Ya llega la Navidad. El Occidente rico prepara sus fiestas, sus catedrales iluminadas, sus árboles luminosos. En Cuba nos disponemos a soportar el desastre, el Apagón. Yo deseo celebrar esta Navidad compartiendo con ustedes la sinceridad de estas reflexiones más bien ásperas, que escribí hace años. Tal vez entonces era casi cristiano y más o menos católico. No el árbol eléctrico, sino la verdad que es luz.
1
El Espíritu sopla donde quiere.
Antes de la Iglesia, desde la Creación, el Espíritu actuaba.
Y hablaba por los profetas.
La forma en que el Espíritu hablaba por los profetas era necesaria, y necesariamente incompleta.
Aún no llegaba el Redentor, que traía la plenitud de Él mismo.
La acción del Espíritu, en cambio, era, antes de la Iglesia, desde la Creación, completa.
Porque Dios no puede actuar en forma incompleta.
El Espíritu actuó y habló totalmente por Sí Mismo en Jesús.
Este acontecimiento es único y no volverá a repetirse hasta Su Segunda Venida.
La diferencia específica entre el Espíritu y la Iglesia se expresa decisivamente en los días que van de la Resurrección a Pentecostés.
Ni siquiera un acontecimiento tan convincente como la Resurrección logra fundar la Iglesia.
Esos días significan que, aun con la plenitud de la palabra profética encarnada en el Mesías ―en una forma en que la Iglesia no ha vuelto a tener, que solo tuvieron los apóstoles―, ni siquiera con la Acción de Dios en la Resurrección, ni con la suma de ambas, se pudo fundar la Iglesia.
Jesús lo sabía, desde luego. Por eso dijo: conviene que me vaya para que les deje el Espíritu.
Y el Espíritu vino.
Los apóstoles hablaron en lenguas desconocidas.
Atención: no conocían esas lenguas. No sabían.
Dos: la función de los apóstoles, por lo tanto de la Iglesia, consiste en predicar el Espíritu a las naciones.
Pero claramente el Espíritu, que se queda en la Iglesia y con la Iglesia, sigue actuando y hablando por su cuenta.
Esto parece elemental, y lo es.
Lamentablemente, la Iglesia no ha reconocido por siglos esta sencillez, y sigue apartándose de ella.
La Iglesia, toda, y especialmente los obispos y presbíteros, debiera comprender que el Espíritu
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actúa sin la Iglesia, porque la Iglesia no puede contener al Espíritu, ni el Mesías se comprometió con semejante absurdo: todo lo contrario;
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actúa contra la Iglesia, si la Iglesia se aparta del Espíritu. Y está claro que se aparta de Él, todos los días;
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habla sin la Iglesia, a través de los profetas, dentro y fuera de la Iglesia;
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habla contra la Iglesia, a través de los profetas, dentro y fuera de la Iglesia;
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habla sin y contra la Iglesia, a través de cualquiera y en forma colectiva, a través del mundo profano y de otras religiones.
El Espíritu rige y dirige el Ser, incluyendo la historia, sin nosotros. Nos permite colaborar, por amor, en Su obra; quiere, por amor, que participemos, incluso decisivamente, en Su obra, que es Obra de Amor, pero no nos necesita para ese fin, ni individualmente ni como parte de la Iglesia.
Pero la Obra de Amor, si lo es, no es obra de la soledad de Dios. Quiere hacer esa Obra con nosotros. Para eso ha construido la Iglesia y la sostiene, para eso nos llama a los riesgos de la acción de amor; para eso convoca a unos y otros hombres, libremente, como conviene a la Obra, dentro y fuera de la Iglesia y sus normas, para la acción de amor, para la Acción del Amor.
2
La construcción del Reino de Dios es obra de Dios mismo.
La Iglesia no puede sustituir a Dios en la construcción de Su Reino.
Lo dice el Padre Nuestro: Venga Tu Reino.
El de Él, el que hace Él.
La función de la Iglesia es colaborar con Él, no sustituirlo.
Ninguna acción de la Iglesia logrará que venga Su Reino.
Si así fuera, no haría falta pedirlo, bastaría actuar.
Nuestra única acción decisiva en esa dirección probablemente sea esa: pedir que venga.
Tampoco ninguna acción de la Iglesia, ni de nadie, impedirá que venga.
El Reino de Dios avanza en la Historia, dentro y fuera de la Iglesia, en el mundo sacro no cristiano y también en el mundo profano, cristiano o no.
Es dificilísimo precisar qué palabra o acto en la historia está inspirado o no por el Espíritu, cuál está en la dirección del Reino o no.
