A poco de llegar Sumner Welles inició lo que se conoce como “La Mediación”; que de mediación tuvo poco. Con una carrera diplomática de cierta consideración en otras naciones latinoamericanas, habiendo sido uno de los artífices de la subida al poder de Trujillo en República Dominicana, el Embajador creyó contar con los conocimientos necesarios para manipular a los políticos cubanos y así imponer la solución americana sin grandes tropiezos. Por desgracia para él nadie le había advertido aquello de que los cubanos o no llegamos, o nos pasamos.
El Embajador comenzó así su “Manipulación” y no tardó en reunir en la “Embassy” a las principales figuras de la vieja política e incluso a no pocas de la nueva. Allá corrieron los nacionalistas, los liberales y conservadores disidentes, la gente del ABC, y hasta los ñángaras, que cuidadosos siempre con su imagen de antimperialistas furibundos prefirieron entrar por la puerta de atrás.
Mas pronto el Embajador comenzó a notar que en Cuba las cosas no resultaban tan fáciles como en cualquier otra república latinoamericana: Machado, que en un primer momento mostró cierta disposición a aceptar lo de su renuncia, no tardó sin embargo en encangrejársele. Los meses que siguieron lo vieron convertirse en un campeón de la independencia nacional frente a los EE.UU., y como después los Castro, no tardó en echar mano a comparaciones entre los dos países. Cómo se atrevía a criticarlo Washington por su feroz represión cuando en el mismo Nueva York, por esos días, las fuerzas del orden público arremetían sin piedad contra las masas de desocupados y vagabundos que había generado la Depresión (entiéndase: lo de tapar sus violaciones a los derechos humanos sacándole trapos sucios a los americanos no lo inventó Raúl Castro en marzo pasado y en presencia de Barack Obama).
A la cita en la “Embassy” faltaron algunas personalidades y grupos que como Ramón Grau San Martín o los muchachos del Directorio del 30, por sobre todo gracias a la firme posición de Carlos Prío y Rubén de León, se negaron a dejarse manipular por el atildado embajador, pero cuyas ausencias a él no le dieron ni frío ni calor porque le parecieron intrascendentes para el destino que para Cuba traía en su cabeza. Como buen americano educado en la “objetivista” Harvard no le cabía pensar que esa minoría insignificante de estudiantes e intelectuales pudieran hacer algo en este país. No recordaba, al parecer, que la independencia del suyo propio era precisamente el resultado del impulso de un puñado de abogados y de un intelectual.
“La Mediación” avanzó mal que bien durante todo junio. Sumner Welles obtuvo del gobierno machadista al menos el compromiso de detener la represión, y de la oposición el cese de las acciones violentas. Se estableció una tregua. Gracias a ello volvieron algunos emigrados, y por su parte los ñángaras reanudaron abiertamente su campaña para desalojar de los sindicatos a los anarquistas, mucho más vapuleados que ellos por el Machadato, y cuyas principales figuras, españolas en su mayoría, habían sido deportadas o asesinadas en los pasados 8 años.
Sin embargo, las gestiones de Sumner Welles, sobre todo esta tregua de Machado, tuvieron un resultado imprevisto. Es evidente que el Embajador pensó que en los acontecimientos él sería algo así como un tiránico director de orquesta, y que los cubanos esperarían disciplinadamente tras sus atriles cada una de sus orientaciones. No contaba con los díscolos e imprevisibles, con lo dado a la desmesura que podían llegar a ser estos niños cubanos, como solía representarnos la prensa americana de principios de siglo.
Y es que si de alguna manera interpretaron inicialmente las masas populares cubanas “La Mediación” fue como una especie de señal del gobierno americano de que no iba a intervenir a favor del gobierno. Así, el sordo rencor popular contra el régimen no tardó en transformarse en una especie de atmósfera de libertad de acción, y la idea difusa, pero presente en todas las cabezas, de que se podía derribar a la dictadura, y que ello no conduciría a la hasta entonces tan temida intervención americana.
