La historia de la Revolución Cubana podría contarse como la historia de una larga sucesión de poetas encarcelados. Tal es el precio de la utopía.
En todos los sistemas sociales idílicos, tanto en teoría como en la práctica, se castiga con saña la lucidez poética. Tal vez porque la creación, como el pensamiento mismo, nunca es un acto colectivo, sino incisivamente individual, sísmico y antisistémico.
En las sociedades cerradas ―y toda utopía lo es―, esa libertad residual, así sea ejercida por la gran minoría del uno, igual se penaliza con el ostracismo o la cárcel o el exilio o la muerte. En ocasiones, con el ostracismo y la cárcel y el exilio y la muerte.
Sin disyuntivas. La llamada continuidad del castrismo es eso: una violación conjuntiva donde copulan a la cañona la cobardía y lo criminal.
Hasta la etimología de la palabra utopía parece anunciar su esencia: es un no lugar para las libertades cívicas ―esa invención occidental.
Del ser humano, se espera entonces un comportamiento automático. Cada gesto y cada palabra del sujeto utópico serán los de un ciudadano-soldado, un ente inercial, un zombi celoso sólo de mantener el orden ideal, donde la legitimación de Dios ha sido usurpada por una ilimitada Ley del Estado.
La utopía no tiene afuera. No existe una sola que no sea totalitaria. Causan claustrofobia desde el día cero y por eso sus fronteras siempre están rigurosamente vigiladas. No para proteger del mundo a la pureza de su población, sino para que su gente no escape hacia ese exterior. Para sus protagonistas, cualquier cosa parece preferible a la sociedad ideal.
No se trata de que las utopías sí funcionan en la teoría, ni de que luego se corrompen al ser llevadas a la práctica. Al contrario. Funcionan tal y como se necesita que funcionen en la praxis histórica. El error reside precisamente en la teoría, en el horror de reducir al ser humano a una vida gremial ―esclavizado por una justicia e incluso por una razón socializadas.
Toda vez tras los barrotes de la violencia impune, consumado el crimen de Estado, el poeta accede, paradójicamente, a una perspectiva privilegiada para su ser creativo. Una especie de resurrección existencial.
Si no enferma o enloquece, si no lo pervierte la maldad del colectivo y no lo humilla su propio pánico, el poeta se potencia entonces como un testigo de excepción. Un mártir anónimo de los hoy tan vapuleados valores de la civilización occidental. Un héroe humildísimo que sobrevive para narrar lo bello en medio de la barbarie, para captar la ternura incluso en tiempos de tiranía ―y toda utopía lo es, tiránica.
Entonces, la voz del poeta postrado o preso o paria o ras del patíbulo se humaniza hasta habitar en la virtud. En esos instantes de intensidad infinita, cae el telón podrido de esta o aquella ideología y en el escenario quedan solo cuerpos y cuerpos y más cuerpos. Descoyuntados, en carne viva. Calcinados desde el músculo hasta la mente, como evidencia del despotismo político de esta o aquella sociedad perfecta.
El cadáver es la medida moral de todas las utopías. Y de todas las revoluciones.
La relación del poeta con la palabra deviene aquí más sincera, rebasando por fin cualquier falsedad intrínseca a las fórmulas literarias. Al poeta se le potencia su sabiduría a ciegas, su carga transformativa de estilos y épocas, muchas veces sin darse cuenta de cuán irreversible es el milagro de esa emancipación ante el poder.
María Cristina Garrido, una mujer cubana que el domingo 11 de julio de 2021 hizo añicos décadas de sumisión en el pueblo de Quivicán, es una de esas voces valientes hasta lo inverosímil que el gobierno de su país intenta desafinar, ensuciar, agriar, exterminar. Pero, a sus cuarenta y cortos años, la autora de Voz cautiva es uno de esos milagros del espíritu que el castrismo no consigue desvirtuar. Ni en la calle, ni en cautiverio. Ni con mentiras, ni con golpizas.
Su condena ha sido una catapulta, porque María Cristina Garrido es ahora una fuente fértil de inspiración no sólo local, sino deslocalizada de punta a punta del Planeta Cuba digital. Ella ―junto a su hermana Angélica Garrido― es sin duda una embajadora ética de esa cubanía del alma que es la menos visible y, por eso mismo, la más valiosa y verdadera.
Ambas hermanas personifican una decencia que, a la vuelta de 65 años de Revolución, parece estar hoy en decadencia entre los cubanos que quedamos, así en la Isla como en el Exilio.
De sus poemas, por suerte, hablarán muy poco o nada los poetas oficiales de la utopía. El oficio de esa casta de la corrección castrista es no saber, no enterarse de nada de lo que ocurre al otro lado de la pared, mientras se repantingan en su arte del bien decir y se acogen a la complicidad de sus imprimátur y pasaportes.
De tanta indolencia ante la pena del prójimo, la intelectualidad cubana actual medra en una ignorancia al punto de lo insultante. Sus revistas y cónclaves y manifiestos y claustros son parte no de la cultura, sino de la opresión. Han hecho de la esclavitud una estética.
María Cristina Garrido, escribiendo desde la ergástula arbitraria y abusiva donde ha sufrido torturas, y donde tuvo que ver morir de lejos a sus dos padres ―de tristeza y tristeza, respectivamente―, no necesita de semejante consuelo de la crítica literárida, sea nacional o internacional.
Sus renglones cortos, apurados, de una precariedad que rondan con la perfección, no pertenecen al paternalismo propio del clan poético. Ningún gremio o colectivo del castrado campo cultural cubano se atrevería a opinar sobre “este instrumento absurdo de mi duro egoísmo”, sobre su “tinta indiscutible del honor consabido y del valor sin edad”, ni sobre esta “letra escarlata” que, como el latigazo libertario del 11 de julio, se contrabandeó entre las alambradas del paraíso proletario y “sentenció en el cadalso público a la adúltera e inconfesable dictadura”.
Los versos de María Cristina Garrido están escritos por una poeta de la guerra. Ella es una mujer cubana que está viviendo bien, en el Bien, habitando en su propio evangelio de la verdad, mientras un ejército de escribanos mediáticos pretende borrar de nuestras biografías toda traza de brutalidad.
Amémosla ahora, amémoslas. Por María Cristina y Angélica, para que duerman acompañadas en la intemperie del GULAG cubano. Pero, también, por nosotros. Para que la orfandad de los cubanos libres que fuimos nos hermane con los cubanos libres que vendrán.
Sueñen cada noche con ellas, imaginando un puente entre tu páramo y sus páramos. Tal como ellas, a su vez, sueñan entre sí y también con el imperdible nosotros de una nación perdida.
Aunque la libertad sea “un pájaro que emigra y no regresa”, esos sueños, como cuando “jugábamos a la patria” en la infancia, son, sino un sinónimo, al menos un síntoma de que los carceleros no han podido inhumar nuestra humanidad.
(Del libro Voz cautiva, de María Cristina Garrido. Ediciones Deslinde, Madrid, 2023).