Dios ha muerto, la pintura ha muerto. Pero en un rincón de la aldea global, terminando el milenio, un muchacho inculto se encara al lienzo y pinta, pinta su vínculo con Dios. El muchacho alardea con frases en todos los idiomas de los que ha oído hablar, no sabe lo que es un mandala, pero ha creado el único auténtico mandala cubano de su época: porque, atormentado de veras, ha pintado para conocerse, para establecer su paz con el Príncipe de la Paz: se cambia el nombre cristiano por el de sus antepasados judíos: Elías por el profeta, Henoc por los ángeles: está listo para seguir pintando a destiempo el huracán de su vigilia en la presencia del Creador. Sin saberlo, se enfrenta al grado cero de la pintura con el mínimo de su demencia, y el resultado es un replanteo inesperado pero necesario del acto de pintar y de sus supuestamente agotadas posibilidades.
Ya en ese mandala, Yahvéh es el ojo de los cien mil dioses, el pintor asume ese agotamiento por los cuernos: solo blanco, negro y gris: figuraciones geométricas elementales, composición simétrica y simple como corresponde a un mandala, el lienzo mismo es una forma perfecta, un cuadrado. El poeta que es el pintor añade textos. Estos elementos conforman ya un vocabulario, incluso una sintaxis: la geometría que solo admite en propiedad tres colores y los elementos del lenguaje humano que se refieren a la realidad divina. El omnipresente gris de base, las figuraciones en negro y las intervenciones del blanco suponen una anulación de las realidades fenoménicas en aras de un empirismo de la fe. No el mundo, sino el trasmundo que sostiene al mundo, que actúa en el mundo. El concepto de acción es lo que estructura la sintaxis de este atrevido discurso plástico. Las figuraciones más o menos geométricas, siempre abstractas, muestran una intensa performatividad: incluso cuando hay un centro mandálico, estas figuras actúan, crean un movimiento intrincado, múltiple y libre: son acciones del trasmundo gobernando el mundo, una ingeniería angélica que está detrás de la apariencia de realidad. Y funcionan mediante el nexo, la comunicación, el vínculo. Un ejército de ángeles dirige el ser. Los ángeles o mensajes o actos construyen la realidad o la develan. El resultado es una fiesta: las epifanías estallan por toda la superficie como supernovas esenciales. Una pintura plana, con tres colores, ofrece un sentido festivo del ser. Los textos en hebreo, latín, castellano, inglés, francés, referidos a la fe completan esa alegría de saber la fiesta del ser, de ser, del Ser. Y aunque la fe que sostiene al artista es definidamente la hebrea, no solo por las referencias a la Torá sino por ese núcleo del Yavé, de Dios como el Ser que Es y Hace Ser, los textos defienden una sabiduría abierta, universal, entendiendo que Dios es, alegremente, Amor.
Dios ha muerto para los infelices voluntarios y la pintura se ha extinguido porque los pintores ateos no tienen nada que decir, y para colmo intentan decirnos otra vez lo que nos atormenta en los medios. La pintura cubana ha carecido siempre de riqueza de movimiento: incluso en Lam el impulso poderoso está muy a menudo como retenido, o limitado a una figura que domina el espacio. Elías Permut, que no quiere ser cubano, aporta una dinámica del tipo Kandinsky, plena de intercambios y contrastes, sin alterar la unidad del cuadro. Hay poco manejo del espacio en la pintura cubana, incluso cuando tiene una referencia cubista como en Amelia. Permut crea unas ilusiones de profundidad sin apelar a la perspectiva y enfrenta la bidimensionalidad como una posibilidad de crear espacios, o como metáfora de espacios posibles y relacionables. El colorismo de la pintura cubana, que triunfa en el carnaval de Portocarrero, no define nunca una alegría como esta, que no apela a ninguna circunstancia social o geográfica ni al gozo sensual ni al son ni al danzón ni al reguetón. La obra misma es alegría. Alegría esencial, gratuita, perfecta. La pintura cubana ha mirado siempre demasiado a la tierra, especialmente en los gallos totalitarios de Mariano. Esta pintura tiene un sentido cósmico inmediato e irresistible, aunque no siempre mencione a Orión ni invente unos huecos blancos, pues su propia realidad pictórica nos evidencia el universo. No hay gran formato como dominante en nuestra pintura: Elías no puede con el formato pequeño, porque su pelea pide espacio y lo crea. La pintura cubana ha peleado las peleas de la política, la sociedad, el individuo: aquí la pelea es la salvación y ya está ganada.
Para el funeral de la cultura, la resurrección de la inocencia. El arte puede morir si decidimos enterrar a Dios, o lo que es lo mismo, si rechazamos como guanajerías el bien, la verdad y la belleza y nos hacemos el tatuaje de la serpiente en el pene o la nalga. Pero siempre puede llegar el loco, el inocente, enviado para una necesaria variante de la profecía. A él se le darán los recursos, los tormentos, el resultado. El que está al margen de las teorías de la nada y de la nada de la teoría, puede pintarnos su alabanza como la doxología final de los Salmos: Todo cuando vive alabe al Ser Que Es. Todo cuanto vive alabe al Ser que Hace Ser. Todo cuando vive alabe al Amor. Aleluya, aleluya, aleluya.