Hablando en plata: Sumner Welles sacó un dedo, el de mandar, pero los cubanos, ni cortos ni perezosos, le cogieron la mano entera y hasta el cuerpo y poco después llevaban al Embajador en andas, como un ariete en contra de la Dictadura.
Es por ello que cuando Pepito Izquierdo, uno de los más cercanos cachanchanes de Machado, decidió exprimir un poco más a los boteros… perdón, a los guagüeros de La Habana, estos se fueron a una huelga que como una reacción en cadena no tardaría en convertirse en general. Santa Clara fue la primera ciudad del país en declararse en inactividad total, después de la agresión despiadada de la policía machadista contra una concentración de maestros, compuesta principalmente de mujeres. Ya desde el 3 de agosto, con la incorporación de los ferroviarios, nada se movía en toda Cuba, y entre el 4 y el 6 el país en pleno se fue sumando a una huelga general espontánea, que nadie ni ningún partido o sindicato había organizado. En la propia Habana, por todas partes los propietarios de bodegas, cafés o establecimientos comerciales ponían carteles en sus establecimientos con la advertencia de que la llave del mismo se encontraba “en la Embajada”. En la española, aclaramos, porque la mayoría de esos propietarios eran de esa nacionalidad.
En esos primeros días del mes más tórrido de 1933 se vieron algunos de esos disparates que tan corrientes son en un país que no dejaba de desconcertar al pobre Sumner Welles: Machado llegó a los paroxismos en su discurso antiyanqui, en un adelanto casi idéntico de los mismos de Fidel Castro solo 27 años después (“yanquis, vengan y túmbenme esta pajita del hombro izquierdo”), y por su parte los ñángaras pactaron con Machado nada menos que el cese de la huelga a cambio del control mafioso de los sindicatos, asegurado, claro está, por el sangriento régimen y sus mecanismos represivos, en esencia lo mismo que harían solo 5 años después, con la anuencia de Batista.
Como era lógico en aquel estado aún primario del espíritu antiyanqui los paroxismos de Machado no impresionaron a nadie, salvo a unos pocos ingenuos como Ramiro Guerra, y los transportistas y los obreros del puerto de La Habana se limpiaron con el acuerdo entre ñángaras y machadistas. La Huelga seguiría, hasta que se fuera el Animal: El anterior asno y General Presidente.
El día 7 una emisora clandestina de una fracción radical del ABC regó por La Habana el rumor de que Machado dejaría Palacio esa tarde y el pueblo se reunió frente al Capitolio, donde supuestamente el Dictador pronunciaba su discurso de renuncia ante el Congreso. Lo que ocurrió no ha podido ser esclarecido nunca, pero la masacre resultante ya no dejó ninguna posibilidad de arreglo. Los veintitantos muertos encerraron todavía más en sus casas a los ciudadanos, que ya estaban dispuestos a morirse de hambre antes de seguir soportando a quien solo unos años antes había ascendido al poder entre una ola de euforia popular, asegurando hipócritamente su intención de no reelegirse.
Es de señalar que aún en semejante estado irreparable de cosas los ñángaras se mantenían insistiendo en lo de pescar en aguas revueltas. Todavía el día 8, sin tomar en cuenta la masacre del día anterior y por encima de la voluntad del pueblo cubano que ya se había declarado con claridad en contra de semejante arreglo, el partido más cambiacasacas de nuestra historia, y el único que haya coqueteado con, o apoyado a todas las dictaduras sufridas en esta Isla de 1925 a la fecha, continuaba con sus gestiones con el dictador (de hecho algunos de los grupos y personalidades que después la tradición comunista cubana aceptaría como precursores suyos le dieron su apoyo a Weyler y su campaña de exterminio en 1896).
