TIENE QUE SER MENTIRA
El gran jefe de la sala era un tocadiscos de los años 50 que sonaba de maravilla, un RCA Victor enorme, un mueble de madera que pesaba una tonelada. La colección de discos corría desde Bach, Vivaldi y Beethoven, hasta Los Bucaneros, Farah María y los Irakeres.
En mi adolescencia pude conseguir discos de Karina, Janet, Los Ángeles, Massiel, Paul Anka Sings His Big 15 (los 15), Dalida y otros. El preferido de mi madre era un vinilo de Nino Bravo que no recuerdo cómo llegó a casa.
En los 80 el viejo RCA se quemó sin posibilidades de reparación y los discos tomaron otros rumbos.
Para suerte mía el reggaetón no había nacido y cuando en el penal, después de las 8 pm, dos bocinas de intemperie llamadas "de embudo" sonaban con música hasta las 10 pm, trescientas voces tras las rejas entonaban a coro e increíble afinación a Los Pasteles Verdes. Cuando comenzaba "Hipocresía" todo el mundo lloraba. Esa fue mi primera experiencia, bastante inusual para mí, pero lentamente se me fue pegando. Canté como Pavarotti cada tema, hecho leña después de todo un día de marchas bajo el sol.
Pero todo no era música y cantos de soledad, también el sufrimiento y la violencia imperaban dentro de los 800 metros cuadrados del penal. Las históricas riñas entre habaneros y orientales sucedían diariamente. Yo era del centro con ascendencia capitalina, gozaba de la impunidad en el albergue por ser yunta del guaposo Adrián, pero no faltaron mis problemas. Tuve dos broncas violentas; las dos veces perdí y terminé con ojos hinchados, pero eso bastó para anotarme puntos de respeto. Constaté leyes que son leyenda oral entre los libertos: la primera es que en la cárcel, si te fajas, siempre ganas, y la segunda, que entre los presos se respeta la religión. Si entre los oficiales y soldados ser hijo de pastor bautista era una marca brutal, dentro del mundo en cautiverio me respetaban.
Allí imperaban las religiones africanas, y cada noche, ilegal y a oscuras, se efectuaban rituales y toques de lata (que no de tambor). Yo participaba y mostraba mi sincero interés.
Con ellos aprendí quién era Oshosi, la deidad de la justicia. Un muchacho lo montaba en las madrugadas, exhibiendo su sombrero y el manto cruzado sobre el lomo. Aprendí los primeros patakíes y los cantos a los Orishas.
Los presos también defienden el romanticismo; diariamente soñaban con las esposas y novias. Sus cartas eran bastante pobres en lingüística, pero de un profundo lirismo natural; ahí aparecí yo de escribano popular, escribiéndole a las novias y añadiendo dibujos de corazones rotos y lágrimas cayendo en una copa. También escribí las mías, a dos chiquitas de la iglesia, y los amigos miraban mis cartas personales tratando de compararlas con las que yo les escribía para sus novias. Nunca pude dedicarlas a Roxanna, pues las cartas a tía Mercedes pidiéndole la dirección, nunca llegaron. Años después supe por mis primos que se había casado con un cienfueguero y juntos emigraron como escorias en la estampida del Mariel en los 80.
El sueño de todo preso era irse bien lejos, preferiblemente "palayuma". Era mucha la presión de las almas cautivas, ni siquiera era decepción, más bien convencimiento de que el país era una mierda.
La vida en la prisión no es tan mala... creía yo. Nos llegó la noticia de que Cristales cerraría, e iban a repartirnos por otras prisiones disciplinarias del país. La noticia corrió levantando polvo, con una onda de choque que nos aturdió.
Días después nos montaron en una perrera; éramos más de 50 personas sin ventilación, sin una luz. Íbamos como sardinas en lata, con mentes atrofiadas por el calor y el desconocimiento del destino. Hubo desmayos, vómitos, mierda en el suelo y sed.
