Un país puede ser una constante cuerda floja, que se estira, se tensa, tiembla. La cuerda floja se ignora cuando se piensa en el equilibrista. Si un equilibrista se estira, se tensa, tiembla y se queda en el lugar, quizá la cuerda/país permanezca quieta. Pero si el equilibrista corre el riesgo, pasa más de la mitad de la cuerda y llega casi al final, la cuerda tiembla, y se tensa y se estira: que el equilibrio sea estado de derecho, que la cuerda sea doctrina de amor (¿amor patrio?), que el equilibrista sea, al final, un triste forajido sin nombre.
¿Qué hace que la cuerda sea floja, que el riesgo del equilibrio sea necesario, que el equilibrista exista? Es lo mismo que hace que exista el miedo: los discursos están llenos de constructos, recrean un imaginario, a ratos impreciso, donde lamentablemente casi nunca se pueden definir causalidades, solo enemigos (también indefinidos, tan indefinidos como el equilibrista). De manera que la cuerda floja es lo construido en la base de un discurso de amor que resulta impuesto.
La cuerda floja es un instrumento preciso para medir un país. Tomar riesgos puede lucir lo más humano que se ha pensado, sin embargo, el riesgo está compuesto por un estado de violencia, por una amalgama de formas de comunicación inconexas del discurso político.
En Cuba, el mínimo cambio en lo cotidiano puede romper toda la estructura social. Nasobuco, coronavirus, casos, cifras, enfermos, filas para comprar alimentos, calor, tiendas distintas para tres monedas distintas: es el desequilibrio, la confusión. Lo peor no está en esos escollos, lo peor no se ve, ni se toca. ¿Cuántas veces al día se puede tener miedo?
Es la manipulación del lenguaje, en el desfase entre las palabras y la realidad que supuestamente representan, en una visión abstracta de la sociedad, en la que los hombres han perdido densidad y ya solo son piezas de una especie de rompecabezas histórico y social. Esta abstracción, estrechamente vinculada a la actitud ideológica, es un elemento fundador del terror: el exterminio no va dirigido contra hombres, sino contra "acaparadores", contra "coleros", contra "enemigos del pueblo". No se encarcela a Fulano Detal, sino a "una escoria, a unos parásitos, a unos mercenarios". Se sostiene entonces el hálito de "masa", esa forma incongruente que han tenido siempre las políticas de izquierda para aunar a hombres y mujeres, haciéndoles perder su individualidad, su genuina condición humana.
Lo peor sin duda es, justamente, la perversión del lenguaje. Como suele suceder a menudo, la mentira no es lo contrario, stricto sensu, de la verdad, y toda mentira se apoya en elementos de verdad. Los términos pervertidos se sitúan en una visión desplazada que deforma la perspectiva de conjunto: se nos enfrenta con un astigmatismo social y político. Ahora bien, una visión deformada por la propaganda comunista es fácil de corregir, pero es muy difícil volver a llevar al que ve defectuosamente a una concepción intelectual idónea. Esto pareciera una justificación a los que apoyan y gritan en el circo a los equilibristas; pero no, es de hecho una crítica a los adefesios intelectuales que ha creado la institución dictatorial en Cuba.
La televisión cubana insiste en incluir en su programación recreativa espacios laudatorios al servicio policial: Tras la huella resulta ese ícono del sistema policial perfecto, ese transmisor por excelencia del discurso de terror. La permanencia de la vigilancia, la vigilancia es exactamente cualquier persona (jamás un caso se ha resuelto por cuestiones de peritaje, sino por el vigilante de turno, el cederista que cumple con sus raciones de odio al otro, el otro codificado como enemigo del pueblo). Pero Tras la huella es una “ficcionalización” de casos reales. Ahora, desde el inicio de la cuarentena (otro término dudoso para Cuba), los noticiarios han abierto el espacio para casos reales de acaparamiento y malversación. Todos los días se muestran personas en la televisión nacional incurriendo en delitos de acaparamiento. Desequilibrios: nos llegamos a preguntar cómo es posible un caso diario, distintos todos, mostrando una cantidad de insumos realmente increíbles y una cantidad excesiva de dinero. ¿Por qué hay crisis en Cuba cuando insospechadamente se han incautado miles de pesos y miles de alimentos? Este es un tema para futuro análisis. Me centro en el lenguaje, que en estos casos opera como un juez: la culpa es de los acaparadores, jamás del Estado. Y estos acaparadores deben ser condenados por el "pueblo", con una amonestación pública en la televisión (¿pan y circo?). Condenar a la persona y no al acto, primer gran fallo del sistema de justicia cubano, y primer escollo en contra de los derechos humanos.
