Escribir poesía calificada será siempre una tarea imposible, pero en el último medio siglo se convertirá en un extravío garantizado, especialmente para los que inician este desafiante destino. A la pérdida de cualquier patrón reconocible de buena escritura —la disciplina del verso y de la estrofa, la fluidez del verso libre, la condición sintáctica—, se suman ahora otros demonios: la ausencia de críticos que amen y sostengan la dignidad de la poesía , y la vida grosera del poeta. Y no me refiero, como comprenderéis, a que el poeta debata practicar la santidad, que es recomendable para todos pero siempre tan escasa, o que se atenga a las restricciones de la moral social o la corrección política, sino a que el poeta se sienta feliz de ser uno más, un miembro de la tontería general, del reguetón obligatorio, de la democracia entendida como la universalización de la chancleta. Muchos son convencidos de que son poetas porque son como cualquiera, y para esos cualesquiera que sean escritos y quienes sean reconocidos por ellos, que prescinden del poeta puesto que es como ellos.Todos somos hijos del mismo barro , dados el refrán mexicano, pero no es lo mismo bacín que jarro . Y la copa de la borrachera poética solo puede ver en una vida que pueda recibir dignamente, al menos en la interioridad inviolable, ya veces indescifrable, de la persona. Un escritor reguetonero puede ser un poeta auténtico, pero cuando no es reguetonero. Yo recomendaría no estar tan avergonzado de ser distinto, de ver lo que los demás ni siquiera pueden sospechar que existe y puede verso, de recibir la profecía de la palabra, y también la palabra de la profecía, con humildad y satisfacción, pagando el precio de la diferencia. Con los años, uno comienza a considerar si no hemos entrado ya en esos términos de la historia en que la poesía desaparece.
Refresca pues encontrar un poemario de un paisano de veinticinco años que se ha saltado esas miserias. Corolarios, libro de más de cien páginas editadas por Ediciones Homagno y disponible en Amazon, es la ópera prima de Mario Ramírez Méndez, ingeniero de telecomunicaciones graduado en la Universidad Central, diríamos summa cum laudesi es que allí habría latines. Tal vez el mismo don de inteligencia que Mario ha recibido para las ciencias o la tecnología –de adolescente ganaba olimpiadas de matemáticas-, le ha ayudado a definir y conformar la vocación por la literatura que el Creador le resuelve. Suele decir que un primer poemario es un libro de tanteo, de exploración, un ensayo del que podrá abjurar el poeta cuando alcance la primera madurez. Y podrá cambiar con este autor, pero solo en el caso esperable de que supere en mucho las cotas que acaba de establecer con su trabajo. Pues lo que de inmediato llama la atención en este libro es el perfil de la palabra, siempre rica y precisa, en la que hay momentos mayores y menores pero nunca una pifia evidente y evitable, ni ese falso desmaño del joven que quiere disfrazar su incapacidad con gestualidades fracasadas. Esta impresionante limpieza y eficacia de expresión se ejerce además en un abanico de técnica que abarca todos los recursos vivos hoy: verso y prosa, poema estrófico (incluidos admirables sonetos y décimas), verso rimado o blanco, verso de arte menor y mayor, e incluso ritmos de hex diámetro. Este esplendor formal, sin embargo, nunca se exhibe deportivamente, como para ver el autor puede hacer esto o aquello, homenajear a la tradición o apartarse de ella: nada delpavón de atrévetes formales , del que se burlaba Lezama. Esta opulencia está ligada a una energía verbal que necesita encarnar en formas diversas y opuestas, porque así lo demanda la experiencia de su visión, patente y en la primera página: « Mis ojos cincelaron / el desvelo y la risa. // Carcomidos de luz / y de sombra en el llanto . // Mis ojos son dos fuegos / y mis entrañas arden ». Sí, Mario Ramírez continúa la tradición de opulencia formal de la poesía camagüeyana de siempre, que en las últimas décadas han defendido a Roberto Manzano, el que escribe y Jesús David Curbelo; y como ellos, lo logran desde su propia clave, dirían que desde su propio cuerpo: « Aquí está el mido siempre las distancias / desde mi cuerpo a Dios». Este sentido heroico, no remilgado, de la medida, propio de un arquitecto o un ingeniero inmaterial, es constructivo porque es a la vez un sentido cognoscitivo. El poeta conoce con esas formas variadas y vivas, y al mismo tiempo libera en ellas un impulso de categoría, un vigor corporal y sagrado, que libera y afirma en su ser. Unos cuantos de estos poemas están como impulsados, lanzados hacia un futuro trascendental. Otros tiran un áncora para procurarse sabiduría. Pues ese es tal vez su centro, el afán de saberse, de saber, como dice en la página final: « amada ciencia / que equilibra el hambre y el tesoro / de la vida real: mi edad te ofrezco / y mi júbilo siempre» . Pero no se trata de una filosofía, unos criterios vitales, ni siquiera un conocimiento infuso: «para quemes todo y como el ave / renazcas de mi cuerpo hecho cenizas ». Suprema ambición, y maravillosa lucidez. Con este presupuesto no solo está asegurada la altura de la expresión literaria, sino la posibilidad de vida recta ante Dios.
