Si hay un icono del arte contemporáneo, es Marcel Duchamp: iniciador de las instalaciones y precursor del conceptualismo, del arte objeto y del nihilismo estético, profeta de la muerte del arte. Se ha construido así el mito de un Duchamp monolítico y paradigmático, que tiene poco que ver con la persona y el artista que encontramos en sus actos y en sus obras. Duchamp fue un hombre contradictorio y además enigmático, que disfrazaba o neutralizaba sus contradicciones exhibiéndolas. Estaba cansado del arte y quería ser un anti artista, pero qué va, sus obras que cuentan están concebidas en un gran estilo renacentista: el “Desnudo que baja la escalera”, “La novia desnudada por los solteros”, “El gas de alumbrado”, son precisamente obras pensadas y vueltas a pensar, construidas con el cuidado y sobre todo con la elevación de pensamiento que caracterizan al arte que encontramos reverenciado en los museos, que es a donde han ido a parar fatal y dichosamente esas obras. Lo que un autor quiere ser no es necesariamente lo que es, ni lo que dice es lo que hace. El intelectualismo y el afán de novedad que generan los manifiestos y los movimientos conducen al espejismo de las declaraciones mayestáticas de autor, que a veces coinciden con el desempeño real, pero que suelen ser también materia de disparate y de engaño. Desde luego, para un temperamento irónico como Duchamp, engañar a la inmensa mayoría de la humanidad tal vez le resultaría divertido, incluso inevitable y necesario; no sé si un deber. ¿Por qué no exhibió “El gas de alumbrado” antes de morir? ¿Dudaba del valor de la obra, o por el contrario no quería enfrentar el escándalo de que hubiese trabajado tanto en una obra de arte renovadora y elevada, según los cánones de la modernidad, él que había declarado muerto el arte y ridículo al artista? A mi juicio, las dos vertientes de la experiencia de Duchamp son válidas, pero de ninguna manera tienen el mismo valor. La negatividad duchampniana, su crítica de la noción del arte, su intelectualismo nihilista tienen un valor de testimonio y de honestidad, que denuncia la crisis permanente de la percepción contemporánea del arte. Pero el otro Duchamp, el que a pesar de ese desencanto, esas dudas, ese hastío sincero, sigue produciendo obras en la línea de la gran tradición de todos los tiempos, es el que va a seguir mostrándonos el difícil, necesario sendero de hacer arte, contra cualquier evidencia. “El silencio de Marcel Duchamp ha sido sobrevalorado”, opinaba Beuys en un performance aún en vida de su colega, sin saber que ese silencio era un fraude y que Duchamp seguía creando tramposamente una obra maestra de gran arte. En este caso genial, atengámonos no al silencio, sino al escándalo.