Finalmente las casas de mi barrio sobrevivieron a las lluvias y los vientos de Irma. Todo presagiaba lo contrario, pero esos hogares centenarios, que preví demolidos por la naturaleza, aún están en pie. Por ello respiré tranquilo la mañana en la que, alejado el huracán, decidí caminar las calles de mi escueto día a día. Más aliviado imaginé a sus habitantes, pues trato de colocarme en la piel de alguien que de súbito amanece sin techo y no logro calcular la hondura de la pena.
En un país en que el problema de la vivienda —entre tantos otros— es el que más duele, resulta muy triste ver tantas casas derruidas. El gobierno promete asistir a los damnificados, pero ocurre que 50 casas devastadas no equivalen a 50 familias sin techo, sino a muchas más. En nuestros hogares es común hallar tres o más generaciones conviviendo o al menos intentándolo.
Hay que reconocer que somos unos huesos durísimos. Cuando en un futuro se hable de los cubanos de este entonces, se dirá que la capacidad de supervivencia era una de sus peculiaridades más notorias. No sabemos de dónde provienen la fuerza y el aguante, pero lo verdadero es que existen, y a veces sirven para enorgullecernos y en otras ocasiones para despreciarnos.
Se fue el vendaval, pasó la fiera hambrienta, y seguimos lidiando con una realidad que es un ciclón permanente. Irma fue de carne y hueso —o mejor, de viento y agua—, real como pocas cosas en nuestras vidas, pero se le achacará tanto al inocentesiniestro —como igual cargaron con lo suyo Michelle, Gustav, Sandy & Co— que en un futuro podría resultar tan imaginario como a veces lo procura ser el bloqueo comercial y financiero al que estamos condenados.
Durante más de 24 horas escuché al viento batir y la lluvia caer. Recordé La delgada línea roja, un filme de Terrence Malick que comienza cuestionando la crueldad de la naturaleza y cierta fuerza vengadora intrínseca en ella. Nuestro planeta como un monstruo, un ser que se lacera, que expía sus pecados.Tontamente lo imagino diciendo: “He creado la raza humana”, y luego se pega un latigazo. Irma como un fuete sacudiendo por todas partes. La naturaleza enloquecida. La naturaleza ebria.
Más de 78 horas sin electricidad me hicieron comprender cuán dependientes somos de la tecnología. Del refrigerador, de la bombilla, de la carga del celular. A ratos me sentía inmovilizado, incapaz de razonar algo que hacer que no conllevara apretar un botón. Anchas horas para meditar —práctica en desuso— desechadas en comerme las uñas —casi literalmente—, en pensar que tal vez, quien quita, a lo mejor, ponen la corriente de un momento a otro.
Entonces tocó la hora de recoger el espantoso reguero; porque en mi barrio no se fueron al piso los techos, pero sí los árboles, sobre todo los preciados aguacates. No se cayeron los postes del alumbrado público, pero sí se zafaron muchos cables del tendido eléctrico, porque en esta ocasión no hubo poda preventiva, como no hubo carro con altoparlante anunciando a la población. La gente se preparó y se aprovisionó casi por inercia, por instinto humano de “vamos a ver cómo salimos de esta”, porque al menos en este pueblo extraño, en este Quince y Medio, del municipio Venezuela, el gobierno estuvo medio dormido y los trabajadores de Servicios Comunales no se hicieron ni se han hecho ver.
Los montones de escombros y basura movidos al frente de las casas siguen esperando por algún vehículo que pase a recogerlos. Lo irónico es que en las imágenes transmitidas en la televisión no faltan los implementos de trabajo y las labores de saneamiento que aquí tanto se extrañan.
Irma removió los cimientos de la isla, pero no removió nuestras mentes, ni nuestras conductas pasivas. Nuestro “qué se va a hacer”. Nuestra comodidad con dejar que las cosas se sucedan sin convocar a la razón. Irma funciona como la guerra que hace años no tenemos y nos une bajo el firme propósito de reconstruir un país que siempre ha estado devastado.
Vuelvo a pensar en Heredia y En una tempestad, ese poema suyo que tanto me inquieta. En él clama a la tormenta. Su alma se extasía ante la naturaleza hiriéndose con saña.
Los pajarillos tiemblan y se esconden
Al acercarse el huracán bramando,
Y en los lejanos montes retumbando
Le oyen los bosques, y a su voz responden.
Su reclamo al huracán es una de las muestras de la más profunda estirpe romántica. Heredia deseaba un huracán salvador, pero ese huracán no existe. Si existiera, no solo arrancaría árboles y techos.