Punta Alegre, pueblo costero situado al noroeste de la provincia Ciego de Ávila, en Cuba, luce devastado tras el paso del huracán Irma. Muchas de sus calles están repletas de escombros, además de objetos que no pudieron llevarse a los lugares de evacuación, así como infinidad de ramas y árboles arrancados de raíz. Toneladas de sargazos quedaron sobre calles y aceras, en señal de que el mar lo inundó todo durante varias horas. La iglesia católica a la que se llega por una escalinata, pues gobierna simbólicamente el paisaje desde lo alto de una loma, perdió un trozo de su fachada de mampostería, incluyendo la cruz, correspondiente al campanario.
La popular área recreativa llamada El Toletazo muestra la pérdida de sus ranchones y su restaurante. Numerosos muelles quedaron destruidos, entre ellos el de cemento del antiguo club, el mismo que había soportado incluso el paso del ciclón Kate (1985). El parque del poblado perdió sus farolas. De la sala de video no queda nada en pie, como tampoco de las instalaciones donde se preparan las carrozas de las tradicionales parrandas El Yeso y La Salina. Las llamadas torres de interferencia (construidas con el objetivo de impedir que se vean en Cuba los canales extranjeros) sufrieron graves daños. Muchos barcos, los que no fueron destrozados por la furia del mar,terminaron depositados a cientos de metros de la costa, sobre los potreros, y las casas del litoral se ven totalmente arrasadas.
El bello paisaje del pueblo marítimo de pescadores se ha vuelto de repente una imagen terrible de desolación. En una de las fotos que pasan de móvil en móvil, un perro cruza entre las ruinas y sus ojos encarnan la tristeza. Los ojos de los transeúntes no se diferencian mucho de los del animal. Pero, a casi una semana de pasar por aquí el huracán Irma, las consecuencias del desastre apenas se han mitigado. Sigue siendo una zona de silencio, sin electricidad ni comunicaciones.
Dailet Buchillón Pino, tras visitar el poblado, donde viven sus familiares, atestigua:
“La primera impresión que tuve cuando recorrí las calles fue que la Defensa Civil pudo haber hecho mucho más, por ejemplo talar árboles, recoger basura, evitar que se perdieran tantos bienes personales. Aunque el pueblo se llame Punta Alegre, para mí sigue siendo La Sepultura, que es su nombre original. Siempre hemos padecido de fatalismo geográfico, pues Chambas lo acapara todo. A Punta Alegre se le atiende en segundo o tercer lugar, y ahora que estamos pasando por un momento muy difícil, una vez más se repite esa fatalidad. A pesar de esto, la televisión nacional ha hablado poco acerca de lo que estamos viviendo.”
El escritor e historiador Servando Carvajal, oriundo de este poblado, nos cuenta que su sobrino Jorge Luis González Carvajal, cajero del banco local, cuando las condiciones se lo permitieron, salió animado a hacer fotos, pero, al ver a las personas tiradas en las calles, las mujeres y los niños llorando frente a lo que habían sido sus hogares, no se atrevió a captar una sola imagen y se retiró compungido.
Esta destrucción causada por el huracán Irma, se suma a las ya difíciles condiciones que enfrentaban a diario los pobladores de Punta Alegre, donde el cierre de un gran central azucarero hace pocos años significó la imposición de una especie de muerte social.
Al volver sobre las imágenes, no sé hasta qué punto comparar la tenacidad de los puntalegrenses con la del viejo Santiago de la novela de Hemingway El viejo y el mar. No sé tampoco si al otro día, como en la novela, vendrán jóvenes pescadores a traer café con leche y pan a los pescadores viejos, y cuando ya todo esté en calma, aunque sin techo, echarse juntos a la mar. No lo sé a ciencia cierta, o mejor, pensemos que sí.