En el sopor de una respiración entrecortada,
muero para darle luz al ángel
que ahogué en mis venas.
Sé que no basta la leche limpia de los astros
para encumbrar su aliento.
Un temblor y otro trenzados sobre unas páginas
que no me pertenecen, cartas antiguas,
furtivas como un secreto violado,
y transpiran un dolor ajeno y único,
un dolor envidiable.
Aprieto un rosario entre mis manos
llagadas por la angustia, mientras vigilo y acaricio
la respiración aturdida de mi hijo.
Un rosario, talismán para alejar
el vuelo de la sombra.
Oro sin humildad.
La rabia es una cadena de ágata tendida al infinito.
Y cómo reducir su herrumbre en cada hueso.
Si al menos con el gesto más nítido
alejar pudiéramos cualquier declive
perfilando el horizonte,
el remordimiento abrasado en la primera llama,
aguzando los azotes del límite.
No juzgaré a la manzana, bien roja, bien jugosa
que devora la inocencia, ya sin remedio
me perderé en su boca, en el verde que la ciñe
y rememora el gesto último de la madre.
Cerca de mí, apenas los ojos del ángel,
tus ojos inagotables y espaciosos,
bebiendo la piel del corazón,
todo el mar, los asombros de la noche.
Apenas soy una miga de nervios en la intemperie.
Mi espalda se sumerge en un polvo de estrellas,
en los cristales de la duda,
y a ella te aferras, hijo.
Un musgo tibio.
Nada puede la oquedad de estas piedras
de carne mancillada.
Sólo Dios las sabe como suyas
y derrama paciente las prístinas mieles
ya tornadas olvido.
Solo Él conoce los meandros
alzados sobre el barro,
torres líquidas en las constelaciones
que avizoro en tu pecho.
Quiero que lo sepas, que lo grabes
sobre las sombras de las palabras que dirás:
Él ha recogido uno a uno los suspiros
que abandoné como bajeles de papel
bajo una lluvia espesa
y los guarda en el puño que apisona
una estrella de seis puntas,
en la rosa blanca y triste del costado,
en los estigmas de sus labios.
Quizás caigan dentro de mí los rugosos maderos,
las lenguas aceradas, dentro de mí los clavos.
Los copos de serpientes, el vacío y el miedo
del otro que me acecha los exiguos
pistilos de la aurora.
Mas lejos caigan de ti.
Mira en mi frente, hijo,
tiende un manto de luz en el abismo
que ha cavado el destierro en mi torso desnudo,
en la concha donde hierve el aceite
que te di a beber mientras tu dedo frágil
quebraba la imagen de la luna
hendida en el azogue.
Sálvame.
Torna un pájaro herido
a las columnas del ocaso.
(Este poema pertenece al libro Consagración de las trampas, Premio Eliseo Diego, 2004.)