Es habitual en Cuba que el paso de los huracanes en muchas ocasiones transforme la vida de las personas. Por ejemplo, Ike en 2008 aterrorizó a la región norte oriental y dejó sus huellas en la memoria de Puerto Padre, en la provincia Las Tunas. Recuerdo fragmentos de tejas incrustados en las ventanas de la casa donde permanecí desvelado en la noche más larga de mi vida. Por vez primera sentí que la muerte tocaba con mano fuerte a la puerta. Postes cayendo, árboles arrancados de raíz, casas destrozadas y un sonido que simulaba turbinas de avión. El resultado fue cerca de un mes sin electricidad y sin servicio telefónico, parecía el fin. La sensación de desamparo era intensa. Al volver a caminar por mis calles, sentí que me encontraba en otro lugar, la ciudad no era la misma, ni sus gentes reaccionaban de la misma forma. Después de ese desastre, los puertopadrenses elevaron su nivel de percepción de riesgo, y ante cualquier amenaza de huracán saben tomar las medidas necesarias para resguardar sus bienes y, por supuesto, la vida.
Nueve años después, exactamente este ocho de septiembre, el país ha sufrido los embates de otro poderoso fenómeno meteorológico. Irma arrasó gran parte del territorio nacional, y se ensañó sobremanera con la región central del país, además de inundaciones costeras en La Habana. Ha provocado incluso la muerte de diez personas.
Vivir frente al mar encierra poesía, paz, libertad, la maravilla del oleaje y el olor de un mar a veces tierno. Pero el costo es lidiar con los riesgos de perderlo todo. Esa posibilidad, ahora me hizo alejarme de la costa.
Mientras las ráfagas de viento y la lluvia arreciaban, un mensaje llegó a mi teléfono: acababa de morir mi amigo, el poeta Eduard Encina. Las palabras de otro poeta, José Luis Serrano, me estremecieron. Por un instante quedé mudo. Pensé en la coincidencia de que un ocho de septiembre Ike destrozó gran parte de Puerto Padre y, en la misma fecha, Irma estaba pasando por aquí, aunque, gracias a Dios, con consecuencias menos funestas para esta ciudad. Pero la vida tiene muchos enigmas. Mi amigo Eduard, una de los seres más honestos y valientes que conocí jamás, abandonaba este mundo para ser parte del espíritu y de la luz.
Duele ver las imágenes de quienes perdieron sus hogares, sus pertenencias y de nuevo tienen que comenzar. Duele porque ya una vez fui testigo de esas secuencias que estremecen las redes sociales y los espacios televisivos de todo el país. Aunque ahora escriba desde la libertad y la seguridad de mi hogar no dejo de sentir que algo me falta, algo que sin duda cambiará mi forma de ver y asumir mi propia obra.
Cuando la muerte arrebata a un ser y llueve, se dice que consiste en un signo de que era una persona muy especial. ¿Qué se puede decir entonces, si la muerte le gana la partida y llueve y, además, hay vientos de huracán y es ocho de septiembre, fecha tan significativa para los que creen en la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba? Pues bien, mi amigo, el poeta, murió en este día.
Cuando salí del lugar donde me encontraba protegido y vi que mi hogar estaba en pie y solo agua había adentro, respiré con alivio. Al día siguiente recorrí las calles del pueblo y noté que tuvimos suerte, mucha suerte. Regresé y, desde el portal, vi acercarse otra vez la lluvia, sentí la tristeza del mar y una señal distinta en el horizonte. Así recordé que por dura que sea la realidad, siempre tendremos, por encima de todo, esperanza.
Del libro Lupus (Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2016), de Eduard Encina (1973-2017):
PUESTAS DE SOL
Para Alejandro Ponce
Al Puerto de Boniato se iba José Manuel Poveda. Hundía el ojo detrás de las montañas y regresaba oscuro, como una torcaza que sobre los álamos venció el plomo del día.
A veces quisiera salir y encontrar algún fragmento de sol colgado a tu cuerpo, un susto en la zarza que me devuelva los ojos, pero yo no soy José Manuel Poveda, aunque retorne oscurecido, solo, como una montaña.