En buena medida, es un riesgo personal.
No es un riesgo elegido, como en una carrera de automóviles.
Ese riesgo existe y existirá siempre, por la diferencia inevitable entre el Espíritu y nosotros.
Es un riesgo que no se elige, que no se puede evitar, que no puede ser esquivado.
Es un riesgo que hay que asumir.
La Iglesia debe atender a ese riesgo.
La piedra de toque de ese riesgo es el amor.
El amor es comprobable.
Se encuentra en la cantidad de sacrificio real presente en la vida de la persona.
Donde hay sacrificio es seguro que está Jesús, su Espíritu.
Sacrificio voluntario, y por amor.
3
El Espíritu habla en la Biblia. Pero la Biblia es inferior al Espíritu. No puede contenerlo ni en todo, ni en parte. El Espíritu no es palabra humana ni puede ser contenido en palabra humana alguna, ni siquiera parcialmente.
No se puede divinizar la Biblia.
No hay que interpretar al Espíritu desde la Biblia, sino la Biblia desde el Espíritu.
El Espíritu de Amor está vivo en nosotros.
Y si no está en vivo en nosotros, mejor no interpretemos nada, ni siquiera las noticias de los diarios ni las canciones de moda.
Lo que en la Biblia contradice al Espíritu de Amor es desechable. Aunque no está allí por gusto, sino para que entendamos por qué está allí y para que aprendamos a discriminar lo cierto de lo falso. El Antiguo Testamento contiene unas cuantas invitaciones a matar al prójimo por una u otra transgresión, muchas veces puramente culturales, sin el menor sustento moral. Algunas, sin dejar de ser terribles, dan risa.
La Biblia es Palabra de Dios. Pero cuidado: algunos idiomas son sutiles, especialmente el nuestro, y Palabra de Dios no es lo mismo que La Palabra de Dios. Ningún texto puede contener a Dios como la Palabra. Quien contiene a Dios como la Palabra es la Persona de Jesús. Creer que todo el mensaje divino está, al menos potencialmente, en un libro, es convertir a Dios en escritor. Yo que intento ser escritor no puedo rebajarlo a tanto. Es más, esa blasfemia me horroriza.
Mi mayor alivio es constatar que Jesús no escribió nada.
No rechazó las Escrituras, pero dijo que había que escudriñarlas. Prefirió la polisemia de la poesía, en los Salmos, a la precisión mosaica. Toda literalidad es una traición al Espíritu.
Y también a la Persona de Jesús. Si la Biblia contiene toda la palabra de Dios, la Persona de Jesús jamás hizo falta, no hace falta ahora. La literalidad bíblica es anticristiana. Lo que hace falta, lo que es imprescindible es el contacto con la Persona de Jesús, que existe, que está aquí.
Para colmo, no hay texto que no deba ser interpretado, de manera que la literalidad bíblica sustituye a la Persona de Jesús por la personita del exégeta anticristiano. Como para reventarse de la risa o meterle una bofetada.
Es interesante que no tengamos ni siquiera las palabras de Jesús con fidelidad literal, puesto que los evangelios están en griego y Jesús hablaba arameo asirio. ¿Una casualidad? ¿O es a propósito para que nos alejemos de cualquier literalidad ridícula?
Retraducir del griego al arameo es ocioso. Se sabe que no es un procedimiento legítimo. Jesús sabía que había muchas lenguas y que sus palabras, al ser traducidas, perderían sentido y matiz. No parece haberle preocupado ese problema. Porque su Reino no es de este mundo ni de las lenguas de este mundo. Pero habló, no escribió: porque hablar es un amor más cercano, más inmediato, más urgente que escribir. Habló para amar, amando ahora, hoy, en cada circunstancia específica. No como una doctrina superior al espacio y al tiempo.
Pero hay más: a pesar del elemento narrativo de los evangelios, la totalidad del contexto en que las palabras de Jesús son pronunciadas se nos escapa, y con ella la plenitud de sus intenciones. Ni siquiera los que estaban presentes podían divisar esa totalidad, cada cual encerrado en su propia alma, en su propia ignorancia inevitable.
Lo que Jesús nos trae no es la Palabra como mensaje escrito o como doctrina, sino como Acción del Amor. No escribe, no ordena ni sugiere a sus discípulos que sus palabras fueran escritas. ¡Cuánto no diría, de lo que no tenemos ni idea! Incluso dijo que no hablaría de las cosas del Cielo, puesto que no entendíamos ni las de la Tierra. La incapacidad del hombre para entender palabras o conceptos, incluso para entender en conciencia, estaba también desde luego en la previsión de Jesús, integra el plan de la salvación. Quien tenga oídos, oiga: muchos no escucharán.
