Un vacío difícil de llenar se ha abierto en la patria de la infancia. Ha muerto Teresita Fernández. La trovadora sui generis, de energía y fuerza telúricas, de generosidad sin límites. Avis rara en un mundo de egoísmos y mercadeo. Ha muerto quien alumbró con sus cantos la niñez de varias generaciones. Mi generación, entre otras. Ya no está para arroparnos quien invitaba siempre a ser feliz aún en la adversidad y la pobreza, y no lo dudemos: en medio de tanto lenguaje procaz y sonoridades raquíticas, de las que se «vanagloria» gran parte de la música cubana contemporánea, su ausencia no será fácil de cubrir.
Crecí en el barrio marginal de Cincha Coja, pobre, y quizás fui mejor persona porque tres símbolos me ayudaron a mantener encendida la luz de la esperanza: un padre melancólico y sabio, lleno de dudas; un almendro machorro en el patio grande y sin cerca, sembrado por mi abuelo; y las canciones de Teresita. Tintines sencillos como la lluvia hablando de la pobreza que conocía bien y no preocupaba tanto porque había mucho amor. Por ese patio y bajo un puente de madera quejumbrosa me acompañaron en mis fantasías los protagonistas de su trova, personajes minúsculos, feos, «poca cosa» como el nombre de mi barrio, pero tan llenos de savia, tan ricos en su insignificancia, tan perdurables en sus historias de vida que celebran la dignidad, la grandeza de lo pequeño, la amistad y el espíritu.
Cuando llegaba de la escuela nunca estuve sola, me invitaban a tomarme de la mano —como la ronda de Gabriela Mistral que sentidamente musicalizó—, un pobre grillito con catarro y sin un jarro para tomar café; Vicaria, la lechucita que sale al amanecer; Rani, una ranita poeta que escribía poemas en hojas de violetas, enamorada de un sapo feo que para colmo se chupaba el dedo —bueno, Rani era yo misma—; Pitusa, pedacito de zanahoria; Eusebio, pastillita de chocolate; Vinagrito, gatico de algodón, flaquito y muerto de hambre; el zunzucito que vuela de flor en flor. Elementos mínimos, habituales, pobreza irradiante sembrada en la palangana vieja de la gente común, vidas anónimas que al decir de Borges «están salvando el mundo».
Cuánta estirpe martiana hay en estas canciones rasgadas en tu guitarra viva y sola, trashumante Teresita que también bebiste en lo mejor de la trova cubana tradicional, y fuiste inspiración y maestra de una generación de trovadores que no ha tenido parigual, la de Silvio, Pablo, Noel, Sara, Santiago... Te debemos no solo tu música para niños, juguetona, humilde y que invita a todos a pensar; letras cuya profundidad se torna símbolo y emerge desde una sencillez que desarma las falsas poses intelectuales, cordajes de sabiduría ancestral cargados de vigencia en un mundo que pide a gritos la recuperación de la poesía primigenia que nutre lo mejor de la humanidad; te debemos también tu actitud existencial, tu austera vida apegada a lo espontáneo y natural, un raro estilo franciscano.
Ha muerto Teresita, y hay una deuda perenne con aquella mujer entrañable, de voz única, que entregaba a los menesterosos el dinero ganado con su música, como si no fuera poco ya la frescura que dejaba en el aire cuando se sentaba a cantar acompañada de un tabaco casero, una fresca tisana y su vieja guitarra en cualquier rincón rodeada de pueblo. Mi Teresita nuestra, «niña de cristal azul» que nos hizo «el corazón feliz, feliz, feliz»... Pobres niños de la Cuba de hoy y mañana si no llegaran a conocerte.