La primera vez que vi a Jorge Rodríguez fue a finales del siglo pasado, en la redacción de La Isla Infinita, publicación por la que hice un fugaz tránsito como ilustrador. Tuvimos algunos intercambios someros y me pareció un tipo chévere. Se había graduado de Diseño Gráfico en el Instituto Superior de Diseño Industrial (ISDI) en 1995. Durante el tránsito secular, su proximidad con el mundo editorial lo llevó a diseñar sitios webs para Cubaliteraria, así como catálogos de arte.
Ya entrado el siglo fue profesor en el ISDI por dos años, trabajó en la editorial Arte Cubano, diseñó la visualidad de la Décima Bienal de La Habana y de ICOGRADA. Su espíritu free lance no parece tener respiro, aun cuando en Cuba es indispensable tener anclajes en clientes institucionales, a falta de otra cosa. Eso lo hace un tipo sociable y versátil, o a la inversa, merecedor de no pocos reconocimientos. Luego de ocuparse de la revista Arte Sur, la web del Centro de Arte Contemporáneo “Wifredo Lam” y la revista Arte por Excelencias, se echó encima varios premios de cartel (por dos veces consecutivas ganó el premio al Mejor Cartel Cultural del Año, otorgado por el Club de Amigos del Cartel).
En 2010 realizó su primera exposición personal, hábito que arrastró año tras año hasta el 2017, al tiempo que organizaba muestras en el extranjero, entre colectivas y personales. Paralelamente a la creación plástica diseñó la revista OnCuba, y trabajó para el Fondo Cubano de Bienes Culturales y varias de sus galerías. La naturaleza de su desempeño lo ha impulsado a cubrir no pocos compromisos internacionales, aunque dejar Cuba, como si fuera definitivo, implique un trastorno, y regresar, otro. Dice que en los últimos dos años no ha hecho mucho, excepto una exposición personal sobre Donald Trump y otra que prepara para New York. Es insaciable este muchacho. Aquel sujeto chévere de hace más de veinte años, es hoy uno de esos amigos que la vida te va dejando, con los que se puede hablar seriamente, y siempre de buen ánimo.
No sé si te sucedió parecido, pero para mí la naturaleza no fue simplemente un canal primario para discurrir hacia el arte, sino una catapulta irracional de la que cobras conciencia pasados los años. Como tú, recuerdo “El hombre y la Tierra”, no la socorrida bebida popular del Período Especial, sino el programa televisivo del naturalista Félix Rodríguez de la Fuente. Era como esos silbatos infra sónicos que le suenan a los perros. En cuanto escuchaba el tema de presentación, soltaba lo que estuviera haciendo para sentarme frente al televisor. ¿Te sigue acompañando la naturaleza como imponderable para tus procesos de creación?
Mi relación con la naturaleza es más intelectual que práctica. La naturaleza real pica, araña y te enfanga. He visitado zoológicos en varias ciudades del mundo y, sin embargo, jamás me interesó esa otra vertiente del senderismo, excursiones o campamentos en el medio de la nada. Me deleito alguna que otra vez, cuando demoro en conciliar el sueño, por ejemplo, en imaginar cómo habría sido nuestro planeta unos 200 o 300 años atrás. Incontaminado, cruzado de un lado a otro por aquellas inmensas manadas de herbívoros. Veo también muchos documentales sobre la vida silvestre y guardo revistas digitales sobre el mundo animal, bird watching, jardinería y cosas por el estilo. La National Geographic, entre todas, me parece una revista muy bella. En la vida real, sin embargo, me paso el día sentado delante de la computadora, trabajando, leyendo, a menudo entretenido con las historias y las fotos de los aventureros que se desenvuelven perfectamente en exteriores.
