¿De qué está hecha la Creación? ¿Solo de energía, materia, soles, planetas, montañas, mares, mujeres, lluvias, semen? El poeta ve las glorias de esos epifenómenos como la realidad misma de su cuerpo. Pero él es, al mismo tiempo, esta palabra que se dice en él, inexorable. Esa palabra insinúa, supone una Palabra. La inmaterialidad de la palabra poética apunta al Espíritu que crea. El Espíritu ha creado unos teoremas de los que la palabra poética no es más que unos corolarios. Nada menos. Iniciando la veintena el poeta muestra sus corolarios primeros, de un rigor que el lector comprobará con gozo. La excelencia y la variedad formales, emblemas de la poesía camagüeyana, impulsan la condición abisal de la elegía y la amplitud del himno en este lírico de sabiduría, ingeniero verbal y matemático de estrellas. Una Creación comienza.
RAFAEL ALMANZA (palabras de contracubierta de Corolarios, Ed. Homagno, Miami, 2019)
Poemas del libro Corolarios, leídos por Mario Ramírez Méndez en la XXIX Peña del Júcaro Martiano, tras la presentación hecha por Rafael Almanza, el 31 de agosto de 2019:
FUNDACIÓN DE LAS ALAS
Salterio del espacio donde huimos,
aún en la posesión de lo terrestre,
hacia una comunión de instante y vuelo,
cansados del nadir bajo los pasos.
Como un anuncio urgente de los cielos,
da inicio la batalla de mi cuerpo
y mi ojo intersecado por la esfera
las notas de sus vítores aclama.
Soltemos las amarras de la gloria
de la fraternidad que nos enlaza,
hermanos que en el ágora habitando
el hilo de la vida doran juntos.
Quiero nacer aquí donde la muerte
es una carga ingrávida que avanza
buscando la extensión de lo que fulge.
Légome con mis alas de entusiasmo!
Adentro una sustancia nos congrega
y hemos de echar afuera todo el verso,
vamos a dominar esta espesura
con cántaros, con cánticos de lluvia.
Aquí pulsa la risa en el costado,
acá la herida canta el hemisferio,
allí se hace redonda la utopía,
mi fábrica de ardides no descansa.
Esta ecuación febril que preconiza,
que arrostra los senderos en el aire,
es de una rama ardiente y olorosa,
es la raíz que pare el horizonte.
Unión es trasgredir viejas consignas
de la contemplación y de asentarse,
lanzar la puja fuera del mercado,
hacia otro sitio ir, por más altura.
Belleza de esparcirse por el orbe
de un diente de león y sus semillas,
el polen creador es fragmentado
para multiplicar su propia dicha.
La greda moldearemos en la nube,
el agua de su mármol aún más frío,
ansia del escultor en el ascenso
que irrumpe a cincelar con la mañana.
Este es un coro de alargar el grito,
de urdir externa la trivial garganta,
un pabellón de voces en la órbita
del sol hará expulsar su luz sonora.
Somos una bandada, una jauría
aullándole a los astros infinitos,
dentro de nuestros huesos talan bosques,
se quiebra una vasija de locura.
Vamos, Ícaro ven, ven tú, perdiz,
vamos, vengan los ángeles caídos.
Una centella crece por lo oscuro.
Hay que foliar el mundo en una página.
El sirgador empuja en el abismo,
abre las jambas lúcidas del sueño,
despierta en sobresalto suspendido
vertebrando la punta de una estrella.
Los fámulos servimos el convite,
juntamos la materia y el olvido,
para que la aventura del planeta
se eleve como un humo transparente.
Así es que el árbol rompe hacia su cima,
cuchara en mano y pluma desmedida,
hay que tatuar las hojas de la especie
antes que venga el tiempo de la espuma.
Zarpar, como Noé, con los binomios,
con cítaras veloces que me guían,
los mástiles son uñas para auparse,
los clavos de mi arca son luceros.
Todo lo que es perpetuo nos limita,
por eso hay que allanarnos en la criba,
ir calibrando el peso del destino
hasta colmar al fin la cuadratura.
Subir, subir y ver con los salitres
el hondo mar que ensancha los pulmones,
vamos a respirar antes del salto
hasta tener galaxias en el tórax.
Voy a estrenar en mí estas moléculas
sobre el carbón que esparce el monolito.
Muro avasallador para mi esfuerzo:
cercéname los músculos intactos!
Gusto de liberar una paloma,
de ver el aleteo de un zunzún,
sentir la sencillez de los gorriones
y celebrar su nido entre las ruinas.
El hombre no equilibra los sistemas,
el hombre es una báscula quemada,
conservación de masa y energía:
hay que permanecer en el espíritu.
Voy a prevalecer pero sin cárcel,
sin bridas luminosas en la noche,
quiero surcar el óvalo hasta verme
el récord de la sangre en los talones.
Siento el clamor de un cirio que se apaga
dentro de lo que somos, y qué somos
sino una tromba que recoge todo,
un vórtice de lava en la memoria.
PRIMERO QUE LA LUZ FUE LA PALABRA...
Primero que la luz fue la palabra
escindiendo las sombras en un giro,
el alígero soplo que en la estatua
anticipa lo eterno: un agua inmóvil.
En el centro, el abismo de la noche,
su mandíbula helada engendra el mundo.
Despacio abre los signos de las aguas,
el líquido que arriba, abajo, dentro,
se expande como un cielo, aislada forma
donde habitar los días, las moradas
de sangre y oro en la espiral dormida.