Ante lo grave de la situación, y sobre todo por el temor de ciertos militares nacionalistas a que la situación desembocara en un una nueva intervención americana, en la noche del día 10 y madrugada del día siguiente, el Ejército Nacional comenzó a insurreccionarse. Machado intentó aguantar y con lo más florido de sus guatacas corrió el mediodía del 11 al campamento militar de Columbia, principal base militar del país y cuyo comandante creía totalmente leal. Pero allí se fue a perseguirlo la historia. Mientras en los portales del Club de Oficiales se dejaba adular por sus cachanchanes vio venir al capitán Torres Menier, del cuerpo de aviación.
Se conocían personalmente, ya que en más de una ocasión había volado con él, por lo que sin muchos protocolos Machado lo invitó a acercarse. A Torres Menier, que venía desarmado, el rostro grave no se le inmutó por el amistoso recibimiento del Presidente. Sin enredarse, mirándole a los ojos, le soltó de inmediato:
—General, vengo a decirle que el Cuerpo de Aviación no va a derramar sangre cubana por mantenerlo a usted en el poder.
El silencio se hizo por un segundo en el grupo, y hasta algunos aseguran que en todo el país. Machado miró sin entender todavía al capitán, que le mantuvo fríamente la mirada. Quizás solo en aquel momento el patriota que había luchado por la independencia de su patria en el 95, el héroe que había merecido el privilegio de ser ascendido a general por alguien tan remiso a regalar ascensos como Máximo Gómez, tuvo un momento de lucidez. Finalmente se volvió hacia su gente y soltó, derrumbándose:
—Caballero, esto se jodió.
En un avioncito con solo 6 capacidades huyó Gerardo Machado el día 12 de agosto de 1933. Tras de sí dejaba embarcados a no pocos de sus más fieles esbirros o de sus más relamidos guatacas. En los próximos días muchos correrían por sus vidas ante las iras de pueblo, y el verbo “arrastrar” adquiriría en el vocabulario político cubano ese lugar central que aún tiene hoy, y que tanto algunos deberían temer en el presente. Por ahí quedan las peripecias de su escape, contadas por Orestes Ferrara en sus memorias; el rocambolesco rescate del cadáver de Ainciart, por un Chibás que armado solo de una pistola se enfrentó a toda una masa de gentes a las que el ex jefe de la policía machadista les debía más de un muerto; o aquel antológico cuento, “La noche de Ramón Yendía” de Lino Novas Calvo, que a pesar de su incuestionable lugar en nuestras letras tan poco recordado ha sido en los tiempos del castrismo, vaya a saberse por qué secreto temor de las autoridades y sus plumíferos tarifados.
No obstante, Sumner Welles pudo pensar que aún con ciertos imponderables todo había terminado marchando de acuerdo con sus deseos. El día 13 asumió la presidencia provisional un viejo político con una mentalidad muy racional, Carlos Manuel de Céspedes hijo, y con él las fuerzas políticas que habían estado de acuerdo con “La Mediación” y participado disciplinadamente en ella. Era tal el servilismo de estos señores “mediacionistas” que el propio Embajador se quejaba el 19 de agosto y en cable al “State Department” de que el nuevo gobierno “todo se lo consultaba”.
La realidad era muy otra, sin embargo. En los días de caos que siguieron a la caída de la dictadura de Machado se operaría una rápida evolución de la mentalidad de las masas cubanas. Si en un inicio y durante “La Mediación” los cubanos habían actuado solo por la seguridad que les dio Sumner Welles, ahora, tras echar abajo al Tirano, usando más que dejándose usar por el Embajador, algo les empezó a decir sordamente en el interior que podían también cagarse en él, en los americanos y en toda su flota de acorazados o batallones de marines.
Y es innegable que tal ansia de defecar en todo lo referido se removía en lo más profundo del alma cubana, al menos desde el fiasco de la primera intervención americana y su colofón, la Enmienda Platt.
Faltaba menos de un mes para el 4 de septiembre, y para que la historia de este paisito de locos volviera a entrar en uno de esos trances desmesurados que de repente estallan sin que los foráneos consigan entenderlos a derechas… Y si no que vayan y le pregunten a Sumner Welles, que aquí tuvo el único revés diplomático de su brillante carrera.