Qué sabor, qué olor, palabra o murmullo, suavidad o dureza hacen que el poeta regrese siempre en busca del “paraíso perdido de la infancia”. Al poeta cubano, residente en los Estados Unidos, Manuel Adrián López (1969), más que responder al misterio del primer impulso que conduce a los territorios perdidos, le interesa el acto de recobrar, salvar para sí ese niño que fue y su mundo imaginado y real, ahora transfigurado por el poder evocativo del gesto poético:
Mientras los niños del barrio jugaban en la calle
él vivía escondido
en un mundo inventado por sí mismo.
Jugaba a las casitas con su hermana,
en la casa de guano al fondo del patio
tomaban té en tazas de porcelana
y montados en la bicicleta
se hacían la idea
que era un carruaje medieval.
(“Juegos”)
Rescatar la “única patria feliz”, esa “verdadera patria”, como diría Rilke que es la infancia, en Un juego que nadie ve (Ediciones Deslinde, Madrid, 2019), constituye un acto de fe y reafirmación de su identidad y su ahora. Un ahora inmensamente más cosmopolita ( el poeta vive en New York), pero que no ha logrado borrar las moradas íntimas, sagradas, enmohecidas por la dureza que entraña todo exilio. De esta manera, el poeta salda una deuda con todo un universo personal adormecido pero vivo, que se torna tangible cuando se abre bajo “otro sol” la caja de la memoria y asoman fragmentados los objetos, los rincones y los mínimos gestos que conformaron la infancia:
En el fondo del patio
encuentra cientos de pedacitos de porcelana:
Platos, tazas, floreros
de colores brillantes.
Juega con ellos.
(“Espíritus”)
Más que añoranza por un mundo perdido, percibo en este libro hermoso y conmovedor, un viaje del poeta hacia sí mismo, un reencuentro con su yo esencial. No sé si el autor se ha percatado de cómo su poemario fluye como una especie de novela de aprendizaje (bildungsroman) donde se percibe un cambio desde la niñez a la madurez temprana del sujeto lírico, expuesto, inevitablemente, a los bruscos cambios de la Historia de su país, y que solo comprenderá y ¿asimilará? años más tarde; cada poema es un capítulo con puertas y ventanas que se abren; caminos, trillos, riadas que conducen a lo que hoy es su autor. Este fluir narrativo, solo alimenta el poético y, por veces, dramático filón vital de sus primeros años de vida que siempre ha perseverado en una especie de duermevela y que ahora se desea despertar del todo. Experiencia común de muchos cubanos exiliados, un trozo de la historia dramática de nuestro país que al compartirse duele menos:
Era oscura esa noche,
había un run run que inquietaba a todos.
La primera parada fue una casona vieja
con ventanas largas y rejas.
Una muchacha rubia,
perfumada
por el olor rancio de huevos inyectados
con mercurio cromo
sobre sus rizos
y su padre con un antifaz de moretones
que le cubría el rostro.
La madre lloraba,
ocasionalmente alzaba la vista
y volvía a llorar.
En cada esquina
de cada pueblo
le esperaba un coro
agitado
lanzando alabanzas
¿o serían insultos?
(“Una noche oscura”)
En estos versos límpidos, despojados de sobreañadidos, de esas frases tan a la moda que aspiraran a epatar, —aunque abundantes en personajes—, el protagonista es un niño real: aquel que el poeta fue. Mirada y lenguaje brotan de ese niño decidido a permanecer, y con el cual el lector se sentirá plenamente identificado.
La infancia del poeta que transcurre en Morón, un pequeño pueblo del interior de Cuba, pintoresco, cercano al mar, se evoca y recrea con una mezcla de humor y drama. Unas veces en sutiles pinceladas, otras con mayor detenimiento se muestran los primeros miedos, asombros, el descubrimiento del cuerpo, la sexualidad y sobre todo el descubrimiento inigualable del amor y la belleza, por veces de la mano de la rabia, el dolor, la injusticia. Por aquí pasea la familia, se anudan y/o desatan los lazos con los padres, abuelas, tías, primas, amigos, vecinos, “vigilantes”, “delatores”; te acercas como jugando a los objetos, al interior de las casas, el mar, el café, las galletas con mantequilla y el pan de gloria, Jesucristo, los ibeyes, los barquitos de papel, la música cubana, los gritos de “escoria”, hasta arribar a la desesperación de la partida, como una fuga, otra, hacia lo desconocido no exento de dolor e incertidumbre, pero que constituye quizás una tabla de salvación, o, al menos, otra posibilidad del ser:
Si pudiera rescatar al niño,
lanzarle un salvavidas,
lograr que fuera diferente,
por lo menos que doliera menos […]
Si pudiera haberlo rescatado
no sé si el niño me lo hubiera perdonado.
(“El rescate”)
La Patria, en Un juego que nadie ve, no se insinúa como algo que se pueda transparentar, asir, etiquetar en una frase o en una ideología, tiene la connotación de lo inasible, de lo que no podemos percibir como una Totalidad; Cuba, aquí, se revela en las sutilezas de la casa natal, en las fotografías que iluminan sus habitaciones, el patio de los juegos, el pecho de la madre, un mango y un arbolito de navidad, los hallazgos de los más primarios sentimientos y emociones encontrados.
De pronto, cuando irrumpen los gritos de odio (“¡Escoria!”), acaba un juego y empieza la fuga desesperada, nacer otra vez a lo desconocido. Pero, ahora, de regreso, con el poder evocativo de la palabra, el poeta levanta su país íntimo, anterior a los vaivenes del tiempo y la historia, de donde nunca será expulsado.