Albert Einstein contempla, hechizado, A Universe.
Sí, ya sabemos que es lo que ha estado haciendo desde que era un niño, aquella interrogación suya acerca de cómo se vería el universo, this universe, si uno, o más bien él, cabalgara sobre un rayo de luz.
Aunque nos cueste trabajo aceptarlo, esas cosas pasan, sobre todo en la infancia.
Más escandaloso todavía que un genio de la ciencia, el mayor físico de todos los tiempos desde Newton, se establezca durante cuarenta minutos delante de un objeto extravagante que gira.
Para un físico, desde luego, todo se mueve.
Incluso la manzana baja, no se sabía por qué.
Todavía sigue estando oscuro eso del descenso de la manzana.
Por lo tanto, Albert mira.
El otro muchacho le ha hecho una trastada.
Sandy —no solo Eduardo Chillida le llamaba así, lo de Alexander suena excesivo, impropio y hasta ruso en su caso— jugaba en su vejez con el circo de juguete construido por él mismo.
Como Eliseo Diego a los soldaditos, con los Mapas creados por su mano de poeta.
A Eliseo lo fotografían en su juego, Sandy se dejará filmar una y otra vez. Actúa, payasea.
Su espectáculo circense, construido con alambres, fascinaba a Joan Miró, otro infantilón de mérito. También dibujaba con alambres. Casi tenía treinta años. Las distintas obras con alambres eran exquisitas, pero solo con eso es arduo destacar en París o Nueva York.
Aunque a Sandy le da igual. Su objetivo es divertirse.
Visita a Mondrian y le dice que sus abstracciones debieran estar dotadas de movimiento.
Mis cuadros se mueven rápido, respondió el estirado pintor.
Como es verdad.
También le dio igual este criterio y decidió hacer abstracciones en movimiento permanente, con alambres. Duchamp las bautizó enseguida como mobiles.
A universe está lejos de ser el mejor de los mobiles. Es de 1934, dos años después del matrimonio de Sandy y del primer mobile.
Al incluir el movimiento en la escultura, el circense provocaba una revolución copernicana en la historia de ese arte, hasta entonces signado por el estatismo absoluto. Una escultura era un objeto inmóvil, muy pesado. El padre y el abuelo de Sandy eran escultores de ese tipo de escultura. El circense evaporaba de un soplo semejante academia, pensando no en fastidiar a su familia sino en el universo y en divertirse de una forma más fina en él.
La culpa: Guatemala.
Con algo más de veinte años Sandy navegaba como trabajador en un barco frente a las costas de ese país, y vio salir el sol, con la luna del otro lado.
Mar, sol, luna.
A universe.
De manera que al llegar a su primera madurez, Alexander Calder está creando metáforas del espacio y la materia universales.
Así como suena. Hoy puede parecernos una ingenuidad insoportable, pero tenga usted en cuenta los cuarenta minutos de Albert frente a los noventa giros de la obra, hasta completar el ciclo y volver a empezar.
El universo como un juego. ¿De quién?
Lo peor es que esa metáfora no se queda en una mímesis del movimiento. En esa misma década del treinta, Calder crea los stabiles (esta vez bautizados por Arp, para mayor simetría). Los stabiles, como su nombre indica, están estáticos. Suelen ser colosales. Pero si los miramos bien, como diría Eliseo, se mueven rápido como algunos cuadros de Mondrian. Y estando tan apoyados en tierra, esas estructuras metálicas ascienden. Resultan ligeras, gentiles, quieren irse hacia arriba.
Lo que se mueve, lo que intenta trascender el movimiento.
El universo como un juego. ¿De quién?
A sus setenta años Sandy se mete a teatrista. Crea A work in progress, sin Joyce. En el Teatro de la Opera de Roma están en escena, o más bien colgando, los mobiles. Pero también unos ciclistas haciendo círculos incesantes. Ocho actores liberan mobiles, que ascienden. Apenas tenemos ahora sino unos fragmentos filmados del espectáculo. Pero Calder dice que es su vida en diecinueve minutos. Su creación, la metonimia de la Creación.