No sé si habrás escuchado que existe una especie de cigarra periódica, que se encuentra exclusivamente en el noroeste de Estados Unidos, y que solo aparece una vez cada 17 años. Aquí le llaman Cicada. Sus ninfas viven bajo tierra, chupando la savia de las raíces hasta que sienten que es hora de subir al exterior, entre mayo y junio, dependiendo de la temperatura. Al emerger, los machos comienzan a cantar mientras las hembras permanecen silenciosas. Después de los diez días las hembras empiezan a aparearse y a depositar sus huevos en las ramas de árboles y arbustos leñosos. Cada una pone entre 400 y 600 huevos. Después mueren todos, hembras y machos. En su mejor momento son miles y miles de millones y se consideran una de las maravillas del mundo natural. Imagínate que estaba yo en Cincinnati, en el lugar y el momento preciso. Es mi experiencia más reciente con la naturaleza real, un evento extraordinario. Algo así como los carnavales para los pájaros. Como las cigarras son muy torpes, se atiborran de ellas. Su llamada al apareamiento produce un ruido espantoso. Como un avión que enciende sus motores. La comida no les interesa, creo que ni boca tienen. Y un buen día no quedó una sola. Me da mucha gracia porque, si te fijas, nosotros hacíamos lo mismo. Todos los sábados, cuando teníamos veinte años, nos echábamos un poco de Fiesta, sacábamos los trapos más llamativos y armábamos el mismo ruido para intentar aparearnos. Evento tan periódico como las cigarras.
Y la naturaleza sigue su curso, tan tranquila. Nos preocupamos tontamente por ella, que ha superado cataclismos mucho más grandes que nuestra estupidez: extinciones masivas, glaciaciones. ¿Sabes que en algún momento en la historia terrestre llovió ininterrumpidamente por dos millones de años? Nosotros llamándole “diluvio universal” a una lloviznita de cuarenta días. Es muy gracioso. Las cigarras volverán en el 2038. Tú y yo desapareceremos como todos los demás y nadie nos va a extrañar. No, la naturaleza no me acompaña en mi proceso creativo. Más bien trabajo todos los días sobre una esfera colosal que rota alrededor del sol a 107 280 kilómetros por hora.
Veo que eres un renacentista que tiene como pivote al Diseño Gráfico. Me comentabas de ese síndrome de la brújula loca, que también padezco, como un apetito de conocimiento virtualmente disperso. ¿Cómo fue a dar toda esa sarta de inquietudes al vértice del Diseño?
De manera casual. Solo tenía claro que no quería dedicarme a nada donde las matemáticas u otras ciencias exactas tuvieran algún peso. Me da pena decirlo, pero odio las matemáticas. Y sí me interesaba una actividad donde el dibujo se diera por sentado. La siguiente anécdota es graciosa y la he contado demasiadas veces. Te puedo decir que el diseño estaba en mi camino: Eduardo, el diseñador gráfico de Un bolero para Eduardo [telenovela cubana escrita por Abraham Rodríguez y dirigida por Maité Vera, que salió al aire en 1986] me dio la luz. Tenía unos espejuelitos muy graciosos, se la pasaba derritiendo mojitos en el Habana Libre, tenía un VW clásico y estaba con Susana Pérez cuando era como una golosina patrimonial. ¿Qué más le podías pedir a la vida? ¡Y nada de matemáticas!
El diseño tiene algo bueno si eres un creador independiente, y es que te llegarán encargos de todas clases, por lo que siempre aprendes. Si haces, por ejemplo, un anuario sobre Trinidad, aprenderás mucho sobre la ciudad. Esto a su vez te conducirá a nuevos saberes, y así se encadena y sistematiza el conocimiento. Uno de mis primeros maestros o mentores fue el diseñador Carlos Rubido. Si no recuerdo mal, era el Jefe de Diseño de la editorial Arte y Literatura, cuando estaba en la calle Obispo. Me solía decir que un diseñador debía tener un océano de cultura. Pero de poca profundidad, porque necesitaba tener una mínima idea de casi todo para no meter la pata. Si diseñas libros, pues algo debes saber del autor, del tema, del propio libro. Y así con todo. Implica observación y evaluación constante. El diseño fue y es una gran oportunidad de aprender algo nuevo todos los días. Todo lo aprendido, absolutamente todo, terminará siendo decisivo en la mera elección de una tipografía para un proyecto específico.
