La antigua casa del administrador del central Stewart (luego central Venezuela y ahora un espacio yermo como homenaje a la ruina y la insania en las cuales se ha convertido todo un municipio, todo un país) era la sede del Palacio de Pioneros que disfruté en mi infancia, literalmente un palacio. Yo pertenecía al club de pesca, y todos los martes en la tarde, junto a mis compañeros de aula, atravesaba el pueblo para ejercitar los nudos que ya no sabría cómo hacer: el ballestrinque, el margarita, el nudo doble pescador… o para escuchar las charlas que nos daba el instructor sobre la pesca de langostas, pargos, y bonitos…
Corretear por aquel recinto, antes y luego de la media hora de enseñanza, era el mayor de los placeres. El enorme portal y sus alargados aleros eran estupendos para perseguirnos los unos a los otros. El parque con sus acanales, sus sillas mecedoras, y sus cachumbambés, eran ideales para gastar media hora entre un artefacto y otro. Observar al mono Iván en su sempiterna soledad, pues en los noventa fueron desapareciendo misteriosamente cada uno de los animales del minizoológico, era un deleite melancólico y burlesco que me ha acompañado en cada uno de mis días.
Al fondo estaba la alberca que habían convertido en piscina, y en la cual me bañé en un par de ocasiones. Dicha alberca, antes estuvo rellena de arena para impedir que la misma cumpliese con su funesta utilidad burguesa: ser una fuente para cisnes, ¡qué horror!
He vuelto a recorrer recientemente este espacio. Le estaba dando un tour a Sarai por los diversos parajes que marcaron mi vida en Venezuela, y este no podía faltar. Atardecía y contábamos con muy poco tiempo pues no podíamos dejar que se nos escapara el tren que nos devolvería a Ciego de Ávila.
Con solo atravesar el portón derruido ya me caía sobre el alma el peso de la nostalgia y la desidia. Peor fue descubrir que ya nada queda del esplendor que poseía ese “palacio” ante mis ojos de infante deslumbrado. Duele ver despedazadas las paredes y el techo, a la vegetación creciendo ávida en cualquier pedazo de tierra, y que enormes avisperos se ceben en las columnas; carcome hasta el miedo la atmósfera de abandono reinante, solo comparada con una película de horror, de esas en las cuales una pareja de curiosos se interna en una mansión y descubre la escena de un crimen espeluznante.
Pero el horror más tétrico nos esperaba en el zoológico que se encuentra aledaño a la antigua casona. En la decena de jaulas que siempre recordé casi en su totalidad vacías, nos encontramos a tres prisioneros: el mono (del cual desconozco la especie) jugaba con un pan viejo que al caer al suelo hizo un sonido similar al de un coco seco; el cocodrilo descansaba impertérrito en las inmediaciones de un estanque verdoso, hacinado de ramas; y el pecarí caminaba impaciente, sin recalar en las cáscaras de plátano que debían servirle de comida, quizás advirtiendo la ausencia de agua con la cual calmar su previsible sed.
Sarai, con ese dolor creciente en sus ojos que tanta angustia me provoca, exploró en cada resquicio hasta encontrar una lata vieja que llenamos haciendo uso de una extrema paciencia, pues la llave que vimos no tenía mango que permitiera manipularla, pero sí una pequeña abertura por la cual se filtraba a presión un hilillo de agua.
Nos fuimos de allí apesadumbrados, pero conscientes de que haberle echado agua al pecarí ya era una buena razón por la cual podíamos animarnos un poco.
Cuando regresamos, una semana después, justo en el último día del año 2020, íbamos pertrechados por los plátanos maduros que la madre de Sarai compró para el mono y el pecarí. El cocodrilo la tenía más difícil en un cierre de año en el cual ni las personas tenían un pedazo de carne que llevarse a la boca.
Esta vez fuimos temprano, aún no eran las ocho de la mañana y ya estábamos allí. Y nuestra primera sorpresa fue coincidir con una de las señoras que atienden el lugar. Le dijimos que traíamos comida para el mono y el pecarí y ella nos dijo: “Ah, ustedes son de la provincia”. Sarai y yo nos miramos entendiendo el error de la mujer y entonces le dije a esta que nosotros no representábamos a nadie y que la comida la habíamos sacado de nuestra casa y el rostro de la señora comenzó a reflejar un asombro mayúsculo, como si acabara de ver a dos marcianos o a dos locos escapados de un sanatorio, aún con los piyamas blancos.