Tal vez la culpa va más allá de Guatemala o el matrimonio.
Consideremos a Martha Graham.
La genial coreógrafa le había pedido esculturas a Sandy, un tipo espectacular él mismo. Espacio, movimiento, baile. Sandy, oso pesado, descubrió la samba, nunca el son, la rumba o el guaguancó, para desgracia nuestra (y, tal vez, de él y de sus mobiles). Mírense todos los universos móviles o estáticos de Calder. Bailan, y ese baile es feliz. Negro, blanco, rojo, sus colores favoritos, engendran siempre una fiesta del ojo, una felicidad de ser, del Ser; una felicidad de ser del Ser. Ninguna angustia. Yanqui muy cubano. De manera que la épica Graham, dramática ella pero siempre positiva, es su hermana.
Graham contrata también a Isamu Noguchi, con el mismo propósito de usar esculturas en escena.
Sandy y Noguchi amistan. No podía ser de otro modo. Noguchi dirá: el artista, cuando deja de ser niño, deja de ser artista.
Y ambos son hombres del Espacio.
Ciertos críticos se quejan de la variedad formal, como carente de centro, de la enorme obra de Noguchi, muy lejos de la uniformidad de temas y estilo que caracteriza al artista contemporáneo, verbigracia Calder. Se olvidan de que Isamu era mitad japonés, por parte de padre. Algunas de las claves occidentales le resbalan a Noguchi. A fuerza de ser libre, como yanqui, puede atenerse solo a las esencias, como un japonés. Una de ellas es la Modulación del Espacio, que recorre toda su vida. En 1933, cuando Calder inventa los mobiles y los stabiles, Noguchi, que aún no cumple los treinta años, diseña su primer parque infantil, Play Mountain, y el que tal vez sea una de las primeras obras del land art o earth work, el Monumento al arado. Si nos atenemos a esta segunda obra hallaremos una clave de su trabajo: una gigante pirámide triangular de tierra, con una cara surcada; otra, cultivada; y la tercera, virgen. Un arado coronaría el monumento. La pirámide como montaña será obsesiva en el manejo del espacio característico del artista, pero véase cómo en su caso el espacio es el mundo humano, que debe ser transformado y significado por el arte. A Noguchi le interesa el espacio en el que vivimos todos los días y que debe ser transfigurado por el artista, no solo por la presencia de esculturas, y por la relación de unas y otras esculturas en un espacio determinado, por ejemplo un jardín o un parque, sino por la forma misma del parque o el jardín, concebido como una escultura.
Play Mountain exhibe ya el poder de esta idea: Noguchi crea para los niños un espacio de juego que, por serlo, resulta formalmente insólito: nada de áreas para poner aparatos, la forma misma del área es para subir y bajar, para correr o reunirse. La tierra, el suelo se pliega o se levanta con arte en función del juego, de la plenitud vital humana, al margen de cualquier racionalidad barata. Así debiera ser toda la edilicia, desde luego. Pero estamos en este despiadado mundo construido por nosotros mismos: Play Mountain inicia la larga serie de proyectos de parque, algunos mucho más elaborados, que Noguchi le regaló a la humanidad sin que hasta ahora hayan sido construidos, a pesar de que la crítica los define como obras maestras y los niños los aprueban, jugando en los pocos que han alcanzado realidad.
¿Acaso es posible la vida en gracia? Para usted no, pero para Calder y Noguchi sí.