¿Cuáles son los márgenes mentales que operan en ti a la hora de deslindar la actividad plástica de la del diseño? ¿O es que te quitas de arriba esos cuestionamientos bajo el precepto general de Artes Visuales?
En el diseño las fronteras las define el sentido común, el carácter del proyecto, el cliente, el jefe del cliente, el ministerio que los ampara... Hay un espacio limitado en el cual te puedes mover con cierta libertad. Como a todo diseñador, me ha tocado alguna vez ese tipo de cliente que “sabe lo que quiere”. Que tiene una idea clara de la estructura del cosmos. Y cuando le presentas en una pantalla lo que te aseguró que quería, se da cuenta de que no, que no era eso lo que tenía en mente. En ese momento está claro que se ha formado en tu oficina una depresión tropical con grandes probabilidades de convertirse en huracán en dos o tres horas. Empieza la batalla por adivinar qué es lo que quiere exactamente. Te pongo un ejemplo: un logotipo. Imagina que tu cliente tiene en su cabeza un color entre dorado, plateado y cobrizo, que sea sobrio, pero que destelle. Que refleje la luz pero emita la propia; que sea informal pero serio; rotundo pero flexible. Y asegura que eso es lo que es, que tú estás ahí para hacerlo. Bueno, empiezo por decirle que no aprobé las pruebas de ingreso para Hogwarts. No tengo talento para la magia. Y se vienen largas sesiones para demostrarle que con un huevo puedes hacer revoltillo, tortilla, huevo frito o huevo duro. No sopa, ensalada, plato fuerte, postre y una bebida. A pesar de que un huevo puede intervenir en casi todo, no todo se puede conseguir con un huevo. Necesitas elegir. Y a remar a otro meandro. Esto es una de las tragedias de la vida del diseñador, porque el cliente siempre tiene la razón y paga por tenerla. Hay logos que he diseñado, que escondo escrupulosamente porque solo he sido el instrumento maniatado de una persona con ideas claras.
El arte es más libre. Aunque no tanto. Ahí dependes del mercado, de lo que sabes que tendrá algún interés para las galerías. Vas desarrollando una carrera siguiendo el sonido de las trompetas del éxito. O también se puede ser un artista a prueba de todo, que avanza con su discurso por una vida de carencias, reconocido por unos pocos socios. Es el modelo de artista que el neófito tiene en la cabeza. En la vida real, al menos en Cuba, el artista ha vivido opulentamente en comparación con otras profesiones, con muchos privilegios. Para ello hay que entrar por los aros. Seguir las reglas. Hacer sonar campanitas, ser un mago de las relaciones públicas, insertarte en una tribu determinada, cosa, por ejemplo, que nunca pude. Mi tribu estaba extinta cuando asomé la cabeza. Generacionalmente al menos, culturalmente también. Y eso no ayudó mucho. Solo me orientó hacia nichos menos comprometidos con el glamour, los “tin tin” de las copas y los murmullos ininteligibles de fondo. Mundo que rocé tangencialmente para seguir una órbita propia.
El humor es un recurso recurrente en tu obra. No hablo de carcajadas fáciles, o de un show, me refiero a un tufillo de sarcasmo e ironía, a un cuestionamiento muy serio, que, de tan serio, termina por ser un divertimento, una reflexión despojada de innecesarios tintes dramáticos. ¿Cómo sucede eso en tu obra a nivel orgánico, procesual?
Sin el humor apenas existo. La vida me parece sosa sin él. Cuando niño me retorcía de la risa con los libros de Mark Twain. Luego llegaron otros escritores más oscuros como Anatole France, Chesterton, Gerald Durrel, Tom Sharpe, Jaroslav Hasek. Otro escritor checo que me gustó muchísimo en mi adolescencia fue Karel Capek —quien, por cierto, es el creador del término robot— con sus Apócrifos y su inigualable Fábrica de lo absoluto. Como era un escritor del CAME [Consejo de Ayuda Mutua Económica], lo teníamos garantizado. De otra manera jamás me hubiera empatado con él. Y llegamos a mi libro fetiche que es Decadencia y caída de casi todo el mundo, de Will Cuppy. Lo he releído más de veinte veces mínimo. Uno moldea su personalidad tomando elementos del ambiente, de su medio, de los que te rodean. Imagínate que el ambiente más estable de mi vida fueron los libros. Y quizás por ello mi personalidad sea algo inverosímil, quizás me conduzca, hable o me proyecte como un personaje literario.
