Santo Tomás siempre fue un caserío de gente pobre y olvidada, rodeado por la inmensidad todavía boscosa de la Ciénaga de Zapata y todos los mosquitos, el silencio y la oscuridad del mundo. Hoy, sigue igual. Hay un maestro y un médico y una guagua que entra una vez al día a llevarles pan y recordarles a la gente de allí que afuera hay mundo. Y a llevárselos, sobre todo a los jóvenes, que poco a poco se escapan de aquel lugar donde solo tienen la esperanza de seguir haciendo carbón y cazando cocodrilos y puercos jíbaros para comer, día tras día, mientras viven en casitas grises vapuleadas por polvo gris, unas vidas de color gris.
El maestro tiene tres perros flacos, muy flacos, como si les hicieran pasar hambre a propósito, para que una vez metidos en el monte huelan cuanta presa haya cerca y sirva para el caldero. El maestro también le da clase a unos niños, que aprenden algo de letras y números, pero no saben usar computadora ni celular: ni siquiera hay cobertura telefónica allí. Cuando llega el fin de semana, los niños recorren los 200 metros de pueblo, varias veces; no tienen nada más que hacer. Hay también algunas mujeres, que salen a mirar con curiosidad al recién llegado, y después se meten de nuevo en sus casas, a lavar la ropa, cocinar y ver televisión antes de que la planta eléctrica deje de funcionar a las 7 de la tarde-noche, como está regulado. Unos ancianos que apenas hablan reposan en las puertas de sus casas el mortal aburrimiento macondiano. Los escasos hombres, requemados de sol, caminan de un lado a otro en tareas varas, o se pierden en el monte con sus perros, a ver si tienen suerte de chocar con un cocodrilo. Nada más.