Los toques en la puerta te hicieron afinar el oído en el baño; volvieron a tocar. Ahora, segura de que te buscaban, gritaste: Me estoy bañando. Insistieron y gritaste: ¡Vaaa, que me estoy bañando!
Los golpes se repitieron y, esta vez tomando aire, chillaste tan fuerte como pudiste: Voy, me estoy bañando, y abriste la ducha dejando que el agua te enjuagara, mientras bajaba resbalando por tu piel, hasta los azulejos del piso.
Abriste la puerta y te sorprendió ver frente a ti al profesor de Física. Te miró a los ojos, luego bajó la vista y lo sentiste imaginando tu piel mojada debajo de la bata de casa, que en algunos sitios, formaba rosetones de humedad al adherírsete. ¿Vino por el trabajo de curso?, preguntaste. Sí, fue su respuesta insegura. En tu mente se fueron formando mil conjeturas: Está loquito por meterme mano, viejo loco; aunque pensándolo bien no está tan mal. Pase, lo invitaste apartándote un poco para hacerle camino; de todas formas, el roce era necesario, y estaba calculado.
Sin quitarte la vista de encima, llegó a la sala. Eres mío, tonto, yo sé manejar a los viejos descarados y libidinosos como tú, serás muy profesor y muy físico, pero la hembra aquí soy yo. Te sorprendió el camino de tu pensamiento, pero instintivamente, como al descuido, despegándose de la piel, se abrió un poco más la bata de casa, para que viera mejor tus piernas, sabías por experiencia que es un arma a tu favor; que, con ellas, puedes volver loco a cualquier hombre.
¿Has adelantado algo?, la pregunta te sorprendió. No estabas para el paso en ese mismo momento, así que le entregarías el mamotreto del trabajo de curso, para que lo revisara y tratarías de deshacerte de él lo más diplomáticamente que pudieras. Habías quedado con José, y a ese no lo harías esperar. Pero tienes que darle un poco más, para que se vuelva bien loquito, y haga lo que tú quieras.
Fuiste hasta el librero donde tenías los papeles, y te inclinaste delante de él, mostrando la elasticidad fibrosa de tus muslos. ¿Estará bien así? Claro, tonta, pero tienes que tener cuidado no le dé al viejo un ataque al corazón, mira que eres abusadora. Ladeando la cabeza, lo observaste por encima del hombro. Ante su mirada indefensa, se te escapó una sonrisa cargada de picardía. Para disfrutar su nerviosismo lujurioso, tropezaste con el sofá, para volver a enseñarle, esta vez más de lo que querías. Ya no tuvo que adivinar tu desnudez, la tenía delante; se levantó y adelantando sus manos, te agarró por la cintura y te tiró sobre el sofá. Por favor, profesor suélteme, intentaste, pero no te dejó terminar la frase, sus labios estaban sobre los tuyos, los besó con fuerza. Lujuriosamente los mordió, y con un deseo que no imaginaste, tratabas de impedirlo y de explicarle pero era más fuerte que tú.
Intentabas quitártelo de encima mientras su mano se metió entre tus muslos con inusitada pasión. No te lastimaba, sólo quería tener tu sexo entre sus dedos que, de pronto, te parecían grandes y fuertes. Con medida ternura lo apretó en una caricia, tibia y fascinante.
Déjeme, déjeme, profesor. Imaginaste su dedo penetrando en lugares secretos, vigilados y bien protegidos, pero débiles, muy débiles, cuando de enfrentar a hombres se trataba. Lo empujaste con fuerza y lograste despegarlo un poco de ti. Déjelo, profe, déjelo. Pero él volvió a apoderarse de tu boca. Trataste de decir no, pero te salió una especie de quejido; por un segundo descuidaste tu lengua y se apoderó de ella, lograste quitársela, pero lo disfrutaste. Al dedo del medio se unió el del anillo y, mientras los presionaba contra el pulgar, en medio quedaban tu clítoris y el recién afeitado pubis “Qué rico“, el meñique y el índice, como al descuido siguiendo la línea de las ramas del clítoris, se desgajaban por tus muslos, ahora abiertos y elevados con las rodillas flexionadas, y dejaste que tuviera tu lengua otra vez. Qué rico besa este viejo, y la retiraste aunque sabías que pronto se la darías de nuevo.