Sin duda, todos esos escritores hablan desde mi interior. Cuando uno se la pasa creando asociaciones graciosas terminas por ser más o menos gracioso. Y yo disfruto mucho el humor delicado. Odio visceralmente los chistecitos baratos de cabaret. Recuerdo que en los cines de los ochenta, un personaje de una película cubana decía una mala palabra y el cine estallaba de risa… increíble. Y nosotros hemos tenido muy buenos humoristas. Muy buenos. Muchos están vencidos y son irrecuperables. Pero clásicos, como La muerte de un burócrata, harán reír para siempre, a menos que se instaure la dictadura del reguetón, y el humor de filigrana se vaya a las cavernas con las cigarras.
En mis carteles encontrarás siempre algo de humor. Siempre. Y muy a menudo relativo a lo político o a lo social. Ahí está, más o menos visible según las habilidades de lectura de cada cual. Está en mis textos, en mi diseño, en mi vida diaria, en la manera en que veo el mundo o a mí mismo. Que no es fácil también, lo sé. Pero uno es como es, y retorcerse para caerle bien al mundo es una villanía.
Supuse, aunque no me gusta andar por ahí de supositorio, que debiste haber impartido docencia. ¿Cómo te fue con esa experiencia?
Fue impresionante. Algo que haría de nuevo. Años preciosos. Me gusta compartir lo que he aprendido. Explicar el mundo, mi mundo al menos, a través de símiles y metáforas. Una vocación natural. Pero también están el humor antes citado y mi intolerancia con la estupidez. Claro que no sobreviviría mucho tiempo en una institución que, como casi todas, se toma demasiado en serio a sí misma. Salí de allí como bola por tronera por hacerme el gracioso. Una historia que conocen muy pocas personas, pero que me convirtió en persona non grata a los ojos de la monarquía. Ha pasado a casi todos los que demostraron la mínima singularidad. Tengo la esperanza de volver a la docencia cuando la enseñanza sea plural, existan academias privadas, o en otro país. Resumir esos años en los buenos amigos que quedaron, en las vivencias extracurriculares y en constatar cómo mi manera de ver e interpretar la existencia, y desde ella el diseño, fue asumida por algunos con lo bueno y lo malo que tal cosa pueda significar.
Háblame un poco de tu columna en OnCuba, ¿llegaste ahí por la guara que tenías como diseñador? ¿Qué conexiones hay entre tu oficio, tu labor docente, o como divulgador, para congeniar esas lecciones sobre diseño y gráfica, sin ser petulante o engarrotadamente didáctico?
Pues mi columna en OnCuba pudiera tener algo que ver con la guara que quizás todavía conserve en la empresa. Pero es un hecho que hacía más de un año que venía publicándola en mi muro de Facebook bajo el nombre de “Crónicas de la Desgráfica”. Prefiero creer que Tahimí Arboleya las encontró interesantes y me ofreció un espacio en su sección de columnas. Elvia Rosa Castro, por ejemplo, me propuso mucho antes sacarlas en su blog, pero la verdad es que me sentí un poco intimidado por el nivel de los lectores que imagino tiene ese espacio. Cuando meses más tarde tuve un poco de claridad sobre lo que estaba haciendo, me sentí más seguro y en eso llegó la propuesta de OnCuba. Así que la acepté con mucho gusto. Tuve algunas dudas iniciales si podría conservar el estilo un tanto vandálico, pero todo fluyó naturalmente. Escribir para un medio, o sea, tener un espacio fijo en una publicación, era uno de los últimos sueños por cumplir. Queda un libro de cuentos y una pequeña novela.
