Los problemas de Cuba no se resuelven con nacionalismo económico, con menos importaciones y más y diversificadas exportaciones. Tal propuesta es anacrónica. La Isla no es que sea evidentemente incapaz de alcanzar la autarquía económica, es que ya, en este siglo XXI, el modelo canelista con su proteccionismo inherente es irrealizable dado el grado de interconexión de nuestra vida, incluso de la cubana, con el resto del mundo, y por otra parte es absolutamente irresponsable al promover un modelo despilfarrador de recursos escasos en un planeta al borde del colapso medioambiental, necesitado de eficiencia y mercados globales, para estimular a la primera.
Los problemas humanos ya no se resuelven con nacionalismo, con el regreso a alguna imaginaria Arcadia. No hay Arcadias en nuestro pasado, sino esfuerzos continuados de incontables generaciones para levantarnos del barro planetario.
Cuba debe, por tanto, integrarse al proceso de globalización económica y unificación política de la Humanidad. Es esa la única solución: lo otro es interés particular de una clase política nacionalista, y sus intelectuales orgánicos, por mantener una nación aparte que les asegure trabajo, estatus consecuente, y los privilegios económicos anexos.
Cabe preguntarse entonces a quién aproximarnos.
Partamos del hecho de que la América Latina no está en proceso de integración, como no lo ha estado nunca desde que abandonó la soberanía del Imperio Español, y la idea de las Españas. Por el contrario, a las tendencias particularistas, en provecho de las élites locales, que llevaron a lo que eufemísticamente llamamos independencias, se suma hoy el efecto disgregador provocado por las grandes fuerzas de atracción, en direcciones opuestas, que sobre la región ejercen los verdaderos núcleos que hoy pugnan por integrar el mundo a su alrededor.
No hay realismo en proponerse esperar por una supuesta Unidad Latinoamericana. Solo más de lo mismo: interés de las clases políticas nacionales, y de sus intelectuales asociados.
Quedan en el Mundo tres grandes núcleos con interés en integrar a la Humanidad alrededor de su proyecto de vida, o simplemente de su economía: Occidente, el Mundo Islámico y China. Además de un gran poder sin interés realmente universalista, Rusia, que sólo pugna por poner zancadillas a cualquier intento globalizador, para mantener en cambio su particular zona de influencia. En la época soviética, Rusia tenía un real y poderoso proyecto universalista, iluminista, enfrentado al occidental; ahora ha desaparecido, y su lugar lo ha ocupado la promoción por todo el planeta del nacionalismo fascistoide disgregante y los valores conservadores anti-iluministas, para evitar que alguien pueda disputarle su gran tajada de mundo al tener éxito en su unificación.
De los tres núcleos con interés en integrar al mundo, dos carecen de un ingrediente fundamental, que convierte a todo esfuerzo integrador en algo en verdad común, y no en una imposición de un grupo humano en su provecho, y sólo en él. El mundo islámico y China no son incluyentes en sí mismos: la fuerza y el impulso del primero está en una religión que pretende imponérsenos a todos, o por lo menos que marcaría una clara diferencia entre sus practicantes (privilegiados), y los demás (sólo tolerados); el impulso de China viene del interés de un estado, de gran pureza étnica, por asegurarse el control económico del mundo. Ese carácter étnico de China, unido a su larga tradición histórica propia, tradición en sí misma interesada en mantenerse viva frente a cualquier influencia foránea, la impulsa a ser un Imperio a la vieja usanza, no un proyecto humano integrador y plural.
A diferencia de estos dos contrincantes suyos en la carrera global, Occidente es una civilización incluyente, multirracial, mestiza, que tiene en comparación con aquellos una capacidad muy superior de absorber todo lo ajeno que contribuya a aumentar, en un proceso retroalimentador, su grado de diversidad y apertura a otras culturas, y en consecuencia posee la potencialidad para más que subordinar colectivos humanos ajenos, integrarlos. Occidente solo debe terminar de sacudirse los últimos rezagos culturales medievales, y evitar los intentos de convertirlo en una civilización asociada a una religión y un color de piel específicos, que le impiden convertirse en ese proyecto humanista que es en sí mismo, desde su nacimiento, una caldera integradora de pueblos y razas, como fue en la Antigüedad el Mediterráneo.
