PODRID PAREJO
Mi abuelo Ciro lo perdió todo cuando la expropiación de empresas y negocios particulares que el gobierno realizó en los años 60's, destruyendo la economía del país. Poseía mercados, almacenes y una línea de venta de helados por toda la provincia de Las Villas y en La Habana. Al perder la "Casa Ciro", solamente pudo retener su Opel Kapitän 1958, con el que se dedicó al alquiler de viajes desde Santa Clara, Caibarién y La Habana. Montar en el Opel era escuchar más de 20 veces "Toda la vida, estaría contigo, ya no importa en que forma, ni cómo ni dónde, pero junto a ti". Fue una maravilla viajar con el abuelo.
Cuatro meses esperé en la unidad militar de Matanzas mi traslado, soñando que junto a mi novia, paseaba con el abuelo en su flamante carro, cantando al unísono sus viejas canciones. Pero llegó la hora de partir. Dejaba atrás las FAR (Fúgate, Amigo Recluta), y me dirigían al EJT (Enfermo, Jodío y Trabajando). Imaginaba el ex soldado que dejando atrás el achicharramiento militarista la cosa iba a mejorar; pero nada es como soñamos.
Una mañana me dijeron: "Prepara tu maletín, que hoy te largas".
Después de despedirme de mis camaradas de albergue y recibir algunos regalos, entre ellos una rueda de cigarros populares (ya había aprendido a fumar, como legado de las FAR), el sargento José me esperaba con los papeles del traslado.
—Vas conmigo hasta Santa Clara —me dijo en buena forma.
José (Remollete le decían, porque no tenía cuello) no era mala persona, aunque yo hubiera querido que me acompañara Maritza, por supuesto.
Tomamos la guagua Hino y el tipo, agradable, me preguntó mil cosas de religión. Él era santero "tapiñao" y pensaba que yo iba a criticar sus creencias, pero cuando escuchó mi favorable opinión, fue más camaraderil.
Remollete tenía una querida en Santa Clara, y hacia su casa fuimos.
—Espera aquí en la sala, voy a templarme a la jeva, y después nos vamos a la jefatura del EJT.
Mientras templaba, vi que mi expediente estaba en la carpeta que había dejado mi lado, y lo abrí.
"Hermes Entenza Martínez. Hijo de religiosos contrarrevolucionarios. Criterios desfavorables sobre las FAR e influenciado por su familia a causar daño político en las filas del ejército. El padre es líder religioso y ex preso político".
Llegamos tardísimo a la jefatura. Me recibió un viejo alto con una cara que hoy se me asemeja a una lata de cerveza escachada, pero en esos años yo no sabía nada de cervezas enlatadas.
—Va usted a dar mandarria en las líneas ferroviarias. Alístese y amarre bien su cinto, que en el EJT no hay llanto ni admitimos que Dios se meta en el camino —me dijo el viejo con cierto tono burlón.
Yo llevaba 6 meses sin ir a casa y diplomáticamente le pedí un chance. Me dio una semana que no pude disfrutar con la familia, porque mi abuelo Ciro había sido diagnosticado con cáncer de pulmón y tuve que salir disparado para Caibarién apenas llegué a Sancti Spíritus. Fue la última vez que lo vi en pleno estado de conciencia.
—Pórtate bien en la unidad. No vale la pena fugarse ni dar problemas. Esto se va a caer rápido, y aunque yo no lo pueda disfrutar, tú sí lo vivirás, y no puedes ver la libertad lleno de pesadumbre y odio.
—Ok, abuelo. Trataré.
Me ubicaron en un campito cercano a Sancti Spíritus, con la promesa de que podría ir a casa los sábados cada tres semanas. Todo pintaba bien. Seguía siendo el tipo raro y gusano que daba mandarria en los travesaños de la línea y servía de entretenimiento a los jefes.
Pero el abuelo entró en gravedad y solicité unos días para despedirme.
—Es cristiano como tú. Seguramente lo vas a ver en el cielo —me espetó el militar jefe.
Llamé a mis padres. Ciro no aguantaba un día más. Decidí fugarme para estar con él. Murió rodeado de toda la familia, en mis brazos, como siempre sucedió después con mis padres.
Su rostro, a través del cristal, parecía decirme: vete, cabrón, vete a la unidad antes de que te desgracien.
Cinco o seis días demoré en presentarme. Me esperaban como cosa buena, y sin poder ni siquiera llegar a mi camastro, me montaron en un Jeep con destino al calabozo de Santa Clara, lleno de guardias desertores.
Allí sufrí ofensas, ensañamiento y par de golpes por parte de la guarnición.
El tribunal militar me sentenció a dos años de prisión, a pesar de toda mi defensa, que ellos obviaron.
En un camión "perrera" me condujeron hasta la unidad de la policía en Jatibonico.
—Ahora sí te jodiste, curita maricón.
Yo no hablé, y mis ojos se enfocaron en el afiche grandote donde se leía: Hay que tirar, y tirar bien.
—¿Cómo está tu abuelo? —me dijo el oficial de guardia.
Ya le había explicado la causa de mis días fugado, y la pregunta me sorprendió, pues él sabía que había muerto.
—Mi abuelo murió, acabo de decírselo.
—Lo sé, pero te pregunto cómo le va, cómo va pudriendo.
Seguramente la intención era llevarme al límite, que yo explotara para así agravar mi situación y, de paso, darme una golpiza. Pero lo que no imaginó ese individuo, es que mi sentido del humor tiene más poder que una bomba nuclear, y su veneno logré convertirlo en un chiste que todavía, cuando puedo, lo utilizo.
—¿Cómo pudre? Pues parejo, como un hombre íntegro. Hay que podrir, y podrir bien —contesté con voz triunfal.
Fui llevado al calabozo en espera del trasporte que me llevaría a la prisión "disciplinaria" donde debía cumplir los dos años de sanción.
El calabozo de la PNR era pequeño. Allí estaba Ernesto, un joven que, como yo, esperaba el traslado.
Estábamos sin esperanzas de libertad; supuestamente, todo estaba escrito. Pero vimos que la reja del calabozo no tenía candado, solo unas esposas viejas y rotas. De madrugada abrimos con paciencia y, saltando tapias, y pasando por patios del vecindario, logramos salir a la calle.
Caminamos varios kilómetros con destino a Sancti Spíritus, hasta que una guagua nos paró. Ernesto siguió porque era de alguna ciudad más al oeste.
Toqué en las puertas de casa, y bajo el llanto de mi madre y el nerviosismo del viejo Entenza, recogí alguna ropa, los abracé con fuerza, a ellos, a mis dos hermanos y a abuela Margot, viuda de Ciro. Le pedí al viejo 100 pesos y me largué a los campos de Trinidad, a Palmarito, donde vivía una tía paterna.
En el viaje pensé que mi abuelo Ciro me decía desde algún punto del universo, manejando en su Opel Kapitän: "Toda la vida, estaría contigo...", pero la cagaste, mijo.
Nota del autor: Los nombres de personas, excepto los de mi familia, son ficticios, y algunos giros de conversación también están tratados de otra forma. Después de casi medio siglo es imposible retener nombres y frases literales. Pero, la historia es real, contada con toda la exactitud que permiten los recuerdos.