La columna se ocupa en principio de resultados cuestionables en procesos de diseño y su implementación práctica. Tomo el material de la calle, es experiencia directa. Es algo que hice toda la vida y que un buen día decidí compartir con mis amigos. La asumo como una extensión medio rocambolesca de mi vocación docente. En ella confluyen intereses profesionales, una intención lúdica, mi obsesión por la historia, la cultura y el humanismo. Y me permito la ironía, el sarcasmo y hasta la crueldad. Creo que le dan un punto de sazón al texto. Y también porque no le debo pomaditas ni analgésicos a casi nadie.
Al final notas que no se trata tanto de crítica pura. Más bien explora intersecciones socioculturales, conexiones imprevistas. Recrea historias a partir de marcas, logos o carteles. También deja statements políticos, sin duda. Después de dos años, casi todos los que las siguen comienzan a reír con el primer párrafo. Saben por dónde van los tiros. Así nos relajamos y dejamos de tomarnos tan en serio. Disfrutar, además de nuestra insignificancia, de nuestra mínima y efímera huella en la historia. Otros dicen que no les gusta, que no saben qué hace esa columna en OnCuba. Yo contento de ser malentendido, ignorado o denigrado. Es delicioso.
Ahora viene la sustancia. ¿Cuál de esos aliviaderos creativos te condujo hasta el arte culinario?
Mira, yo crecí en un hogar con dos virtuosos de la cocina. Teníamos un chef, mi padrino —un profesional real—, y mi tía abuela Marina Diez, que era un prodigio natural. Cuando salí al mundo exterior y me ofrecieron mi primera bandeja de aluminio, no entendí que “aquello” era para comer. Y le pregunté a la seño qué cosa era eso. Puré de chícharos, arroz glutinoso y un huevo hervido por dos horas. El puré era un engrudo insípido que podías pasear por la bandeja sin dejar una sola huella. El huevo, una réplica a escala de la estructura geológica del planeta. Necesitaba acero japonés para darle un corte porque cada vez que un pionero pretendía dividirlo con su cuchara saltaba y caía en otra bandeja.
A partir del Período Especial nuestra vida se convirtió en lo que ya sabemos. Casualmente en esos años murieron mis dos abuelas y mi padrino. Comer se convirtió en una desesperada y desagradable urgencia. Y llegó el momento de decidir si debía seguir comiendo así o hacer algo al respecto. Empecé por unos frijoles negros que me quedaron horribles. Persistimos, fuimos humildes y preguntamos. En dos años ya tenía alguna idea remota de lo que era cocinar. Y no, no era convertir alimentos crudos en cocidos. Desde entonces no paré de cocinar, ni de estudiar. Llegué a graduarme incluso de cocinero y tengo el carné de profesional. Cuando empecé a ganar algún dinero busqué mejores ingredientes, llegué a contratar chefs para que me enseñaran en mi propia cocina. Todo lo que permitiera sistematizar conocimientos, estructurar métodos, entender la arquitectura mental del acto de cocinar. Y lo que aprendí en treinta años se resume en que es casi imposible que una persona sin experiencia consiga un buen plato siguiendo mecánicamente una receta. Porque pasan de los fundamentos esenciales. Cosas que se aprenden solo con la práctica, prestando atención, evitando la filosofía del “salir del paso”, y jamás en los libros de recetas (útiles más tarde, por supuesto). Algo tan elemental como una tortilla de papas española necesita muchas repeticiones, conocer cabalmente las fases del proceso y entender que se busca en cada una de ellas. Por eso la cocina profesional difiere tanto de la doméstica. Fíjate que señalo preparaciones simples. La francesa lleva la misma dedicación. Hablo de resultados decentes, por supuesto, no de un trapo de huevos fulminado por un rayo sobre un charco de fango. Se necesita algún talento de base y tener referentes. Cada vez que el destino me pone en manos de personas sin sensibilidad culinaria, que irrespetan totalmente la mística de la cocina, vuelvo a sentirme como aquel niño delante de su primera bandeja del seminternado.
