Las viejas locomotoras inglesas resoplaban cargadas de cañas. De las ceibas caían copitos de algodón y una nube de polvo rojo volaba desde el terraplén.
En San Fernando, segundo batey donde transcurrió mi infancia, nos reuníamos en el diminuto parque, a la vera del Ferrocarril de Júcaro a Morón, en un tramo próximo al poblado del Quince y Medio, perteneciente al municipio Venezuela.
Nos gustaba estar descalzos para correr más rápido entre los cañaverales, donde el “agarrado” era el divertimiento preferido, aunque a veces, influenciados por las películas, nos disparábamos terrones, en un tiroteo, como en el Oeste, en el que las balas resultaban inagotables.
Puntos fijos de la pandilla eran Peteta, Sagüi, el Píndula, Robe, todos negritos. Juan Carlos “el Brujero”, Fernando “Pati Grande”, Rangelito, Tato, mi hermano, Ramoncito, todos “pichones” de españoles. Nos mezclábamos en los equipos, sin distinciones por el color de la piel.
Recuerdo a mi madre, criada entre haitianos, ofreciendo un plato de comida para cualquiera del primer grupo, mientras veíamos las aventuras en la televisión.
En tanto esperábamos que el piquete se completara, nos poníamos a la caza de los demorones. La mayoría de las ocasiones venían comiéndose un pedazo de pan, con aceite, o azúcar, tomates, o “a capela”. Enseguida pronunciábamos la palabra mágica: abierto. Y recibíamos una pequeña porción de la merienda.
Era extraño que alguno se adelantara con: cerrado.
En el parque aún sobreviven unos asientos maltrechos, las casas se han transformado o desaparecieron, entre ellas la mía de madera y techo de guano.
Desde la carretera, melancólico, miro al espacio público donde nos reuníamos, y no veo niños, tampoco cañaverales. Aquel micromundo se va cerrando, como las manos de un niño egoísta.