Noguchi va a tener más suerte con los jardines. Parque y jardín difieren. Jardines hubo siempre, desde que surgieron las ciudades, como nostalgia y recuperación del perdido jardín original, de la vida humana en la naturaleza. Pero los jardines son privados durante siglos, están dentro de unos muros, para una élite. Y aunque los romanos, con una idea política de la ciudad, crearon jardines públicos que podemos considerar parques, hay que esperar a mediados del XIX para que en Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos comience la construcción de esos parques que hoy son inseparables de la vida citadina en cualquier país. Noguchi intentó el parque infantil, por una afinidad esencial con los niños y porque ahí tocaba la llaga: la posibilidad de educar a nuevas generaciones en la libertad y la autenticidad del ser humano, a través de su habitación del espacio. Desgraciadamente, seguimos sin hacerle caso. Los ricos evitan invertir en materia de libertad, autenticidad, felicidad, porque ignoran esas riquezas o porque sospechan que ese tipo de opulencia socavaría su poder. Curiosamente, los aparatos de juego para niños diseñados por Noguchi, claro está, más baratos, han tenido alguna difusión. Pero el artista se limita entonces a lo que puede hacer, si es que se lo permiten: algunos jardines, como el muy conocido de la sede de la UNESCO en París. Todos son espléndidos, incluso aquellos en los que la tacañería frustró lo mejor. Pero son jardines, no parques. Existen para el descanso y la contemplación, más que para la participación y la educación colectivas desde el arte: el California Scenario, parque temático, ilustra más que educa. Son abreviaturas del parque imposible, trascendental, esbozado en la Montaña del Juego, en la que debiéramos ascender a nuestra evidente condición terrenal y cósmica, jugando. Es Calder, en otra sorprendente versión. Es el espacio de los ballets de Graham, la habitación de un Espacio Modulado para la Vida en Gracia. ¿Acaso es posible la vida en gracia? Para usted no, pero para Calder y Noguchi sí. Salga de ese imponente automóvil para pagar el cual está trabajando usted como un galeote, y fíjese en ese joven transeúnte, mal vestido. Si es un artista de esa estirpe, él está en esa Vida y usted es un desgraciado. Esa utopía tiene topos, tiene un lugar ahora y aquí.
Quéjese, dígame que la culpa es de otros, que usted no ha nacido en la Atenas de Fidias sino en la época de las Grandes Guerras.
Ay, Anselm Kiefer existe.
Este artista alemán nació bajo los bombardeos en 1945.
De niño jugaba en las ruinas de su ciudad.
Hace décadas que es uno de los artistas más poderosos del mundo. Pintor, instalacionista, autor de performances, es un creador de rango épico: sus lienzos e instalaciones optan por el gran formato y signan el espacio alrededor como un área invadida y conquistada en función de unas visiones apocalípticas. Discípulo de Joseph Beuys, hereda de él la mirada al entorno histórico y muchos de sus rasgos puramente estéticos: la gama de grises y de ocres, el uso de materiales industriales o perecederos (se afirma que sus cuadros se despedazarán en medio siglo, a menos que se reparen, y son muchísimos), el gigantismo. Pero a diferencia de Beuys, Kiefer carece de una perspectiva optimista sobre la utilidad del arte, o por lo menos del artista, para mejorar la existencia humana. Esta afirmación debiera ser matizada porque, como dijo él mismo en una conversación con amigos: Antes de que un artista muera, no se puede decir completamente qué quiso decir su obra en su espectro total. A lo que Beuys respondió con dudas: quizás es verdad que un artista muerto es mejor que uno vivo. Yo soy demasiado caribeño para apuntarme en esas funerarias, y de inmediato recuerdo el famoso verso de Paul Celan, citado por Kiefer: la muerte es el maestro de Alemania. Pero Beuys, piloto nazi heroico que acaba en el siquiátrico, y Kiefer, infante entretenido en ruinas, han tenido sus razones. Kiefer padece una ausencia de fe radical. Beuys es cristiano, Dios es para Kiefer la más grande de las ilusiones. Y una ilusión es una tontería. En el extraordinario documental Sobre sus ciudades hierba crecerá de Sophie Fiennes, escuchamos la insólita declaración de Kiefer: no puedo alcanzar el núcleo de mi ser, la ley que mantiene al mundo unido. En ese momento, oh azar concurrente, por detrás de él pasa un niño que juega; a él parece molestarle. Kiefer se confiesa incapaz, inhumano como todos los humanos, de alcanzar su ser. Hombre cultísimo, que maneja en su obra una enormidad de referencias culturales, cómo creer que ignora el mito del Eros Caóctonos: para los antiguos griegos el universo era un caos hasta que el Amor ingresa, mata el caos y ordena el universo con su ley. Los enormes libros de plomo, las instalaciones con libros arruinados o en blanco, simbolizan la nulidad de la experiencia de sabiduría intentada por el hombre. Kiefer se confiesa un vacío, una nada. Para ser nada y vacío, o por eso, ha ocupado el espacio terrenal con un elenco abrumador de obras también abrumadoras, que confiesa crear por sentirse abrumado. Contradicciones sagradas de un artista real.
