El siglo XX estuvo marcado por convulsiones históricas —guerras, revoluciones, expansión de los medios de masas y aceleración tecnológica— que alteraron la producción y la recepción de las artes. En ese clima de cambio, las prácticas creativas desbordaron géneros y soportes tradicionales y tensaron sus marcos teóricos. De ahí que el ritmo de transformación del concepto de arte se intensificara de una manera extraordinaria, lo que permitió a Stefan Morawski señalar que “La idea del arte atraviesa un período crítico”.
La obra abierta y el lector activo
Umberto Eco, en La definición del arte. Lo que hoy llamamos arte, ¿ha sido y será siempre arte?, señala algo capital:
"La obra de arte se está convirtiendo cada vez más, desde Joyce hasta la música serial, desde la pintura informal a los filmes de Antonioni, en obra abierta, ambigua, que tiende a sugerir no un mundo de valores ordenado y unívoco, sino un muestrario de significados, un ‘campo’ de posibilidades, y para conseguirlo es precisa una intervención cada vez más activa por parte del lector o del espectador".
Tal estado de cosas exige una percepción histórico-cultural del arte como objeto de estudio. La creciente transformación del concepto es un estímulo fundamental para el desarrollo de investigaciones sobre este terreno. Los resultados podrían contribuir a reforzar la relación entre los seres humanos y el arte como una de sus producciones culturales más importantes, especialmente ante la intensidad de los cambios en las orientaciones creativas.
Del arte como mímesis al arte como simulacro
Desde la época de las vanguardias del siglo XX, esos cambios se han incrementado con la consiguiente modificación del concepto de arte. Esto ha estimulado una serie de transmutaciones en concepciones estéticas tradicionales, como la de mímesis:
"El concepto que mejor definiría el arte moderno es más el de repetición (para Deleuze, repetición de la diferencia) que el de representación. El arte es más simulación que imitación; se sitúa más del lado de los simulacros —copias que no pretenden parecerse a sus originales, sino que rechazan la estructura mimética que opone modelo y copia— antes que de la imitación de los objetos originales", escribe Francisco José Martínez en Reflexiones de Deleuze sobre la plástica.
Debates filosóficos sobre el sentido del arte
Esta transformación del concepto de arte abrió también un debate filosófico más amplio, en el que se enfrentaron interpretaciones muy contrastantes sobre el sentido mismo de la creación artística.
El investigador del arte es, también, un estudioso de la cultura. Se enfrenta a la necesidad de trascender, durante el proceso investigativo, los límites estrictos de la artisticidad. Estos han sido objeto de intenso debate desde la época de las primeras vanguardias hasta el presente, en que pueden advertirse posiciones muy contrastantes, como las que describía sucintamente Simón Marchán Fiz en 2004:
"Si para unos, como Heidegger y las ‘estéticas de la verdad’, el arte supone un acceso privilegiado al ser y la verdad, para otros, desde Schiller y Nietzsche hasta Baudrillard y la estética de la apariencia digital, se reafirma en el reino de la apariencia y la ilusión, si es que no en el de la simulación. Asimismo, en los últimos años, en las prácticas artísticas se acusa un desdoblamiento entre unas artes que pretenden levantar acta de lo real, redescubriendo las múltiples dimensiones de lo político, lo social o lo relacional, y otras que se despliegan en los predios florecientes de la virtualidad, asumiendo el paisaje de los medios en el que se proyectan las nuevas tecnologías".
El arte como fenómeno histórico y cultural
La problemática no se resuelve solo desde los criterios que evidencian las prácticas artísticas más recientes. Morawski señala otra cuestión de gran importancia para valorar el componente histórico de los fenómenos artísticos:
“[…] todo hecho artístico está marcado por la historia; en cambio, el historiador del arte tiene que tratar con muchos hechos históricos desprovistos de calificaciones artísticas. Aprovechando el saber histórico-general, trata de realizar la atribución de la manera más confiable: quién, cuándo y para quién creó un objeto dado, cuál fue el encargo y si la ejecución respondió a este de manera precisa, dónde se halló lugar para él. La descripción, en cambio, trae consigo la constatación de qué material y con qué técnica se produjo el objeto, si sufrió más tarde transformaciones”.
Morawski considera, de modo implícito, la interrelación entre arte y cultura. Ese nexo se establece a partir de las características de la cultura en tanto macroproceso comunicativo, en el cual se realiza la existencia, consolidación y producción de objetos y valores humanos.
El vínculo se produce también en términos de los sistemas metodológicos —epistemológicos, conceptuales, categoriales, operacionales y axiológicos— que se emplean para concebir y llevar a la práctica la investigación del arte. Por eso Morawski apunta además:
"A juzgar por las apariencias, parece que los procedimientos investigativos en los que el historiador del arte se remite a las mencionadas disciplinas afines son de carácter puramente descriptivo. Pero basta un instante de reflexión para darse cuenta de que el hecho histórico es tanto una construcción para fines investigativos como una reconstrucción de la secuencia de los acontecimientos; de que las constataciones históricas no contienen solamente las coordenadas espacio-temporales (sucesión o contigüidad), sino a las conexiones entre los hechos, examinados desde el punto de vista de las leyes que los rigen".
La consecuencia epistemológica de ese punto de vista de Morawski es valiosa. Permite enfrentar la investigación del arte como la confluencia de dos factores: por un lado, la esencia y el dinamismo históricamente condicionados de la producción artística; por otro, los modos científicos de investigación seleccionados por el especialista para realizar su trabajo.
La objetividad del arte, como producto concreto de cierta actividad humana —individual y social—, por sí sola no determina el carácter de la investigación. Esta es el resultado de la integración del objeto artístico en su devenir social y de la posición investigativa elegida, su estructuración, su tipo de operacionalidad y también, una imprescindible perspectiva axiológica.
La investigación del arte, tanto en su carácter procesual como en sus resultados últimos —no solo la constitución de su discurso científico, sino también su aplicación social y sus tendencias de desarrollo—, tiene como finalidad alcanzar una elaboración teórico-práctica que resulta ajena a la mera descripción mecanicista del objeto artístico. En el campo específico de la plástica, esa descripción reducida al efecto visual se ha llamado, con cierto sarcasmo, “descripción retiniana”.
Morawski puntualiza una cuestión de gran significación:
“La historia del arte no es una crónica de acontecimientos unidos a causa de su vecindad, sino un conjunto de datos ordenados según reglas metodológicas. Al construir ese conjunto, son inevitables las decisiones filosóficas e ideológicas; es decir, la explicación y comprensión de toda clase de procesos históricos es acompañada en general —en los fundamentos de operaciones investigativas tales como la selección de datos, la elección de los hechos importantes, el establecimiento de la repetición, etc.— por la intervención de factores valorativos”.
De este modo, la investigación del arte se entiende menos como una descripción mecanicista y más como una elaboración crítica que articula historia, cultura y valores. Esa perspectiva permite superar la simple constatación material y situar la obra en el entramado simbólico y social que le da sentido.
La noción de obra abierta y la ruptura con la mímesis no se agotaron en el siglo XX: hoy reaparecen en el arte digital, en los NFT o en las creaciones generadas por inteligencia artificial, donde los límites entre original y copia, autor y espectador, se vuelven aún más difusos. En esa frontera, las artes confirman su condición de lenguaje, abierto y en transformación constante.
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