Luego vemos que las colas están custodiadas por policías y militares, están ahí para multar/detener/golpear/resolver. Aunque la violencia policial es de análisis más profundo, no se puede pasar por alto que en Cuba el lenguaje se ha vuelto hacia el argot de cárcel: Fulano está en el tanque, halando años. Malversación. Corrupción. Medios estatales. Le aplicaron la ley tal. Carnet de identidad. Nasobuco.
El manejo violento del lenguaje tiene un impacto considerable gracias a que el Estado, que detenta el poder, le procura legitimidad, prestigio y medios. En nombre de la verdad del mensaje, el gobierno cubano se ha pasado de la violencia simbólica a la violencia real, imponiendo la militarización de los espacios públicos (que no es de ahora por los desmanes de la pandemia Covid-19, desde hace mucho tiempo se respira un ambiente militarizado). Además, se ha creado un formidable proselitismo alrededor de una nueva esperanza: ¿resistir?, mientras se da la impresión de devolver su pureza al mensaje revolucionario. Lo ideal es buscar culpables, ya el metarrelato del avejentado bloqueo no es rentable ni comunicable. En los sistemas dictatoriales, es mejor que las masas, esos equilibristas sin riesgos, tengan una lucha ciega entre ellos. Luchar frente al espejo. Es mejor comunicar la culpa, pero aún más poderoso comunicar al culpable. De esta ecuación, solo interesan los culpables: coleras, revendedores, corruptos, ladrones, escorias, mercenarios. Y, como en todo sistema dictatorial, las empresas todas tendrán la potestad de nombrar al otro: Etecsa llama mercenario a sus usuarios; Randy Alonso llama excubanos a los que viven fuera de la isla (que por cierto, la mantienen a partir de las recargas telefónicas y las remesas); la promoción de la censura del presidente designado.
A la dimensión criminal del comunismo en Cuba se añade, como siempre, la indiferencia entre los cubanos (incluso extendidas ahora por las dinámicas e impactos de la vuelta del USD al panorama insular). No es que el ser humano tenga el corazón duro. Por el contrario, en numerosas situaciones límites, muestra recursos insospechados de solidaridad, de amistad, de afecto e incluso de amor. Sin embargo, como lo subraya Tzvetan Todorov, "la memoria de nuestros duelos nos impide percibir el sufrimiento de los otros".
El ecosistema lingüístico de los cubanos se ha permeado de un discurso de terror. Es el miedo al otro, a la vigilancia del otro; es el rencor a los acaparadores y a los coleros. Se ha desatado el lenguaje del odio. ¿Es nuevo? Te odio, odio al de la esquina, odio a ese que ha comprado una bolsa de pan de más. Me odio a mí mismo porque he pecado de odiar. Y entre tanto odio, jamás se analiza la razón, la lógica que opera detrás de ese resentimiento al otro.
Un país puede ser una constante cuerda floja, que se estira, se tensa, tiembla. La cuerda floja se ignora cuando se piensa en el equilibrista. Si un equilibrista se estira, se tensa, tiembla y se queda en el lugar, quizá la cuerda/país permanezca quieta. Pero si el equilibrista corre el riesgo, pasa más de la mitad de la cuerda y llega casi al final, la cuerda tiembla, y se tensa y se estira. El equilibro en Cuba es justamente dictado por los medios de difusión masiva. Pensar más allá supone el riesgo. La cuerda/país también es una horca/lengua, y aunque injusta, también es ciega.