Con casi cincuenta años Kiefer abandona París para instalarse en Barjac, al sur de Francia, en los restos de una antigua fábrica de seda. Comenzando el siglo comienza a construir ahí lo que seguramente es su obra suprema: un conjunto de torres, túneles, puentes, lagos y laberintos sin la menor utilidad. Nada que ver con el jardín paisaje de Poe ni con los parques y jardines de Noguchi. Las torres son superposiciones de cajas de hormigón, sin posibilidad de ser habitadas. Inclinadas, se diría que van a caer, y en efecto el artista disfruta la caída, y la filma; y deja los restos sobre el suelo. Los túneles, apenas iluminados, son terroríficos. Una edilicia del espanto, salvable solo por el genio del artista, que tampoco cree en la belleza, definida en aquella entrevista como un títere detrás del cual él se mueve, títere del títere. Curiosa imagen: ¿el títere es movido por quién? ¿La creación es heteronomía, esclavitud? Barjac es una fábrica. No la de Warhol, de mentirita. Vemos al artista trabajando con sus obreros, obrero él mismo, derritiendo y derramando plomo sobre una loma de arcilla, dirigiendo excavadoras, derramando cemento. Por cierto, no todos sus paisajes construidos compiten con los de la fábrica abandonada del Stalker, de Tarkovski, que fue el director de arte de su propio filme. Pero Kiefer es su propio empresario, además de obrero y capataz: maneja un financiamiento enorme a fin de producir objetos de nada y de vacío. Metonimia él mismo de la sociedad en que vive, coloca ahí sus contundentes instalaciones, sus libros acumulados como basura disfrutable, sus pedazos de hormigón de categoría telúrica —inversión de las piedras naturales de Beuys—, sus camastros de hierro de agonía con charcos de agua —¿orine?— dedicados a las heroínas de la Revolución. Otro pasaje nos evoca las galeras de una cárcel. Galería, fábrica, prisión: ruina.
El niño que jugara en las ruinas de la Guerra Mundial ha terminado por construir ruinas. De hecho, nunca ha escapado de esas ruinas. Es hijo de esas ruinas, está preso de esas ruinas, es un obrero y un empresario de ruinas, se exhibe él mismo como ruina aunque manifiesta un poder creativo mayestático, digno de Miguel Ángel y Rodin. Juega ahora a las ruinas, las construye para jugar, un rato, dentro de ellas. Finalmente abandona Barjac a la naturaleza. Sabia decisión, pues las ruinas de Alemania fueron sustituidas de inmediato por la edilicia gloriosa del milagro económico, ruinas futuras. Estas son otras ruinas, profundamente contestatarias, como hubiera querido Beuys, aunque no por la propuesta sino por el testimonio. El espacio erótico y sublime de Eduardo Chillida, el espacio universal y feliz de Calder, el espacio modulado como salvación colectiva de Noguchi, la Obra de Arte Social de Beuys ha terminado siendo Espacio Arruinado en Anselm Kiefer.
Que no ponga un pie más ahí.
Que el jardín se imponga, que se vuelva parque.
Que el Arte de la Creación, salve.
Mediodía del 17 de febrero, 2022.