Les sepa a gloria (Ed. Capiro, Santa Clara, 2014) es un libro de terror. Cuenta las historias de once mujeres degradadas al estado de “trastos prescindibles”.
Escrito con el candor y la frescura de quien narra desde una mecedora, Caridad González Sánchez (Santa Clara, 1954) nos introduce con su breve volumen en el cosmos sórdido que entraña la más aborrecible de las formas de la violencia de género, que es la violencia familiar. Como arquetipo, cuando se habla o escribe sobre la mujer maltratada, vejada, humillada hasta un punto más allá de la verosimilitud, nos viene a la cabeza la idea de un marido energúmeno azotando a su esposa, haciéndole ver quién es el que manda, desnudándole de los atributos que necesitan los seres humanos para sentirse dignos; privándole de su libertades humanas; violándole el cuerpo o el espíritu: gracias a Dios, Caridad no cae en la trampa arquetípica y consigue un amplio abanico de métodos y modos de violencia. El dador, el que humilla, las bestias que despojan de todo su valor a las víctimas de estos once relatos pueden ser —además del marido desalmado— los hijos (tan tiranos que son a veces), una suegra (tan sinvergüenzas que suelen ser) o las propias secuencias vitales que la tradición machista trae en sus nudillos.
Hay entre todos, dos relatos que me gustaría resaltar “La pamela azul” y “Ensalada de tomates”; en el primero se narra la historia de la mujer postergada, ignorada. El hombre jamás la maltrata —ni con golpes ni con palabras—, pero, salvo para las tareas ordinarias de la casa, ella no existe. Cada año, en las vacaciones de verano, él organiza un viaje a la playa y en vez de con ella se hace rodear de sus parientes: esta vez ella se ilusiona, pues por varios motivos ninguno de los parientes del marido podrá ir. Pide una pamela a la vecina, compra cremas para la piel, se llena de sueños la cabeza y se echa a esperar por su oportunidad. El hombre llega... y sin gritarle... sin pegarle un piñazo en un ojo, más bien hablándole con ternura le explica:
—Mami, mira a quiénes te traje. ¿Te acuerdas de mis amigos del trabajo? Sí, esos mismos: Pepe, Luis y Sonia; los pobres, este año no tienen adonde ir y como mis padres y mis sobrinas no van, los invité. Como es lógico, la reservación es para cuatro y tú no cabes, pero yo sé que no te importa... Ah, y se van a quedar el fin de semana; ve haciendo la comida, nosotros vamos a prepararlo todo, ahora salgo corriendo a buscar la cerveza y a pedirle la atarraya a Armando para poderte traer los pescados que tan bien preparas. ¿Ya cobraste las vacaciones? Hace falta que me des el dinero, ellos están escasos y como yo soy el que invita…
Se despide con un beso y se va alegre, retozando con Sonia, la compañera de trabajo.
Después de leer y releer este fragmento me resulta menos violento el pescozón arquetípico.
El ninguneo es más cruel cuando quien lo comete es inconsciente de estar ninguneando, porque en ello va el soporte de los peores rasgos de la tradición patriarcal. La mujer convertida en un mueble que se limpia, que se pule, que se trata con mimo y cariño, porque sirve para darnos placer y ayuda, no para merecer más que el agradecimiento del hombre.
El cuento “Ensalada de tomate” es otra joyita de la violencia que se da desde el mismo montaje técnico del cuento concebido a partir de mudas espaciales centelleantes, que no permiten al lector acomodarse en ninguno de los dos escenarios. En uno, la mujer prepara la ensalada mientras vigila al marido que tiene la manía de “pellizcar” la comida con las manos embarradas de la grasa con la que le da mantenimiento a su motocicleta. En el otro escenario, el ginecólogo le realiza un examen, pues lleva días con flujos y dolores pélvicos.
Si no fuera por el desenlace trágico y el verdadero mensaje del cuento podría parecer graciosa, hasta cómica, la lucha sorda que se establece entre los dos delante de los calderos: él tratando de meter las manos y ella evitando que los alimentos se contaminen con la grasa de la motocicleta, pero más gracioso podría resultar —qué acontecimiento trágico no tiene su parte cómica— cuando el médico descubre qué le povoca los dolores:
Me subo a la mesa de la consulta, desabotono la falda y lo dejo hacer.
—Ay, mujeres, se dejan tocar con las manos sucias y después vienen a que yo las cure —me dice con pena.
Indignación, vergüenza, humillación.
Con los pies en los estribos de la mesa, el médico hurga dolorosamente en mi interior
—¿Su esposo anda en moto? —pregunta y con las pinzas saca algo negro y viscoso.
Se lo lleva sin repulsión a la nariz.
—¡Lo que me temía: grasa de pedal! Señora, cuídese…
Cualquier sonso podría pensar que esta —como las demás mujeres del libro— es una débil, una guanajona... y casi podríamos darle la razón si no conociéramos qué procesos sicológicos tienen que suceder para que alguien se convierta en un siervo, en un mierdepollo, en un tareco, que en lenguaje menos coloquial también se nombra: víctima.