Habría que preguntarse dónde está la materia de la poesía. Dónde se esconde la sustancia capaz de germinar en poema. Aunque se escriba en presente buscando un mañana, la poesía siempre será la consumación de lo pasado. No hay otro terreno más dúctil, paladeable, deformable. Porque la poesía es la capacidad humana de alterar lo inmutable, de reescribir ese texto mayor que es la existencia. Se paga cara la búsqueda del poema. El encuentro con la poesía no es más que el encuentro con el fuego. Y quizás, como un oscuro Prometeo, al poeta le corresponde ir dando su hígado a los buitres, a las erinias, a los recuerdos.
Nada enceguece más que ese instante pasado que no ha de volver. Que esa palabra que no pronunciamos. Que ese golpe que nunca debimos emprender. De niño soñaba con que la memoria fuese como un casete cuya cinta pudiera borrar y regrabar a mi antojo. Me dolía ese recuerdo opresor que siempre retornaba. Porque no existen los olvidos voluntarios. No nos es dado escoger el recuerdo que se va o el que se queda. Solo nos es dada la (re)escritura y su castigo. Como diría Juan Ramón: “¡Memoria inmensa mía, / de instantes que pasaron hace siglos; / eternidad del alma de la muerte!”1
Por ello, Francis Sánchez (Ceballos, 1970), poeta y argonauta, rescata de su viaje, de su periplo por la vida y por la casa, esta Caja negra (Ediciones Unión, 2006) que parece no solo contener su memoria, la crónica minuciosa del viaje nunca hecho, sino la memoria de todos. Como si bastase una sola vida para justificar toda la existencia. Como si la memoria de un solo hombre fuera suficiente para defender lo que hemos sido y acaso seremos.
“Mi alma está llena de recuerdos”, dice Francis a través de Apollinaire, y comienza el viaje sempiterno de la escritura. El libro logra ser variado y unitario. Nada más difícil, sin embargo está bien conseguido. La totalidad del conjunto queda atrapada en poemas como “Casa de la escritura en la oscuridad”, que fragmentado en seis partes recorre todo el conjunto y resulta un ajuste de cuentas con lo pretérito, un inquirirse a uno mismo y a los demás, y también a Dios, porque todo soliloquio humano es una plática con lo divino, ya lo decía Machado: “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”.2 Otros poemas, como “cuerpo velado”, “tema para tramoya”, o “ascensores”, responden a un impulso expurgativo, una necesidad de liberarse de peso, una búsqueda de lo diáfano en lo tremendo: “ni siquiera son míos mis actos más oscuros, / hablar poco, la risa, pensar en el suicidio.”3
La poesía de Francis es tremebunda y frondosa. Sus poemas tienen la doble ganancia del contenido y la forma. Son densos y apremiantes, pero no aletargan la lectura. A veces, entre sus palabras, o a través de la alquimia que logran sus palabras, se respira cierto hálito medieval, cierto aroma a monasterio y vitral. La confesión, a la vez que le da un sentido y un aire narratológico a la trama del cuaderno, es también una de sus características más notorias. Cuando dice “era tarde, no quedaban huellas / de que jamás volvía a tierra sino a mí / en edades imposibles de armar con pinzas en la claridad / cuando Ileana seguía esperando allá, sin esquife ni casa / me sentía solo, o sea fuerte bajando del tren”;4 uno entra a la vida del hombre, del poeta, a su pasado, a su soledad que es también nuestra soledad.
Aunque el libro posee un equilibrio en la calidad de sus textos —o sea que no hay en él lo que se denomina “hojarasca”, esos “textos de relleno” que a veces resultan muy efectivos dentro de un conjunto, y en otras ocasiones detestables—, quiero resaltar tres textos que vienen siendo algo así como mis predilectos, y me refiero a “curso órfico” (con el que me siento muy identificado), “lo que hay oculto en el patio”, y “pedaleo”.5 En el primero, Francis relata ciertos hurtos: “la práctica sexual de robar libros / me dio el suplicio para pasar la juventud”; el poema, más allá de su misterio cuasi indescifrable, habla de cierta ansiedad que va más allá de la búsqueda del conocimiento, de cierto apetito confundido entre palabras y caricias. El segundo es un expediente de dolor, una crónica de sucesos, o de oscuras sensaciones tras sucesos, que suelen enmudecer el pensamiento y también el alma. Y el tercero, “pedaleo”, es un poema sobre la fe y la perseverancia, un poema de amor, del amor profundo que es capaz de producir, y a su vez aplacar, todos los odios. El poeta, mientras pedalea, me recuerda al personaje de La soledad del corredor de fondo, relato de Alan Sillitoe, ambos encuentran en el ejercicio un escape, un refugio, una razón para reponerse a su pasado: “si estoy libre será porque he salido a sustituir aire, creo, / y odiarla, medir desde lejos / la ciudad que se pudre y descompone.”6
Predomina el verso libre, con un uso abundante del verso de arte mayor, pero se hace necesario resaltar el uso del soneto, pues en poemas como “tarea”, “habitaciones Ángel Escobar”, y “cita en calle Pizarnik”, hace gala de la estructura, así como del verso alejandrino.
Tras la última página a uno le asalta la sensación de que estos poemas no pudieron no ser escritos. La no escritura no era una posibilidad. Al poeta no le quedó más remedio que ir tras el vellocino. Posiblemente su salud y hasta su vida estaban en juego si no emprendía el viaje. Se hacía necesario escribir y Francis lo hizo y salió victorioso, aunque probablemente no ileso. Escarbó en su caja negra y nos legó un testimonio de su ser que es justo que ahora nos pertenezca a todos.
1 Juan Ramón Jiménez: Poesía pura, Editorial Mondadori, 1999, p. 32
2 Antonio Machado: Poesías completas, Editorial Arte y Literatura, 2003, p. 96
3 Francis Sánchez: Caja negra, Ed. Unión, 2006, p. 23
4 Ibídem, p. 16
5 Ibídem, p. 31
6 Ibídem, p. 50