En mis andanzas por La Habana Vieja suelo pasar por el parquecito ubicado en la calle Monserrate, en las inmediaciones del famoso Edificio Bacardí. Este espacio posee un busto de Manuel Fernández Supervielle, y a sus pies una pequeña fuente, siempre vacía.
Se me antoja que esa fuente permanentemente seca es una ironía del destino hacia el hombre petrificado en el breve monumento, cuya muerte tuvo mucho que ver con el líquido vital. ¿Quién fue este personaje, hoy preterido?
Supervielle (1894-1947) fue un político, jurista y profesor universitario que luego de militar en diversas agrupaciones se afilió al Partido Auténtico. Fue nombrado por el Presidente Ramón Grau San Martín como Ministro de Hacienda (1944-1946) y en junio de 1946 aspiró a la segunda posición de la República, la Alcaldía de La Habana. Venció, en reñida lid, a dos pesos pesados de la política criolla, Raúl García Menocal, alcalde saliente e hijo del ex mandatario Mario García Menocal, y a Carlos Miguel de Céspedes, flamante Ministro de Obras Públicas durante el gobierno de Gerardo Machado; en la contienda obtuvo alrededor del 55 % del favor popular.
Afirma la Enciclopedia Ecured, nada generosa para calificar a personalidades de aquella etapa, que Supervielle, como ministro de Grau, ejerció una cartera “que dirigió con eficiencia y honradez”, y sobre su actuación en la Alcaldía habanera agrega que este cargo “también desempeñó con rectitud.” (sic)
Su tragedia fue que prometió que resolvería el agudo problema del abasto de agua a la capital, promesa que no pudo cumplir a pesar de sus esfuerzos, y contrito y avergonzado por faltar a su palabra, se suicidó en su despacho el 4 de mayo de 1947, cuando no había llegado aún al primer año de gobierno edilicio. Eduardo Chibás, quien apoyó a Supervielle en sus aspiraciones políticas, le declaró al periodista Guido García Inclán: “Prefirió morir para no defraudar a su pueblo.” Y añadía: “Cuánta vergüenza debe de haber en un hombre que se mata así.”
Si se hace un balance de los gobiernos auténticos (1944-1952), salta a la vista que la corrupción y el pésimo manejo de los fondos gubernamentales fue una nota dominante, por lo que Supervielle fue una rara avis en ese concierto de políticos corruptos. Recuérdese, sin más, a José Manuel Alemán, Ministro de Educación de Grau, quien se convirtió en millonario a expensas del erario público.
Supervielle, como luego el propio Eduardo Chibás, eligió la muerte antes de caer en el descrédito y la ignominia. Fue una solución radical, sin duda alguna. Al pasar revista a nuestra historia se hallan no escasos miembros de la denominada “clase política”, o servidores públicos si se prefiere, que han alimentado la ilusión de sus compatriotas con falaces promesas.
Los griegos de la Antigüedad eran mucho más sabios. Instauraron el ostracismo, medida que se atribuye a Clístenes, y que consistía en que los ciudadanos, en asamblea plenaria, decidían condenar al destierro por diez años a los que hubiesen transgredido la ley. Esta sanción debía ser extendida a los que engañan a sus ciudadanos con promesas que todos conocen, que a la postre, jamás cumplirán.
Por algo el Apóstol José Martí, en Nuestra América, acuñó esta sentencia para todas las épocas y circunstancias: “Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad”.
El gesto de Supervielle es una lección perenne de que son preferibles acciones drásticas, como acortar la propia vida, antes de no merecer al aprecio y el consentimiento sincero del pueblo. Pero, lamentablemente, allí en el parquecito de Monserrate, la fuente sigue seca.