La denuncia por abuso sobre cuerpo o alma de mujer se hundía, como posibilidad, en las mazmorras de este mundo. El depredador y sus actos —tan ruines como asquerosos— campeaban a sus anchas por plazas, domicilios y praderas hasta que, en 2017, una hija de Brooklyn, Alyssa Milano —cantante, actriz, activista— colocó “la podrida” en su cuenta de Twitter, con el siguiente mensaje a sus congéneres:
Si has sufrido acoso o agresión sexual, escribe "#MeToo" como respuesta a este tuit.
Acaso, desde Rosa Park, las mujeres comprendimos que las reivindicaciones más grandes se logran, a veces, con muy pocas palabras. Fue un acierto pensarlo y ejecutarlo desde esa perspectiva, porque antes de que cantara el gallo de la siguiente madrugada el trino de Milano se repitió un millón de veces en la cuenta del pájaro azul. Y Facebook aglutinó más de 12 millones de respuestas, comentarios y reacciones, en menos de 24 horas.
Se viralizaba el #MeToo, la denuncia rápida con etiqueta visible de un problema global, poliédrico, ciclotímico.
Esta particular tipología de abuso —compinche de la violencia de género—, es hija del menosprecio a la mujer y de la supremacía social y a veces física del hombre. Bebe de la impunidad y de la más puerca simplificación: esa que luego de violar a la presa naturaliza los hechos y la culpabiliza —¡A ella, a él no!—, revictimizándola.
Denuncias a depredadores han curtido los medios internacionales desde entonces. De Westein a Epstein se han reconocido abusadores en serie, con similares tendencias —a Epstein, por ejemplo, le molaban los masajes—. Son evidencias que describen sellos o firmas: entiéndase una manera idéntica de vulnerar a una chica, a otra y a la siguiente, y que expresan, casi a gritos, la criminalidad del culpable.
Si todavía en estos casos, de pruebas irrefutables, cuesta creer a la víctima, si sobre los exonerados planea la duda de si fue la justicia ciega o el estatus económico lo que borró el polvo y la paja del delito, o si la arbitrariedad es posible en época y sociedades bien curtidas en derechos civiles es porque hay mucho que recorrer todavía. Y más en comarcas o países donde el ajuste legal es asignatura y arqueología pendientes.
Allí, donde la víctima apenas tenga la opción de denunciar también se niega la destreza de saber detectar cuándo y cómo comienza o termina —si es que termina— el abuso. O cuándo es abuso. Porque el fogueo legal garantiza registros, trascendencia y mejores estudios. Obsequia cultura.
Allí, dónde nada evita o reconstruye a la mujer ultrajada hay un pantano que avanza, sin pausa, hacia la connivencia con el delito.
El núcleo de este problema es la víctima y su rescate. Pero las víctimas no nacen ni se disuelven solas. Ni los delitos de este tipo prescriben, aunque prescriban o no estén tipificados como delitos. Tomemos, al azar, a cualquier violador —en serie o no— de nuestro pasado sin #MeToo. Y notemos cómo se va de rositas al Caribe de la Historia, para seguir abusando también allí. Sintamos ese escozor y esa vergüenza.
#MeToo mete verdad y justicia en las zonas oscuras e inicuas del delincuente sexual —llámese como se llame— y sus circunstancias. Más que enmendarle la plana al sospechoso, le pone coto al criminal, lo empuja a que se recoja y se lo haga ver en policlínico o manicomio. #MeToo acompaña a la víctima en la denuncia, en el tratamiento de la pena, evita nuevas penas y cancela la serie de próximas víctimas.
En Cuba, el #MeToo había tenido pobrecita repercusión, con denuncias dispersas que no pasaron de la escena doméstica, forradas con sinónimos de hecho-aislado.
Pero el pasado 8 de diciembre esta tendencia pegó un giro. Un artículo de El Estornudo, lanzaba a la arena pública los testimonios de 5 mujeres supuestamente abusadas —entre 2002 y 2012— por un trovador de los circuitos culturales del Vedado habanero.
El trabajo registra acusaciones en las que el principal patrón abusivo descansa en lo religioso como trigger, vehículo y/o excusa. En los relatos de las denunciantes —la mayoría muy jóvenes en aquel entonces— el trovador —una suerte de santero yoruba— viaja del diagnóstico de crisis a la consulta mística, al manoseo de genitales y sexo oral intercambiable, que cierra con eyaculación en papel de libreta.
De religiosos manoseadores de juventudes está llena la historia, sin fronteras, de la sexodepredación y la pedofilia. De acusaciones a destiempo también. Tras una búsqueda básica en la red, los antecedentes contemporáneos con igual patrón nos saturan. Sin embargo, el machango abusador cubano es de lo más desactualizado que existe, algo así como una antigualla en dos patas. Su modus operandi —que va de engatusador de colegio a vecino supersticioso— es de lo más arcaico. Enseguida se le nota el atraso, la obsolescencia.
