Mi abuelo es ese anciano enjuto que todas las tardes se sienta en el portal a respirar la poca brisa que corre en estas tardes de verano. Me cuesta mirar su cuerpo, su rostro, su ausencia de cabello, y entrever en su lento enflaquecimiento, al hombre imponente que recuerdo desde la infancia.
No pertenecía ya a la familia. Por ello hasta Grego* nos íbamos a ver a Galiana. A veces éramos solo mi mamá y yo, pero en otras ocasiones también iban mis tíos y primos. Recuerdo aquel “ritual del coco”: desde que lo tumbaba, lo pelaba, le hacía el orificio para beber su agua, y finalmente preparaba la masa con azúcar. En ese instante me sentía profundamente “nieto”.
Luego vino el tiempo de la crisis: las discordias entre él y su esposa —La Negra, como le decían—, la estrechez económica, el desahucio. A punto estuvo de venir a vivir con nosotros. Incluso supe que le había comentado a mi mamá que le faltaba poco para agarrar una soga e irse para el monte.
A pesar de ganar una chequera por su retiro laboral —más de treinta años manejando un camión de zafra en zafra— y de hacer guardia en una base de transporte, el dinero que obtenía no le alcanzaba para vivir, y de ahí brotaba una de sus más oscuras preocupaciones.
Eran los rudos 90. Mi madre —porque en este punto “mamá” se queda corto—, que llevaba años “luchando” para alimentarnos y calzarnos a mí y a mi hermana, le compró dos ristras de ajo para que él las vendiera por “cabezas” y le sacara algún dinero. Le dio resultado. La ganancia fue “redonda”. Y desde ese instante vio el negocio como una vía para subsistir.
No sé cómo lidiaría en su mente esta actitud con sus ideas políticas —siempre se consideró revolucionario a ultranza, fidelista acérrimo—, pues esas acciones de compra-venta eran ilegalidades. Puede que sencillamente algo en lo interno de sus pensamientos se hubiese activado para hacer que las contradicciones no le sofocaran e hicieran mella.
Cuando un miembro de la familia iba a hacer algún comentario que no fuese favorable al gobierno, miraba primero para cerciorarse de que el viejo Galiana no estaba ni remotamente cerca, pues en esto él era recalcitrante. Con el tiempo cambió.
Mientras, yo iba creciendo y sus gestiones también. Si en un principio eran dos o tres los productos que comerciaba, ahora, cuando salía a vender, llevaba una enorme jaba de guano en la que uno se podía encontrar hilos y agujas de coser, cuchillas de afeitar, comino, canela, bijol, tomacorrientes y enchufes, plumas de agua, juntas de ollas y cafeteras… Y cuando alguien le voceaba “viejo, ¿qué vende ahí?”, el respondía “¡de todo!”. En más de una ocasión lo acompañé en su recorrido.
Yo lo visitaba los domingos. No todos, pero era este el día de la semana que me quedaba disponible para ir a darle una vuelta. Recién había comenzado mi vida laboral y ya mi hijo crecía en el vientre de su madre.
Cuando llegaba a su casa él nunca estaba, pues ese era uno de los dos días en que salía a pregonar, los sábados lo hacía por Nueve de Abril, y los domingos se iba hasta Santo Tomás. A su regreso me contaba los percances de la mañana, el resultado de las ventas, y el miedo al Jefe de Sector que ya otras veces le había advertido.
Cierro los ojos y lo puedo ver sentado en su sillón leyendo Cien horas con Fidel, libro obsequiado por mí. Su balanceo es imperceptible. Sobre su cabeza, enmarcada, la foto de su juventud, junto a esa otra, con mejor marco, que en algún momento de su vida recortó de una revista Bohemia.
Lo miro —al Pablo Galiana de 86 años, al que finalmente vino a vivir a esta casa, al de las tantas anécdotas contadas y vueltas a contar, como aquella en la que compartió un viaje de ascensor con Camilo Cienfuegos, al que ya ni chista cuando alguno de sus hijos o nietos desbarra contra el gobierno— y siento un repunte de tristeza y añoranza por el hombre y los ideales en él, que ya se fueron y por el niño y los ideales en mí que buscan subsistir.
* Grego, Nueve de Abril, Santo Tomás: pequeños poblados cercanos a la ciudad de Ciego de Ávila, en el centro de Cuba (Nota del editor).