Le dijimos que apenas eran unos plátanos para el mono y el pecarí, al cual ella nombraba todo el tiempo como “el puerquito”. Se mostró muy agradecida, pues aquellos animales no tenían nada que comer, salvo lo que ella misma les llevaba de su casa y lo que donaban, en relativas ocasiones, los trabajadores de un comedor cercano.
Cuando le dijimos que el cocodrilo la tenía más difícil por ser carnívoro, ella nos habló de los “tres” cocodrilos, “pobrecitos”. “¿Tres?”, nos preguntamos Sarai y yo con las miradas y efectivamente, en una de las jaulas se hallaban dos cocodrilos más pequeños, aunque uno era mucho más grande que el otro, inmersos en la quietud y la ausencia total de agua en el estanque.
—Yo paso un trabajo para echarle agua a esos dos —nos dijo la señora mientras desenrollaba una manguera y la ataba con trabajo al grifo con un pedazo de nailon— esto es un invento que me enseñó la otra mujer que trabaja conmigo, pero enseguida se zafa, verás, y el agua en ese estanque, no sé qué es lo que sucede, pero se escapa enseguida —y abrió entonces el grifo con una llave múltiple de desarmar bicicletas.
Cuando el agua recorrió los diez metros a través de la manguera y llegó haragana hasta la jaula de los dos cocodrilos, el más grande de ellos fue enseguida hasta el pequeño charco que se creó en la zona más baja. El más chico se acercó lentamente desde la altura en la cual descansaba, pero no se atrevió a lanzarse.
—Ellos siempre están fajados —nos dijo la señora refiriéndose a los cocodrilos—, y por eso a cada rato se los están llevando para Ciego, para que los atiendan los veterinarios.
Fue entonces cuando advertimos que el más grande, cuya boca estaba sempiternamente abierta, carecía de dientes. “Quizás sea para que no muerda al pequeño”, le dije a Sarai en un susurro demoledor.
Luego la manguera se zafó, como había predicho la señora, cuyo nombre prefiero mantener en el anonimato, y mientras ella y Sarai alimentaban al mono con los plátanos maduros, yo intenté recolocarla infructuosamente, llenándome de agua la camisa el pantalón, los zapatos.
Acabamos arrojándoles agua con una tanqueta. Sarai la desplazaba y yo la cargaba por encima de mi cabeza y dejaba que el líquido cayera sobre el pequeño cocodrilo temeroso. “Fíjate si el amor es grande, que he bañado a un cocodrilo por ti”, le diría más tarde a Sarai, provocando su risa.
Aunque ya antes el mono nos había hecho reír con la manía de enseñarnos los dientes cuando se le alcanzaba un platanito; lo pelaba parsimonioso, lo olía como sospechando que algo no andaba bien, y luego lo devoraba con la misma avidez que mostró el pecarí al hociquear y comer los suyos.
Antes de irnos charlamos un buen rato con la señora, contenta ella con nuestra inusual visita y contentos nosotros de ver en ella un marcado interés por ayudar a aquellos infelices seres, aunque a la vez frustrados por la ausencia total de las condiciones mínimas necesarias para que ella pudiera realizar su labor.
Y aproveché entonces para hacerme el sabiondo y contarle lo que antes me había contado José Martín Suárez, “El Bolo”, que aquella casa la había construido una compañía inglesa y que solo existían diez de su tipo en todo el mundo; y que aquel espacio enorme ocupado por el parque y el zoológico había sido un jardín con plantas de más de 40 países y era atendido por un jardinero japonés; y que por la boca del rostro grecolatino, empotrado en una pared que observábamos a la distancia, salía el chorro de agua que llenaba la fuente, en un período de nuestra vapuleada Historia.
—Y mira como está todo esto ahora —nos dijo—, que hasta las puertas y las ventanas la gente las han arrancado y se las han llevado.
Sarai y yo salimos contentos de aquel lugar, y ahora me da hasta pena decirlo. Pero lo cierto es que hicimos algo, y ese algo repercutió, aunque poco, en la vida de esos tristes animales que siguen ahí a la espera de un trato más justo.