesana "Manuel García Garófalo". Es editor de la revista Árbol Invertido y corresponsal de SIGNIS, la Asociación Católica Mundial para la Comunicación. Recibió el Premio "Paco Rabal" de Periodismo Cultural por su crónica "Mi canon sentimental del cine cubano", y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara por su novela El libro de mis muertos. Con El fin del juego obtuvo el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Gastrónomo por vocación, aunque no por oficio, y furibundo fumador de puros. Espera el apocalipsis en muy buena compañía y sobrevive tras las trincheras de su biblioteca. 

 

Comentarios:


Amilkar Feria … (no verificado) | Mar, 15/03/2022 - 19:38

¡Delirante, Xavier!!

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