En el manual para sostener los crímenes de la revolución cubana, hay un elemento importante: que sea el pueblo, en su supuesta capacidad de decidir, quien luche contra el enemigo interno, y sobre él lance un discurso de odio tamizado de “reafirmación revolucionaria”. Reafirmar la palabra revolución y todo su ecosistema contradictorio, es reafirmar un vacío.
Siempre digo que la violencia está patentada en Cuba por la memoria histórica (manipulada, ultrajada). De alguna manera, los efectos de la violencia en las dictaduras latinoamericanas han sido más visibles, en tanto hay más asesinatos por cuestiones políticas y son en efecto a simple vista contables. Sin embargo, hemos de convenir en que, si bien no todos los días encontramos muertos en las calle en Cuba, hay una violencia psicológica que afecta severamente no solo a la persona en sí sino a la comunidad. El asesinato de reputación, la investigación, las detenciones arbitrarias, la amenaza perenne: todo esto comulga con un estatus dictatorial que agrede de manera lenta pero constante hasta destruirte como persona y como ciudadano. Ese acto de repudio a los que piensan distinto, termina al final por cancelar lo distinto en aras de una homogeneidad ideológica y discursiva que mantenga uniformados los estratos sociales en una parquedad económica y de derechos elementales.
El artículo 16 de la Constitución, el Estado «organiza, dirige y controla la actividad económica de acuerdo con las directivas del plan único de desarrollo económico y social». Detrás de esta fraseología colectivista se oculta una realidad más prosaica: los cubanos no disponen de su fuerza de trabajo ni de su dinero en su propio país. En 1980 la isla vivió una oleada de descontento y disturbios que se tradujo en el incendio de algunos almacenes. El Departamento de la Seguridad del Estado (DSE) actuó de inmediato y en menos de setenta y dos horas detuvo a 500 «opositores». Después, los servicios de seguridad intervinieron contra los mercados libres campesinos y, para terminar, se lanzó en todo el país una campaña de amplio alcance contra los que traficaban en el mercado negro (campaña que se retomó al inicio de la crisis sanitaria del covid-19).
En marzo de 1971 se adoptó una ley, la número 32, que reprimía el absentismo laboral. En 1978 se promulgó la ley de «peligrosidad predelictiva», o dicho de otro modo, un cubano podía ser detenido bajo cualquier pretexto si las autoridades estimaban que representaba un peligro para la seguridad del Estado, aun cuando no hubiera realizado ningún acto en este sentido. De hecho, esta ley instituye como crimen la expresión de cualquier pensamiento no conforme con los cánones del régimen. E incluso más, ya que cualquiera pasa a ser potencialmente sospechoso. Después de la UMAP, el régimen utilizó a detenidos del servicio militar obligatorio. La Columna Juvenil del Centenario, creada en 1967, se convirtió en 1973 en El Ejército Juvenil del Trabajo, una organización paramilitar.
Los jóvenes trabajan en los campos y participan en obras de construcción en condiciones a menudo espantosas, con horarios difícilmente soportables a cambio de un salario ridículo, de siete pesos, es decir, un tercio de dólar de 1997.
La militarización de la sociedad era ya una realidad antes de la guerra de Angola. Todo cubano que hubiese realizado el servicio militar debía formalizar el registro de su cartilla ante un comité militar y presentarse cada seis meses para verificar su situación (trabajo, dirección). Desde los años sesenta, los cubanos han «votado con sus remos». Los primeros en abandonar Cuba de forma masiva, a partir de 1961, fueron los pescadores. El balsero, equivalente cubano del boat-people del sureste asiático, forma parte del paisaje humano de la isla de la misma manera que el cortador de caña. El exilio ha sido sutilmente utilizado por los Castro como un medio de regular las tensiones internas en la isla. Este fenómeno, presente desde el inicio del régimen, se ha producido sin interrupción hasta mediados de los años setenta. Muchos de los que abandonaban la isla lo hacían en dirección a Florida o a la base americana de Guantánamo. Pero el fenómeno de los balseros llegó a conocimiento del mundo entero con la crisis de abril de 1980 cuando miles de cubanos ocuparon la embajada de Perú en La Habana reclamando visados de salida para escapar de una vida cotidiana insoportable. Al cabo de varias semanas, las autoridades autorizaron a 125.000 de ellos —sobre una población que en la época ascendía a 10 millones de habitantes— a abandonar el país embarcando en el puerto de Mariel. Castro, en su completo uso del cinismo y la apatía, aprovechó para «liberar» a los enfermos mentales y a pequeños delincuentes. Este éxodo masivo fue una manifestación de desaprobación del régimen, ya que los marielitos, como se los llamó, procedían de las capas más humildes de la sociedad, a las que supuestamente el régimen dedicaba mayor atención.