Nos fueron repartiendo por distintas unidades. A cuatro nos tiraron en La Eva como sacos de papa podrida. Este lugar maldito era la prisión disciplinaria en la provincia de Ciego de Ávila, que acumulaba cerca de mil reclusos y era, según los cuentos que saltaban de boca en boca, una de las desgracias más jodidas que le podía ocurrir a un guardia; pero ya el tiempo había pasado, y yo estaba más preparado para cualquier desastre.
Nos condujeron a los calabozos, alegando la guarnición que el penal estaba lleno, y que en unos días se irían varios reclusos, y entonces podríamos ocupar sus camas.
—¿Quién es Hermes? —se escuchó una voz.
—Yo soy Hermes.
—Venga, le tenemos su lugar.
Junto a nuestros desbaratados cuerpos iban también los expedientes con nuestras historias y la noticia de que un religioso anticomunista llegaba, los motivó a prepararme un buen recibimiento. Me llevaron a la zona de los calabozos; era una edificación de paredes rojas sin ventanas y con techo de concreto. Una puerta enrejada era la única entrada de aire que se repartía por un pasillo central a una veintena de calabozos de dos metros cuadrados, con puertas de rejas y planchas metálicas que impedían mirar hacia el pasillo; solo un agujero a 5 centímetros del piso por donde pasaban en el desayuno un jarro viejo con agua de leche con gofio y un trocito de pan. El almuerzo y la comida eran idénticos, unos gramos de arroz, caldo de chícharos y un boniato. A veces los fines de semana incluían una sardina hervida.
Dentro del calabozo había un hueco con dos piezas de cemento a cada lado, que se elevaban unos centímetros. En esas piezas deberíamos poner los pies para defecar. Al lado una mohosa llave de agua goteaba eternamente sobre otro pequeño hueco. No había un lugar determinado para dormir, era el puro piso. En el pasillo central unas 15 bombillas incandescentes iluminaban el lugar.
En ese escenario digno de un filme distópico estuve 5 meses. Raspé las paredes con mis uñas, recordé cada sonido de mi infancia y cuando dormía, soñaba que estaba en ese mismo sitio, como si siempre fuese la misma película y secuencia girando eternamente en un cine de 5ta categoría. Cuando me desvelaba, recordaba mi viejo tocadiscos, y cantaba aquella canción de Nino Bravo que tanto tatareaba mi mamá:
"Más allá del mar habrá un lugar,
donde el sol cada mañana brille más..."
En las madrugadas se escuchaban gritos, pero era imposible saber qué sucedía. Una de las veces que me sacaban por media hora para tomar sol, logré coincidir con otro recluso. El tipo se rascaba la cabeza constantemente.
—Llevo 7 meses aquí, creo. Me llamo Eduardo.
—Yo me llamo Hermes y llevo par de semanas.
—Cojone, qué poco tiempo. Me da pena contigo —me dijo.
—¿Por qué?
—Es que vas a pensar que esto que te está sucediendo es verdad, pero es mentira. Todo tiene que ser mentira, es imposible que sea cierto.
—Chico ¿has escuchado unos gritos en la madrugada?
—Claro —me dijo casi en susurro. —Es la coneja, un maricón de La Habana que es una puñetera mujer, hasta lindo de cara y un cuerpo que te cagas. Tarde en la noche, entran los guardias y entre tres o cuatro le ponen una peluca y se lo tiemplan. Lleva como 9 meses aquí. Lo trajeron por pájaro. Esto que te digo podría parecer mentira, pero es verdad.
En medio de esta atmósfera cargada sobreviví, hablando solo, con los gritos de "la coneja" que no me dejaban dormir. En todo ese tiempo nunca supe de mis padres.
Una mañana, muy temprano, antes de que me pasaran el desayuno por el agujero en la puerta, me sacaron a la luz y sin decirme una palabra me condujeron al albergue.
Nota del autor: Los nombres de personas, excepto los de mi familia, son ficticios, y algunos giros de conversación también están tratados de otra forma. Después de casi medio siglo es imposible retener nombres y frases literales. Pero, la historia es real, contada con toda la exactitud que permiten los recuerdos.