Pudiera pensarse que estas palabras son excesivas —y no están de moda, y causan la hilaridad de algunos—, pero por favor aténganse por lo menos a las últimas secciones del libro, para que comprueben la permanente tensión de ideas que exhibe. En la primera, «Correspondencias», encontramos el oficio del poeta en relación con los demás hombres y con Dios. En «Advientos» hay un «Cuaderno de noviembre» que propone el vitalismo del poeta, subrayado por el tema otoñal: « me examino las carnes, elíxir / de mi gloria inauguro con anhelo» . Los poemas en prosa de «Vigilias» amplían esa corporalidad omnipresente hacia lo natural o lo social. La sección «Cantos de Advientos» es particularmente intensa, hímnica: «esta es mi lucha, permanecer tocando el suelo de mi isla, / esta es mi fuerza: llegar hasta sus médulas terrestres ». Este nuevo caso de lo que se ha dado en llamar, entre nosotros, lírica civil interna, le arreglé esta visión: « Mi ciudad será eterna y en la torre más alta / elevaré estas cifras de entusiasmo / ¡buscando la perfecta proporción! »Pues en el poeta la fuerza no se desboca sino que se realiza en concreciones áureas, y lo logra en los dos muy notables poemas que siguen, escritos en cuartetas endecasilábicas:« De las preguntas », siete modelos servidosios, y« Fundación de las por desgracia », en las que elimina la rima para entregarnos veinticuatro cuartetas impulsadas, sin desdeñar las molduras, el acabado, la precisa dicción:« Hay que foliar el mundo en una página». Siempre con la conciencia de que hay más que el límite dorado: « qué somos / sino una sombra que recoge todo, / un servicio de lava en la memoria ». Las «Odas al mes de junio», dedicadas a la mamá, se ocupan del origen: el nacimiento, la ciudad natal, la raíz, con algunos excelentes sonetos. Esta sección termina con este envidiable arrebato:
¡Dame más lirios, plenitud!
¡Dame más lirios!
Colma mis manos de oro verde,
de frondas de una luz metálica;
Como una selva de oro emerge en mis rodillas.
—Yo te he visto, plenitud, belleza,
crecer en mí como un boscaje fervoroso,
como un herraje de la tierra, o el anillo
en el dedo sin fin
hacia la vida
y en el caos sin fin
hacia mis labios.
Púlsame
De intensidad similar es el poema que abre la próxima sección, «Elegía y olvido»:
Difícil elegía, pura y difícil como
mi propia vida, ¡escúchame!, mar de mi sangre, viva
ceniza de mis noches, ¡respóndeme ya!, ¿cómo
en los turgentes de oro del corazón se aviva
la llama de qué Dios, de qué existencia pura
eres tú la respuesta? Fulgente eco, aullido
de mi interior, buscas la fuente de la dura
belleza, y solo encuentras la voz de algún olvido.