¿Y el deporte? ¿Lo practicas, o es un pasatiempo en lo que ingieres las delicatesen?
No, no, no soy un deportista en absoluto. Ya te dije que la naturaleza pica y el deporte cansa. Antes de la pandemia, sin embargo, iba todos los días al gimnasio, pero era más bien por conversar con los socios y pasar una hora haciendo pesas y perdiendo el tiempo. Como ir a un bar. Poca gente va al bar a tomar solamente. Ni siquiera te puedo decir que me gusta el deporte.
Me gusta el Real Madrid, no el fútbol en general. Campeonatos del mundo, eventos por el estilo, eso sí. Con el Real Madrid tengo una relación sentimental, más simbólica que otra cosa. Visité el Santiago Bernabeu a principios de los noventa, en pleno Período Especial. La temporada no había comenzado, ni siquiera el equipo estaba en España. Así que fue como visitar un museo. Experimenté lo de siempre cuando entro en contacto con la historia viva. Reverencia. El Madrid acababa de perder la liga, en el segundo tiempo de su último juego. Lo que se conoce hoy como el Desastre de Tenerife. El Barcelona resultó campeón y la hinchada estaba desolada. Pude elegir en ese instante ser fan del Barça —quizás lo más lógico— pero me pudo la solidaridad con toda aquella gente que murmuraba en los pasillos. Cuando poco después llegué a Barcelona, tuve claro que entraba en territorio enemigo. Una ciudad maravillosa, por cierto. Con el tiempo mi afinidad por el Madrid creció tanto como mi animadversión por el barcelonismo. Pocas cosas más impresionantes en esta vida que escuchar el himno oficial del Madrid, cantado a capela por 80 000 personas en la Castellana. Quizás no sea tan hipnótico como el You'll never walk alone del Liverpool, que comparte con el Dortmund y el Celtic de Glasgow, pero se siente igual. El fútbol europeo es una religión con cientos de millones de fieles en el mundo entero.
¿Cómo ves el presente y futuro del Diseño y el Arte con la irrupción de las nuevas tecnologías, del NFT, los videojuegos, y esas otras sorpresas?
No me sonroja confesarte que no tengo la más puta idea de lo que es un NFT. Los videojuegos me parecen un insulto a las honradas computadoras que se encienden todos los días para trabajar. El arte y el diseño están debajo y encima de todo. Alguien tuvo que diseñar un logo para el NFT. Si un día es necesario distribuir un plegable para promover la erradicación del diseño en el mundo, habrá que diseñarlo primero y ahí tienes la paradoja. Y en el arte, ya te puedes imaginar. Después de ver el plátano de Maurizio Cattelan, la escultura invisible que Garau vendió por 15 000 euros. El vaso medio lleno… mira, soy anticuado. Para aceptar que las cosas son así se necesita entusiasmo. Tengo poco. Recuerda que ya estamos en los cincuenta.
Ayer casualmente leía a un viejo conocido cuestionar el mundo influencer en Facebook. Preguntaba: ¿Qué academia o asociación otorga el título de influencer? ¿Te das cuenta que hace la seña cuando el taxi ya ha pasado? Los influencers sobreviven y triunfan en nuestro mundo porque encuentran un entorno favorable para su desarrollo y aprobación. Representan muy a menudo la fuerza bruta de lo banal. Recientemente leía también como el periodismo deportivo “serio” atacaba sin piedad a Ibai Llanos, un gordito que narra partidos de fútbol virtual, de videojuegos. La realidad es que lo siguen más de siete millones en Twitch. Khaby Lame tiene 64 millones de seguidores en Tik Tok sin decir una sola palabra. Los videos de cocina de Paris Hilton son para llorar y tienen 16 millones de visitas. Eso es ser un influencer y por ellos se destripan las publicitarias. Viven de sus seguidores y es totalmente legítimo. ¿Tienen un verdadero talento? No tengo una opinión clara. Así es el mundo nuevo, así son hoy las cosas. ¿Hay que lanzarse a Tik Tok, a YouTube, al Instagram, a los NFT y a los videojuegos? Pues el que quiera, por supuesto que sí. Y si triunfa, que lo goce. Faltaba más.