Occidente, con sus valores universalistas, basados en el respeto a los derechos inalienables a cada mujer u hombre, en la realización de un proyecto común, con su tipo humano cada vez más mestizo, es sin lugar a duda hoy la propuesta más factible de un proyecto humano para todos.
Esto lo entiende sobre todo Rusia, y por ello promueve en Occidente el florecimiento del nacionalismo blanco (eufemismo actual para racismo blanco), o promueve y celebra la propuesta de fundar los valores de la cultura liberal y laica de Occidente sobre los valores “ancestrales” de una religión determinada —cristianismo, judaísmo—. El apoyo ruso a gentes como Donald Trump, que le permite a su vez apoyar a los racistas y comunalistas teocráticos, no tiene otra intención que debilitar las bases de la verdadera fuerza de Occidente: su inclusividad, su capacidad de crear formas culturales libres y diversas no sólo para las élites étnicas, económicas o religiosas.
En este sentido a Cuba sólo le cabe integrarse a Occidente, al hacerlo primero a los EE. UU. No solo por el bien propio de los cubanos, sino porque al hacerlo promoverá en los EE.UU., y en todo Occidente, su capacidad incluyente. Será, en lo concreto, un primer paso hacia la integración de las dos Américas en un proyecto humano mestizo, que a su vez se integrará con Europa y África Subsahariana en el polo del progreso común de la Humanidad, frente a las fuerzas de la tradición y lo particular.
Apoyar en los EE. UU. las fuerzas del nacionalismo (racismo) blanco y del comunalismo teocrático, por una o dos promesas vacías de ayudar a derrocar al régimen, es ponerse del lado equivocado de lo que exigen los tiempos. El régimen inexorablemente terminará por diluirse en el olvido total sin ayudamos a formar el mejor mundo posible para los que nos continúan. De hecho el anacrónico régimen cubano vive sus últimos días, mantenido en pie por la inercia de una Isla aislada de las corrientes históricas contemporáneas, y solo le cabe para intentar sobrevivir el integrarse en la ola de nacionalismos que intenta detener el avance humano.
Construir un mundo basado en los valores liberales de respeto de las libertades humanas, un mundo en que el Ágora Democrática sea capaz de controlar al Mercado en la promoción de los intereses de todos, y del verdadero crecimiento en conocimiento y productos (no de los activos financieros), es el mejor modo de destruir para siempre las fuentes de la desigualdad y el falso crecimiento en que prosperan regímenes como el cubano.
El siglo XXI, que muchos jóvenes vivos al presente alcanzarán a vivir completo, a diferencia de tanto viejo del siglo pasado, quienes no alcanzaremos a vivirlo más allá de su mitad, será el del comienzo de la Cuarta Gran Revolución Humana, tras la Cognitiva, la Agrícola o la Industrial: la de la Conquista y Colonización del Sistema Solar, a su vez que el siglo del traslado de nuestra contaminante industria más allá de la atmósfera terrestre, y quizás incluso el del surgimiento de una Humanidad unida políticamente en una República de la Mujer y el Hombre.
En tanto en este privilegiado escenario histórico para cualquier generación humana, a los cubanitos, de aquí, de allá, o de más pallá, les tocará desempeñar un papel protagónico vital en conseguir que al interior del mundo Occidental, y en especial de EE.UU., las fuerzas internas incluyentes humanistas de nuestra civilización se impongan a los valores del comunalismo teocrático o del racismo. Solo tienen que pensar con cabeza propia, y no con la de quienes, allende y aquende de los mares, siguen empeñados en aferrarse a un 1960 ya ido, para no volver jamás.