Cuando tenía cinco o seis años, una pareja de ratones atravesaba la zanja pestilente de entonces, frente a mi casa en el barrio San Nicolás. Muchacho al fin, enardecido por los episodios de las siete y treinta que entonces eran de aventuras, me creí el Corsario Negro, Athos, Porthos o Aramis, y espada de palo en mano salté a poner a los asquerosos roedores en la diana de mis estocadas. Pero un ratón acorralado es peor que un extremista con poder.
El roedor más rezagado me salta encima y me pega una inolvidable mordida en mi pierna derecha, que me desata un miedo patológico a los ratones, sólo superado ya de adulto, y después de no pocas vergüenzas frente a novias o amigos de parranda.
Una noche reciente, el semejante de Mickey Mouse me produce cierto estremecimiento cuando ambos nos cruzamos, justo al costado del mercado La Cava, en esa seudocuadra manzanillera de Pedro Figueredo entre Purísima y Loma. El bicho se puso furioso, a pesar de que no hice ademán de atacarlo, se me paró delante dando chillidos, decidido a no permitirme seguir la trayectoria rectilínea uniforme hasta mi casa.
A uno le cuesta asimilar ciertas agresividades gratis, aun viniendo de un ratón, de una rata, un traidor o de un extremista con poder, y no entendí de momento por qué el bicho —más pequeño y ágil que aquel que hace años me mordió en el barrio San Nicolás— se mostraba tan beligerante.
Entonces miré alrededor: a mi derecha, el mercado "La Cava", que desde esa perspectiva parece un tostadero de manigua, a mi izquierda una especie de promontorio lleno de peñascos y papeles sucios, justo detrás de mí, sobre el cuarteado pavimento, los restos malolientes de lo que fuera un perro o un gato, o qué se yo… Y basura, mucha basura, basura diversa y totalizadora, ornamentándome la trayectoria que aquel animalejo se afanaba en interrumpir.
Y confieso que di la vuelta. Sí, le dejé al ratón la calle, no por miedo o regresión psicológica a mi infancia, sino porque comprendí que, aquel pedazo inmundo y asqueroso de mi Manzanillo, era su territorio, su Patria, vaya, por decirlo de alguna forma… Y nadie tiene derecho a invadir la nación ajena, aun tratándose de roedores en un territorio putrefacto.