Un hombre se sienta todas las mañanas a leer en una oficina de correos. Carga con su silla plegable, su bolso lleno de libros, un termo de café, y en un rincón de la sala, junto a los buzones que ya casi nadie utiliza, lee alejado del bullicio de los clientes. Lee incansablemente, con atención, con la curiosidad de quien escucha hablar a gentes de tierras remotas, como quien explora lugares muy distintos de su entorno habitual. Lee y conversa con ese otro lector que somos, con quienes leemos su vida, la rutina de sus mañanas en la oficina de correos, su trabajo de las tardes, sus noches solitarias en las que el fantasma de su hijo vuelve casi a corporeizarse.
Es un hombre raro, golpeado por la vida pero incapaz de rendirse. Un hombre que habita dos realidades distintas y navega entre ellas casi a contracorriente, un trastornado tal vez, como aquel Alonso Quijano a quien siglos atrás diera vida Cervantes: otro lector pertinaz. Solo que este, a diferencia del Quijote, no lee novelas de caballería ni ha caído ―como aquel― en la sublime locura de confundir la monotonía de su presente con el fantástico mundo que sus libros reflejan. Su lectura es más crítica, sus relaciones humanas más firmes, y sus pies pisan el suelo acaso más sólido del pequeño pueblo donde vive. La vida a su alrededor, aunque relegada a un segundo plano por su irrenunciable afición a la lectura, nos va llegando en fragmentos, filtrada entre comentarios y citas de libros, adquiriendo poco a poco relieve, haciéndose compleja y paradójica, hasta convertirse en centro de nuestro interés.
Es esa realidad, el conflicto del hombre con su entorno, sus amigos, su pasado y sus pérdidas, lo que da fuerza a la breve novela El rumor del mundo, de Félix Sánchez Rodríguez. O quizás su fuerza radica en el contraste, en la difícil conexión entre esa realidad física y aquella otra que la literatura construye. Dos realidades, cada cual con su profundidad y su magia, con sus personajes y sus abismos. Y entre ellas, un hombre viejo, sin nombre, casi solo, aferrado al hilo que lo une a su hijo muerto, y aferrado también a la humanidad que encuentra aquí, en los libros, y allá, en el reducido espacio que va de la oficina de correos al taller donde trabaja y a la humilde habitación en que transcurren sus noches.
Pero El rumor del mundo no es solo reflejo de ese contraste entre dos tenaces realidades, ni solo el conflicto interior de ese hombre en su afán por religarlas. Hay en esta novela, además, una suerte de elogio a la lectura que es también crítica sutil o advertencia al presente. Sin esa otra dimensión de la existencia que los libros ofrecen, sin ese diálogo entre lo tangible y lo abstracto, entre “lo cierto” y “lo ficticio”, la vida se reduce a poco más que el monótono empeño por continuar viviendo. Sin sus libros, nada empujaría al personaje de esta novela a moverse; y sin el modo como va poco a poco introduciendo en la vida de los demás personajes el saber que ha extraído de sus tantas lecturas, tampoco habría ―creo― mucha riqueza en ellos. Leer es, entonces, una manera de dar sentido a esa realidad material, tan llena de absurdos, en la que nuestro personaje se mueve.
En El rumor del mundo, Félix Sánchez hace evidente algo que ya había dicho en una entrevista, cuando otro escritor le preguntó, por provocarlo, si sería capaz de vivir sin escribir: “Después de más de cuarenta años intentándolo ―dijo él―, probando tomar para otros asuntos más pragmáticos y terrenales las horas del día y las noches, creo firmemente que no”, y añadió: “Se trata de la fatalidad de todo artista”.
El personaje de esta novela, como su autor, son presas de esa fatalidad, de esa acuciante sed de sentido que solo la literatura satisface. Quien se sumerge en ella, sea escritor o lector, adquiere una dimensión otra, accede a una fuente que lo nutre y que, a través de él, se expande hacia el mundo, enriqueciéndolo. Esa es, pienso, una de las enseñanzas que esta novela, muy sutilmente, nos desliza entre sus páginas.
El rumor del mundo es una mise en abyme, literatura dentro de la literatura. Pero ese recurso literario, esa “técnica” tan abusada por quienes buscan solo el efecto, la sorpresa del lector, tiene aquí una función orgánica. Al cerrar el libro, al alzar la mirada a nuestro entorno y observar la realidad concreta, acaso demasiado concreta, en que transcurre nuestra vida, sentiremos tal vez el leve rumor de otro mundo, el llamado casi inaudible ―pero irrenunciable― de aquella realidad que solo podemos conocer a través de la lectura. Creo que, en tiempos como estos, un libro así vale la pena, y Félix Sánchez lo logra sin aspavientos, con el rigor y la gracia de quien sabe por qué y para qué escribe.