Por mi parte adoro la estética del pasado, la de los años veinte y treinta del siglo XX sobre todas las otras. Allí me iría si me dieran la oportunidad. Te hago una historia que puede ejemplificar a donde se ha ido el mundo. Hace unos años fui invitado a una exposición de mi trabajo en Bakú, Azerbaiyán. Un día me llevaron al mercado Xirda a ver los puestos de especias y los instrumentos artesanales de cocina. En una esquina había varias personas vestidas con trajes oscuros y zapatos de lujo. Tras una cortina, un mercader mejor vestido que un príncipe ofrecía unas minúsculas laticas de caviar negro. Cada una costaba 80 manat, más o menos lo mismo en euros. Y nada, le di un par de vueltas en mis manos y salimos pitando. Las personas a mi alrededor incluso estaban armadas y quedamos todos muy impresionados. La traductora, una azerí bellísima, con ojos de azul radiactivo, me contó que cuando era una niña, a finales de los setenta, el caviar negro se distribuía al pueblo por libras en las bodegas. Niños, padres, tíos y abuelitos estaban hartos. No lo soportaban porque era omnipresente y el mundo olía a pescado. Han pasado menos de cincuenta años. Ya ves lo que nos va quedando.
Hay otras personas —influencers también— que curiosamente están promoviendo un regreso al pasado. Soldados de la nostalgia retro. Como Li Ziqi, una muchachita china que tiene millones y millones de seguidores en su canal. Y lo hace todo desde cero, salsa de soja, vestidos, pan, como si viviera en el siglo XIX. Y a su vez tiene decenas de imitadoras. Ya ves que no todo está perdido.
Creo que nos hemos extendido, y quedan muchos temas sobre el tapete. Pero ya nos están haciendo señas. ¿Existe un “diseño cubano”? ¿Se puede diseñar una nación como mismo se diseña un cartel?
Creo que sí existe un “diseño cubano”. Por desgracia tengo que decir que de “tan singulares” que somos, hoy el adjetivo se puede aplicar a cualquier cosa. Creo que nuestro cartel es bien particular. Pero una película como Vampiros en La Habana, es también cubana ciento por ciento. No se parece a ninguna otra. Para mí una obra maestra. Siempre hay algo cubano que está a la altura de lo mejor. Tenemos de todo en nuestra casa de los horrores. Cuba me llena a la vez de orgullo y de vergüenza. Tuvimos una bellísima ciudad y la destruimos. Tuvimos de todo y ya no queda prácticamente nada. Tenemos además legiones de cretinos y muchos seres de luz.
Es posible que querer diseñar una nación es precisamente lo que la ha desolado. Una nación crece sola desde la libertad personal de todos sus ciudadanos, y sólo a posteriori se debe legislar para evitar desequilibrios. Vive en cada cubano, y todos somos la Nación. No existe fuera de nosotros como nos quieren hacer creer los bandidos. Si “logotipas” un cubano promedio verás lo que es la nación cubana. Para mí es el “desbembe”. Una nación “desbembada”. Nuestros hogares son sombríos, con paredes desconchadas y bombillitos mustios. Nuestras cocinas languidecen llenas de hematomas de grasa y suciedad. Nuestros sueños, dignidad, la esperanza, todo encharcado. Somos básicamente ayuno, cilicio y ceniza. Salimos a la calle con pullovers estirados, ripios que no soportarían más de tres lavadas. Al otro lado ves las tersas guayaberas, los cuellos hinchados de jamón y mantequilla. Cuba duele con cojones. Nada más quedan historias del pasado, videítos borrosos de Juantorena, Bola de Nieve, Elpidio Valdés. Cuando subimos al avión con tristeza y alivio, volvemos el rostro al pasajero contiguo y con los ojos le decimos: Siempre nos quedará Martí.