Blancos, mulatos y negros, con frecuencia jóvenes, huían del socialismo cubano. Después del episodio de Mariel, muchos cubanos se inscribieron en las listas para obtener el derecho a abandonar su país. Diecisiete años más tarde continúan esperando esa autorización.
Por primera vez desde 1959, en el verano de 1994 La Habana fue el escenario de violentos tumultos cuando algunos candidatos a salir de la isla, al no poder embarcar en las balsas, se enfrentaron a la policía. El frente de mar —el famoso Malecón—, en las calles del barrio de Colón, fue arrasado. El restablecimiento del orden supuso el arresto de varias decenas de personas pero, finalmente, Castro autorizó el éxodo de otros 25.000 cubanos. Desde entonces la huida de cubanos no ha cesado y las bases americanas de Guantánamo y Panamá están saturadas de exiliados voluntarios. Castro intentó frenar esta huida en balsas mediante helicópteros que debían bombardear las frágiles embarcaciones con sacos de arena.
Hoy se hacen actos de repudio para estimular cierta “reafirmación revolucionaria”. Todo maquillado. Vacío. Montado. A estos efectos teatrales de actos de repudio y asesinatos de la moral y la integridad de la persona ahora se le llaman actos espontáneos: es como si cada término que el gobierno usa en sus discursos cotidianos se volvieran vacíos (continuidad, pensar como país, acto espontáneo…), y en ese vaciamiento participa el receptor que, hallándose desprovisto de leyes pero no de memoria, sabe que todo este andamiaje retórico es solo una cortina de humo para esconder el desastre de país que la administración castrista dejó.
Regresan entonces estas maneras “pasivamente agresivas” de la dictadura. Se convocan trabajadores (son obligados, mediante citaciones y con la insistencia de un sueldo en descenso), también asisten estudiantes. Todos estos sectores tienen en común no solo la apatía política, sino el total desconocimiento de lo que sucede. Su dinámica es la euforia, el grito, el desahogo (de los problemas cotidianos, de la economía, de la falta de la alimentos, de unas tiendas inaccesibles y ubérrimas de productos necesarios). Una manada violenta(da) por las cotidianas carencias.
Y se sienten reflejados los manifestantes y los repudiados. Anagnórisis histórica. Nos unen las mismas pobrezas y los mismos vacíos, todo bajo un mismo estado bastante distante de la palabra derecho. Los que se manifiestan lo hacen como fieras, desprovisto de cualquier razonamiento. Los que son repudiados, saben de lo ignominioso del acto, y lo constatan en los videos que nos han legado para el análisis y la memoria.
No nos libramos de las ataduras de las primeras décadas de revolución, no nos libramos de lo feroz y lo animal. Una inculta mezcla amorfa camina de un lado a otro de la isla gritando, enseñando los dientes solo cuando es permitido. A día de hoy, tercera década del siglo XXI, aún tenemos incorporados los modus operandi de la vieja guardia castrista: odiar al diferente, odiar al enemigo, odiar(nos) como posibilidad de evolución (ser Fidel, en suma).
Podemos encontrar a continuación algunos videos de actos (no espontáneos) de repudio, organizados por la policía política cubana entre noviembre y diciembre de 2020. Cuando en 2021 la violencia del Estado se ha intensificado y se usan todos los medios estatales, la prensa, la televisión, enfilados en una cadena de odio y mando, contra activistas independientes, vale la pena reconocer que este terrorismo estatal venía fraguándose en la impotencia histórica del gobierno para doblegar las aspiraciones de libertad de muchos ciudadanos. El objetivo de estos "actos" de las turbas, atacar individuos: Osmani Pardo Guerra, Esteban Rodríguez, Iliana Hernandez, Anamely Ramos, Adrian Rubio, Maykel Castillo y Luis Manuel Otero Alcántara (todos del movimiento San Isidro), Camila Lobón, Tania Bruguera, Claudia Genlui Hidalgo...