Jesús no escribe: muere en la cruz y resucita. Sin la resurrección, Jesús no sería más que un profeta. La existencia de cuatro evangelios, no de uno solo, siendo así que tres de ellos son muy comparables sin ser lo mismo pero el último no, y la imposibilidad de determinar exactamente las palabras de Jesús por las contradicciones de los cuatro textos y por la diferencia entre el arameo y el griego, no son para mí esa desgracia que los doctrinales tratan de eliminar con todo tipo de investigaciones lexicales y trucos exegéticos. Es otro mensaje más, que, claro, no le interesa ni a los doctrinarios ni a los fanáticos.
Jesús habló, no escribió: porque hablar es un amor más cercano, más inmediato, más urgente que escribir.
Un cristiano no es un doctrinario.
Y eso, fijémonos, es una diferencia importante del cristianismo con otras religiones. Los hermanos islámicos, por ejemplo, creen que el Corán es de veras la palabra divina, hasta el punto de que una de sus escuelas de teología prohíbe la traducción del Corán. Yo no puedo creer que Dios hable árabe clásico, ni siquiera que haya querido hablarlo para revelarse a la humanidad, aunque me dice un amigo erudito que es el idioma más rico sobre la tierra. Probablemente eso es un signo también. Ni el idioma más rico es el idioma de Dios, ni el Hijo de Dios habló el lenguaje más rico. Más propiamente un dialecto sin demasiado prestigio. El arameo tenía escritura, pero muy pocos libros de la Biblia están originalmente en arameo. Era una lengua popular, para hablar más que para escribir.
La divinización de algo tan primitivo como la palabra humana me parece blasfemia. Toda definición parece un asesinato; toda traducción, traición. La idolatría de la palabra bíblica es otra crucifixión de Jesús.
Ah, ese pasaje famoso en que le preguntan a Jesús quién es, y responde con una frase mil veces traducida y comentada de una y otra discutible manera, elijo esta: En principio, que os hablo. Más o menos eso, sí: atiendan y no pregunten lo que no pueden saber al menos de esa manera: lo que pueden, necesitan y quieren saber es que os estoy hablando. Ni tanto lo que hablo sino que os hablo, que os estoy hablando. Que os habla el Amor. Que estas palabras son de Amor. Que os amo. Que tenéis presente la Acción del Amor en la palabra. Y que os amo más allá de toda palabra. Que mi palabra no es otra que la Acción del Amor.
Una vez que nos hayamos sumado a la Acción de Amor, entenderemos, más allá de las palabras. Porque habremos sido amados. Por el mismo Amor.
4
Al Espíritu no podemos interpretarlo solamente desde la palabra profética o la Revelación. La palabra de los profetas y la Revelación de Jesús ocurren en la Realidad porque el hombre está en la Realidad. Al Espíritu hay que interpretarlo desde la Realidad, con los datos de la Realidad. Porque el Espíritu ha creado y sostiene la Realidad. El verdadero libro escrito por Dios sería el universo, aunque tampoco se agota en él.
Jesús vino a nuestra Realidad, se hizo igual a nuestra Realidad Humana (excepto en el pecado), y tenemos que interpretar a Jesús desde la Realidad, especialmente desde la Realidad Humana, que es la máxima Realidad que conocemos por experiencia, y no desde un libro.
Al Espíritu hay que interpretarlo desde la Realidad, con los datos de la Realidad. Porque el Espíritu ha creado y sostiene la Realidad. El verdadero libro escrito por Dios sería el universo, aunque tampoco se agota en él.
Sorprende en Jesús su realismo. Pidió que fuéramos perfectos, sí, porque tantos realmente aspiramos a serlo; porque la idea de la perfección está realmente en nosotros en forma implacable, como saben, por ejemplo, despiadadamente los artistas: pero ni a Pedro le exigió, ni mucho menos le creyó, que fuera perfecto. Al revés: le echó en cara su imperfección. Realismo de amor.
Nuestra perfección posible no es nuestra perfección. Nuestra perfección posible es la perfección del Padre. Solo el contacto con la perfección del Padre manifiesta en el Hijo puede darnos la perfección terrestre posible, es decir, la santidad.
Hay pues dos perfecciones: la de la unión momentánea con la perfección del Padre, y la de la imitación constante del Hijo. Pero ambas están conectadas.
¿Podemos con tanto?
No.
Pero es bueno saber que hay perfección.
Miremos hoy, en la miseria del pesebre, al Niño.
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