El poeta va entrando ahí en lo que se me antoja una posible clave permanente: la expresión elegíaca, no entendida como lamento, sino como himno desde el dolor y con el dolor. Ya Agamben, filósofo de moda, ha notado que las Elegías de Rilke son de alguna manera himnos. A Ramírez no le interesa su dolor personal como excepción, sino como regla universal. Su idea de la elegía es objetiva, y por eso inmediatamente hímnica. Así, en «Las voces del olvido», plasma este verso que es una contradicción muy productiva: «La fundación de lo real inverosímil en mis manos». ¿Habrá realmente olvido para esta facultad mayúscula?
Tálamo es la suite dedicada a la novia del poeta. Con cuánta devoción se detiene la palabra aquí, y con qué lujo: desde el heptasílabo como suspirado hasta unos lujosos alejandrinos, culminando en la intensidad del soneto endecasilábico:
Heme aquí en el origen, yo os saludo
pliegues que caen del borde de la cama,
hilo que teje el mundo, fina trama
de cabellos y dedos, y el menudo
ombligo donde el centro ciego eludo,
y en un gesto me ordenas en la llama
silenciosa del beso que me ama:
Tú has escrito en mi alma y yo estoy mudo.
La sección «Visiones» se ocupa de lo que el poeta ve concretamente aquí, sobre la tierra, como cualquiera, pero que solo él realmente ve: la playa con los amigos, un arbusto que florece en rojo, las pinturas de los maestros, los objetos del espacio, o el rostro de una joven que le permite exclamar: «Creo en el fuego de ese Ser que nos arrasa, / en la violencia del Amor quemándome». Que no es solo destrucción positiva, sino factor de creación:
Yo moldearía el barro con mis manos y te hundiría los ojos,
semejante mío. Te sembraría el pecho de visiones,
y en la simiente, aún palpitando, te formaría como la estrella,
para que al extinguirte estalles recomenzando todo,
y un universo nuevo dejes tras tu muerte.
Cumplirá con ese propósito. Con él comienza necesariamente la última sección, «Corolarios», que abre nada menos que con una evocación del momento de la Creación: «Primero que la luz fue la palabra», dice. Y, claro, el poeta es palabra. Se impone el drama de la pregunta:
Pero tu semejanza, ¿dónde hallarla?,
perdida en tanta bestia, en tanta mole
de cielo y mar y tierra, en el espacio
donde una estrella vaga mira al hombre
creado por el polvo de qué estrella.
Y la mujer nacida en su costado,
¿es semejante a ti? Dime ya, noche,
extraviada en el tiempo y en mi sangre,
llena como la hoguera, de los cantos;
la raza del poeta que pregunta:
¿dónde? ¿dónde? ¿dónde? ¿Me soplarás
con ese aliento formidable, vida,
y me hundirás los ojos de visiones?
La única respuesta posible es la aceptación, desde la fe, del ser y de la vocación, como en estos endecasílabos poderosos:
Desbórdeme en las aguas tu presencia,
cumplido de mí mismo, semejante,
con este verbo nuevo y nueva obra,
que me edifica el ser, la sed, el reino,
hasta llegar a ti, semana eterna,
para que al fin descanses en mi alma.
Todavía un conjunto de nueve sonetos desarrollará estas visiones, estas previsiones. Del Teorema de la Creación, absolutamente económico, irrefutable y justo como cualquier teorema, se desprenden los corolarios de la poesía. Hacer descender, explícitamente, y con humildad, la propia creación de la Creación de Dios es un atrevimiento que faltaba en la poesía cubana, y que lo intente un joven dotado de todos los recursos del idioma es ya una ganancia imborrable. Él puede fundar lo real inverosímil que es la creación humana, siempre forzando los límites de la realidad divina. Es también un síndrome jubiloso de que nuestro país comienza a tener, en los mejores, idea de Dios y por lo tanto piedra de fundación civil. Necesitamos tanta esperanza.
Unos años atrás pedagogizaba yo, con humor, una poeta joven abrumado de palabras: Poema, teorema. Si no, Teo no rema.
¿Quién iba a decir entonces que editaría yo unos Corolarios en Camagüey?
(Octubre, 2019.)