Rasputín revisitado
Grigori Yefímovich Rasputin fue un campesino estrafalario que transitó de analfabeto a consejero en la corte de Nicolás II. Lo primero que aparece cuando se le investiga es su calidad de místico. Grigori, también llamado Grishka o Venerable Anciano, pasó a la historia por su vínculo, casi enfermizo, con los zares; por su rastro político —errático & acertado—, y la morbosa fama de su pene de caballo.
¿Quién era, en realidad? A falta de #MeToo en la Rusia que nos ocupa jamás lo sabremos a derechas. Combinaba flagelaciones con ceremonias de promiscuidad sexual a las que llamaba, coloquialmente, regocijos. Se le atribuía la sanación de niños hemofílicos, damas confundidas de la alta sociedad, burguesas con perras depresiones y plebeyas anegadas en miseria.
Practicaba “curaciones” en el sofá de su despacho y capitaneaba orgías. Según se cuenta, violó a la niñera virgen del zarevich Alejandro. Engatusó a la mismísima zarina y llamaba tontas, en el sentido místico de la pureza bondadosa, a la cohorte de devotas que visitaban su apartamento, le besaban la mano, se arrodillaban ante él, etcétera.
De Rasputín se dice que, en el fondo, le aquejaba el osogbo que corteja a estos perfiles psicopáticos: disfunciones físicas y relacionales, impotencia sostenida o episódica, flacidez fálica... Tampoco lo sabremos a ciencia cierta.
Ligados a la religión —o no— hay muchos rasputines en La Habana, en Santiago, en Bainoa, en toda Cuba. La mayoría no saben de la existencia de su precursor de Prokóvskoie y pareciera que actúan por cuenta propia, desconectados de él, aunque agazapados en el mismo sistema que los alienta. Porque la raíz común, lo clavado de esta perra historia, es el sustrato zarista que le da origen.
Medioevo con smartphones
La sociedad cubana, embutida en la autocracia machanga y en el esoterismo de sus principales líderes y figuras públicas, está desarmada y ciega en temas de prevención y protección de esta clase de víctimas. Tanto la ceguera como la vulnerabilidad vienen de la indefensión legal. La indefensión legal es culpa de esa monarquía medioeval desentendida del hambre, la esclavitud y la miseria de sus ciudadanos, que no cesa de exigir hombradas y superhombradas para sus realities de supervivientes.
Cuba es una entidad feudal que normaliza el martirio del hombre común y relega a la mujer a una doméstica miserable, para su mejor ninguneo y manipulación.
Todo lo escrito sobre la supuesta liberación femenina después de 1959 no supera el filtro de una revolución auténtica y es exagerado, cuando no falso. Cuba tiene un gobierno que acompaña y perdona al abusador construido a su imagen y que replica sus actos.
El régimen emplea lechada low cost y goma de borrar para todas las tipologías machistas y de violencia de género. No quiere tener idea del abuso, su repercusión o magnitud porque, en el mundo moderno, eso se traduce en una ley integral contra la violencia de género. Y una ley que apoye a la mujer ultrajada en la penumbra —con o sin carácter retroactivo— ampararía también a la sometida en plena calle —donde campean las fuerzas represivas del régimen. Y esta ganancia, a lo Rosa Park, también concedería protección legal a los hombres cojonudos abusados —presos o desterrados—, los únicos a los que el poder machista —en verdad— teme.
Pero, cuidado, machangos de mirilla corta. Un leve repaso al protagonismo del 11 de julio y 15 de noviembre últimos alumbra la osadía de las “más débiles” a la hora de salir y dar la cara. Aquellas con los que nadie contaba —y a las que casi nadie temía: una Carolina Barrero, una Saily González, una Daniela Rojo, una familiar de preso saliendo y gritando un “Yo también” de dos pares.
En cuanto al estricto #MeToo de género, las voces acusadoras no han sido parcas. Están hasta los ovarios de aguantar y callar. Se han desgañitado en el medio independiente que les ha hecho caso —El Estornudo—, porque ya habían contactado a Granma, Juventud Rebelde y Cubadebate, sin recibir respuesta. Porque ya habían denunciado en la Estación de Policía, sin que les creyeran.
No culpen a nadie de politizar los hechos. Nuestros sotos son políticos de la raíz a la copa. Desoír las denuncias de Any, Liliana, Claudia, Silvia y Patricia o atacarlas por tardías o vinculadas a un medio independiente —¡En 2021! ¡En la era de Twitter!— es lo mismo que arrastrar por los pelos a la poetisa María Elena Cruz Varela y hacerle comer el papel de su denuncia, en 1991.
Con la diferencia de que, 30 años después —todavía sin leyes—, hay cámaras en los smartphones de todas las manos. Y el sol de la verdad ya se puede encender con un dedo.
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