Como un espejo el mar, el agua viva
de qué galaxia azul se habrá caído,
y la tierra quebrada por la espuma,
¿era un vasto desierto en la memoria?
Fue el primer fruto de la sal, las hierbas
comenzaron a arder en las semillas
y fue una fiesta ya: la primavera.
Todo era noche inhóspita hasta entonces
y existía una luz como amueblada
por las manos que urdieron la penumbra.
Se hizo un rescoldo el hálito apagado,
—una hoguera quemada por los siglos—:
en elipses de fuego fue el espacio
tendiéndose en el tiempo hasta ser uno.
Tú dijiste: “el espíritu aleteaba…”
y fue una forma la que oyó tu grito,
sobre las mudas aguas detenidas
el polvo al fin surcabas luminoso.
El coro de las aves en la aurora
y la escama plateada de los peces,
el leviatán y el ictiosaurio, que eran
monstruos de luz, hechos de entraña y ala.
Pero tu semejanza, ¿dónde hallarla?,
perdida en tanta bestia, en tanta mole
de cielo y mar y tierra, en el espacio
donde una estrella vaga mira al hombre
creado por el polvo de qué estrella.
Y la mujer nacida en su costado,
¿es semejante a ti? Dime ya, noche,
extraviada en el tiempo y en mi sangre,
llena como la hoguera, de los cantos;
la raza del poeta que pregunta:
¿dónde? ¿dónde? ¿dónde? ¿Me soplarás
con ese aliento formidable, vida,
y me hundirás los ojos de visiones?
Desbórdeme en las aguas tu presencia,
cumplido de mí mismo, semejante,
con este verbo nuevo y nueva obra,
que me edifica el ser, la sed, el reino,
hasta llegar a ti, semana eterna,
para que al fin descanses en mi alma.
LAS VOCES DEL OLVIDO
Abajo, en progresiones infinitas, crecen las duras
piedras de mis ojos
eslabonando una mirada que paraliza a los paseantes
bajo la lluvia de las estaciones.
En lo profundo de mi voz el mes avanza,
pasa con paso aletargado, con prolongado gesto de
eternidad en los cristales
para colmar los días que agonizan.
En una copa de virtud el jugo ácimo del día se derrama,
y las almendras de la hora
inician una hoguera en mis rodillas.
¡Ah, báscula quemada de la vida,
equilibrando como una ley solar
la armonía y la nostalgia,
la risa y los adioses,
las puertas y los antros!
Me he quedado a observar este lento transcurrir entre
mis pies,
el credo de las aguas invocando la idea,
discurriendo en los frescos arroyos del verano,
de la inmortalidad del movimiento y el deseo
de un Eros que se nutre bajo la sombra de los árboles.
¿Acaso no eras tú el mismo que decía
que el poema era un hallazgo de las Musas?
¿Que con frotar la piedra se extraían los versos
y uno a uno pasaban como ardientes anillos?
He aquí mis duros ojos, mi cadena de ojos,
magnetizados en el ámbar de las visiones,
abiertos en el lecho del río,
columbrando los peces plateados de la memoria
y al pescador y su hijo que se sumergen y no vuelven
sino con una boya de peces en la punta del sueño.
¡Pude escribir!¡Pude escribir, Océano!
Y preferí cantar.
Le hablaba a las marismas y los dientes de perros.
Recolectaba el césped del camino.
Las baladas románticas, inglesas, que yo desconocía,
las canté allí, mientras recolectaba el césped
de los crepúsculos y aún el de las auroras
que todavía desconozco.
La fundación de lo real inverosímil en mis manos.
Te amé
y me enseñaste a amar
la orfebrería de la rosa papal de Avignon
y el perfume dorado de las dalias!
¡El olvido!: Las nueces que se rompen en los riscos
como huesos,
las semillas de todo lo vivido;
siempre el olvido para quebrar las sienes de una flor
—la más enferma flor entre los dedos—
arrancada al poema que la sacia;
y el rocío, siempre el rocío que me escupe la cara
de recuerdos.
¡Una mañana ávida del Mundo!
El nacimiento de mis ojos cincelados en la greda
de una playa que esconde sus cadáveres,
recias voces que cantan por los siglos;
otean a través de las cuencas
calladas de mis ojos
y todo el sílice del plectro enloquece las arenas.
Te amé
y sepultaste el odio lejanísimo,
como un fémur tatuado de delicias.
La amapola, blanca como la carne de los días,
alimenta mis lóbregas retinas,
liba el santuario de mi cuerpo con premura,
recorre los anales de mi cuerpo
polinizando las cenizas y el olvido.
Abajo, se sintetizan mis ojos en la sal,
osario de una estrella interrumpida por la lluvia,
cántaro que se rompe de ir y venir desnudo
dragando luz por la existencia al fondo
Siempre!
RECADO
Para Francis Sánchez
He aquí que has anunciado que todo es inocente,
que la palabra escapa de su primera casa,
se escurre por las piedras donde la vida pasa
como un río traslúcido manando de su fuente.
He aquí que la parábola pronuncias, el torrente
de los significados el corazón arrasa,
y la sangre que mana de la vida nos tasa
el peso del madero junto a la zarza ardiente.
Pero ha quedado roto por fin aquel pesebre,
la zarza hecha cenizas ha ido a parar al agua
y la cruz, carcomida, fue el leño de algún fuego.
Agua, fuego, cenizas, mi corazón celebre
la inocencia que escapa y en la sustancia fragua
los altos sacrificios donde mi cuerpo anego.