Ya tus manos no trataban de separarlo, más bien se aferraban para que no despegara ni un milímetro su cuerpo del tuyo. Todo te gustaba del hombre:, su fuerza, su calor, su olor, la sensación de su barba arañándote el rostro y, sobre todo, aquello que desde su hombría se restregaba contra ti, ya no importaba que fuera un hombre cercano a los sesenta, ni que pudiera oler a viejo, ni te acordabas de José, ni del trabajo de curso, ahora imperaba sobre ti un frenesí, un deseo loco de sexo. Y tu cuerpo empezó a doblarse bajo el hombre y a arquearse, pidiendo en el mudo idioma un intercambio urgente, que él comprendió.
Con la misma ternura que al principio, te tuvo palpitante en su mano. De la misma forma que aquella mano jugó contigo, te liberó un momento y la sentiste buscando en el pantalón. Con inaudita maestría, te fue penetrando, sin apuro, demorando el placer, disfrutando tu gozo.
Te abriste totalmente y, formando un arco con tu cuerpo, extendiste los brazos queriendo tocar el infinito, apresarlo, para dárselo a tu “viejo“ profesor de Física, que ahora se materializaba mucho más como maestro, no sólo de ciencias exactas.
Dejaste que se apoderara de aquellos rincones de tu cuerpo que aun se rebelaban al imperio de su sabiduría. Le permitiste hacer, porque sólo así podías vivir en ese momento. Sí, sí, fueron tus negativas. Sí, así, así, fueron tus regaños.
Cuando estuvo seguro de que ya no te resistirías, se arrodilló entre tus piernas, y sin salir de ti, de un solo tirón, desgarró tu bata. Se echó sobre tus pechos y con besos mojados fue limpiando toda la suciedad con que pudieras haber culpado su amor. Saliendo de ti, deslizó su lengua por el surco bendito.
Fuiste feliz cuando su lengua te acariciaba por dentro, descubriendo lugares desconocidos, limpiando tus instintos, cuando sus labios se cerraron alrededor de tu clítoris, que acariciaba su lengua, cuando sus dientes mordisquearon tus deseos recónditos. Sí, así, así, hummm, calificaste su examen, y después regresó a tu regazo, volvió a fundir su cuerpo con tu cuerpo y, como olas del mar, los cuerpos se aferraron, y sincronizaron la frecuencia de su movimiento a la frecuencia cíclica de la naturaleza.
Entre sus piernas, quieres darle todo el placer del mundo: es la respuesta de tu cuerpo a sus caricias. Con tu cabeza, de la que mechones de pelo húmedo todavía, se pegan a tu espalda; con tus piernas, perdidas debajo de tu vientre, recogidas dejando ver tan solo los muslos lisos, poderosos, brillantes de vida, parte de los gemelos, el regalo del pliegue detrás de la rodilla, y la planta de los pies apuntando.
La curva de tu espalda —no lo puede evitar—, no tiene defensa para esa arma, y la energía universal, otra vez, se le mete en el cuerpo. Con un rugido, se yergue frente a ti, dejando que tu lengua resbale por su entrepierna y, rodeándote, se agarra a tu cintura y, sin pedir permiso, te penetra, y tus ojos buscan el cielo dentro de tu cabeza. Y tu boca se abre para tragar toda la felicidad, que miles de terminaciones nerviosas le trasmiten. El cuerpo, adolorido por primera vez y, al mismo tiempo, agradecido por el atrevimiento. Y él, tu profesor de Física, indeteniblemente se viene en tus entrañas, en tu más hondo deseo, y se deja caer sobre tu espalda perlada de sudor. La besa, y besando tu cuello, mientras por arte del más ardoroso de los abrazos, puede apretar tus pechos. A su silente pedido, ladeas la cabeza y entregas una vez más tu boca, todavía mojada de él.
Y lo dejas que chupe tu lengua, hasta que se agote, se duerma, o llegue tu novio a la casa y una vez más se repita el castigo de la sorpresa.