Siendo un simple admirador y amigo del artista me atrevo, por segunda vez —la primera fue con “El gran apagón: el Guernica de Cuba”— a escribir con estupor y temblor sobre esta fase de la segunda madurez del Oliva pinareño: la irrupción de sus esculturas que nos interpelan, desde su locuaz e interrogante silencio, con una marca “como de bronce candente”. Nada tengo que justificar sobre mi laicidad acerca de las técnicas empleadas, me quedo con el lenguaje y el mensaje. Huyo del intento de la autopsia del modelaje y me sumerjo en el insondable piélago de sugestiones, como quien se aboya en ese Mar caribeño entre la Isla y la Utopía, dejándome llevar, mirando al Otro infinito, que es siempre mirar alto y otear el horizonte.
Oliva nos ha sorprendido en el manejo de las velas, en el aprovechamiento de los vientos, en el montarse sobre las olas del acontecer, siempre peligrosas cuando son altas, pero imparablemente impulsoras de la travesía. Saltan del lienzo al volumen, viejos y nuevos personajes como travestidos de nueva humanidad. Y comienza el diálogo íntimo, cadencioso, con este Laudes escultórico de la mañana, tan del mañana que es capaz de crear por sí mismo, la pluralidad, siempre respetando la recepción y el grado de atrevimiento de cada interlocutor sin censurar sus diferencias. A fin de cuentas en este “Gran viaje” navegamos o naufragamos todos, variopintos, en el mismo barco.
Esa pluralidad permite el bojeo prudente para los que no quieren detenerse más allá del amor a primera vista; provocan en otros tripulantes, ingenuos o no, una primera impresión cómplice, pero aún tímida del que no puede pasar rodeándola, titubeo entre el impacto y el intento de una interpretación visual en la superficie. Estos personajes establecen con algunos más sensibles una relación inquietante, imposible de desechar entre la limpieza de la forma y la complejidad del contenido. Es lo mismo que experimentamos los amigos de Pedro Pablo, esa trampa in cordis entre la simplicidad franciscana del artista y el incontenible deseo de que nos devele su intrincada intención, algo así como la tersura del pétalo y el polen germinativo en su cáliz, que aparece y ofrece la floresta, de la base al pelo, de la “Novia llorando”.
Pero lo mejor de los diálogos entre las esculturas de Oliva y quien se atreve a sumergirse es la de aquellos que Medardo Vitier llamó una “minoría guiadora”, que son las primeras en descubrir “las señales en la noche”: se trata de quienes pasan de la superficie al alma que contiene y expresa el bronce —fatídica inmanencia del espíritu humano— que siempre necesita de un fatigoso proceso de penetración fecundante o, si se quiere, de un ascenso sufriente pero gozoso hacia “las moradas del Castillo espiritual de la intrépida Teresa de Ávila que, por atreverse y “versar” (en sus varias acepciones) alcanzó la transverberación del verso a la mística. Pedro lo logra del bronce que, como candente flecha, atraviesa el corazón de los cubanos que trascienden la puerta del quebranto antropológico en forma de superficialidad y se deja “atravesar” por la ternura de la imagen para que el bronce imprima carácter como un sacramento de la luz profunda.
Es el viaje del “Héroe” que escapa hacia la Utopía, o se escapa de sí mismo, en la fragilidad deforme de la contradictoria inutilidad de una balsa-envase de proyectos vacíos sobre las olas de la fuga. El tema del exilio con remos largos, o el “inxilio” con muros altos, se expresa en la más humilde de nuestras realidades, la de una lata aplastada como desecho que recogen y recuperan “los pobres de la tierra”.
Nos encontramos con la realidad, que jamás se exilia de las obras de Oliva: la mezcla, ¿mestizaje? y la supervivencia en unas “Bodas de españoles y criollas” que con el folclórico vestir de los diminutos personajes, plantan ante el interlocutor la “lucha” de la mujer cubana y de esa madre nutricia que es Cuba, en tiempos de desierto espiritual y otras ausencias, hasta llegar al erótico “allegro” trágico en una reluciente y tentadora taza de café con amplia marca de origen.
Nada de esculturas estáticas. Las obras de Oliva están en continua pasión, movimiento y contradictorios equilibrios como la “Muchacha enamorada de un ángel” con tantas sugestiones como las otras, pero aquí pudiéramos llegar a un paroxismo amoroso pero invertido de la clásica “Anunciación” de Fra Angélico, donde el ángel Gabriel, venido de la trascendencia, siempre está sobre la humilde María sentada, laborando, en el perdido Nazaret, siempre apegada al suelo, a los entresijos de la cotidianidad más intrascendente. Pero en Oliva ocurre la Transfiguración de la Mujer por el Amor —las mayúsculas son intencionadas contra el uso—, el ángel está debajo, sentado, con sus muy terrestres botas y genitales, mientras la mujer dignificada por la sublimidad del amor hace equilibrios inefables entre el suelo–cabeza del ángel y la altura, al infinito goce transido, en un “grand-battement-jeté” imposible de superar, que nos habla de lo difícil del Tránsito entre lo terrenal y el amor trascendente. La mirada hacia lo alto con los ojos entornados pareciera que intenta cubrirse de la Luz infinita.
Como en la cumbre del Calvario, o en la pira hindú de Gandhi, arriba el escultor tras el vía crucis de todo lo que ha vivido, de lo sufrido por la Verdad, de las levantadas exhaustas después de cada humana caída… ahí llega exhalante de amor, en esa misteriosa conjunción de dolor y necesidad perenne de oxigenar el movimiento. Es la suprema prueba de fuego del artista mayor. El haber vivido mucho y de todo, el haber penetrado la médula de la condición humana, le alcanza para sublimar sus alfareras manos y su cabeza tan irresoluta e inquieta como canosa… Allí sube y avanza en el doliente y glorioso tramo de los años… cada aspiración es parto y movimiento… cada escultura es el lento tránsito de la infinitud del creador… A pesar de todo pronóstico –siempre la cortedad y manquedad de los pronósticos humanos- las manos del artista logran el milagro de parirle alma al bronce, de convertir el calor de los hornos en la ternura del pulido… y de engendrar, sin tasa y sin medida, la humilde apoteosis de la luz del Génesis.
Llega a la cumbre “espantado de todo” como su Maestro Martí, omnipresente y traslúcido vitral multicolor, que le enseñó a Pedro Pablo el acecho del mal cuando te enreda la ternura, el cansancio de una fiesta fugaz y de un prohibido soñar ad portam. En esta obra cumbre, solo comparable a “El gran Apagón” (1994), contemplamos el mimbre entretejido de la Isla y el exilio, el ave del escolar sencillo, y la imagen de Martí que más me gusta y me ha hecho pensar de todas las de Oliva: ¡Qué misterio la paz que da el sacrificio! ¡Qué elocuentes manos sobre el pecho de un poeta transido de bala y de amor! ¿Cuál será el secreto del sosiego tras el espanto? ¿Será el premio del que supo amar de verdad? ¿Cómo será el sofocante triunfo de la luz sobre las tinieblas del frío bronce de la memoria?
Esa corriente de luz prístina me evoca aquellas glosas de los versos del Apóstol que publicamos a José Raúl Fraguela en la revista Vitral en el año 1998, en su primer libro, “Como de bronce candente” en la VII décima, y que parecieran escritas para decir mejor lo que yo no he podido y el artista merece:
Pinar del Río, 8 de junio de 2020.
(Tomado de la Revista Convivencia 75, con autorización de su autor.)