Nada existe es, hasta ahora, la única novela de Rafael Almanza. Como el autor no requiere presentación, y sobre todo no requiere presentación en este medio, pasaremos a hablarles de la obra, una de sus últimas creaciones que ha visto la luz bajo el sello editorial Homagno, y que forma parte de una suerte de trilogía narrativa homónima que inició con el libro de cuentos El octavo día y que pretende cerrarse con las Fívulas u peróvulas, o al menos así lo declara Almanza en la página de autor de la edición que hoy tenemos a mano.
Antes que nada, fijémonos en que “Nada existe”, como sintagma verbal y en un sistema de connotaciones metafísicas, habría sido el cuento breve más breve y eficaz de cuantos conozco, de no ser porque el autor vio más allá del estallido del título: la sucesión de derrelictos bajo una lluvia creacional con que comienza la novella: los fragmentos desperdigados de la Nada antes de: el suceso por el que se desata una cadena de acontecimientos y posibilidades que parecen denotar la verbalidad sustantiva de la frase: existe: a partir de este momento todo será inversión y paráfrasis del teorema mallarmeano: un choque de autos jamás abolirá la Nada.
Esta especie de reductio ad absurdum ha sido urdida con la precisión de un matemático que posee nociones elementales de química narrativa. Sabe, por ejemplo, que la catálisis conviene a la catástrofe y que la sinrazón es muchas veces el camino para alcanzar a la razón. De esta manera una anécdota, en apariencia sencilla, es contada en dos de las tres partes de la obra con ligeras variaciones (¿de orquesta?).
Al principio, como uno de los tantos hilos que se desprenden de la nada, el narrador omnisciente —con una omnisciencia que roza la herejía— nos relata el accidente de tránsito en el que las víctimas serán los protagonistas: una pareja de enamorados que recién empezaban sus naderías amorosas —se enamoraron a simple vista. Ella muere y él termina en un salón de operaciones custodiado —¿salvado?— por un enfermero homosexual y gordo. Hasta aquí esta primera versión de los hechos, que ha sido intercalada con fragmentos catalizadores de exquisita factura: una lección de física, una reflexión sobre el arte horizontal y vertical de Rothko y Newman, un performance donde es derramado un gigantesco latón de pintura, una receta para la Nochebuena, la descripción de una escultura metafísica, una fábula de nubes y rayos, Goethe, Poe, una coreografía en un jardín enigmático, etc. Todos estos detalles que contribuyen en el plano del sentido al crescendo de la escena decisiva, y que parecen provenir de ningún sitio, tienen un contenido revelador y ambiguo: ¿y si el narrador es además espectador devenido en el rol de personaje por su capacidad para narrar, para urdir un destino ajeno y a la vez personal? Nótese que el realismo, incluso de los inverosímiles fragmentos, lo permite.
En la segunda parte presenciamos una idéntica historia —contada casi con las mismas palabras— con la salvedad de que en esta ocasión el profesor y el ingeniero, conductores en el accidente, se las ingenian para evitar lo que antes fuera inevitable. El automóvil trueca el epíteto de Apolo Cero por una velocidad menos traumática, la sirena de las Ionizaciones de Varèse da paso al corno triunfal del Finale de un cuarteto de Mozart en el instante en el que se ha salvado el cuarteto que conforman el profesor, el ingeniero y la pareja de jóvenes. Los dos primeros se despiden, pues no representan ningún papel en esta nueva variante de la realidad; los jóvenes se enamoran en una escena de un verismo cinematográfico que parece sacado de la nouvelle vague, acentuado por el calor de los amantes en el trópico y una ingeniería de asociaciones que traduce a la perfección el estado incipiente de la emoción amorosa. “Tú me adivinas”, le dice él, “Tengo que pensarte”, se despide ella. Y se han despedido ese día con la certeza de que se adivinan y se piensan y se aman y, como es lógico, se casan. Vivirán pasando del éxito y el éxtasis a la mediocridad y al desparpajo, extrañados de su propia existencia: creerán haber triunfado sobre la miseria del mundo, haber exorcizado los demonios ajenos y los particulares, haber conquistado una oportunidad para hacer las cosas lo mejor posible, con la asistencia de Dios. Y con la asistencia de Dios acudirán al finale de sus vidas rejuvenecidos, desnudos, resurrectos.
Este relato cíclico, que protagonizan la pareja de amantes en un escenario paradisíaco —incluso hay una fuente y ríos—, y que trasluce el tema de la resurrección —oportunamente a continuación del relato de la muerte— no puede dejar de leerse como una estupenda parábola cristiana de la existencia. Somos Nada al revés: somos Adán, dijo Cintio Vitier en uno de sus mejores poemas, y ahora su discípulo Almanza parece constatar esa naturaleza genésica del hombre asistido por Dios, capaz de encarar la aplastante totalidad de la Creación mientras verifica el milagro de Cristo: la Nada que es para que Todo sea: la providencia divina y la voluntad humana, la horizontal y la vertical que dividen el mar y la tierra, la sombra y la luz en la fotografía de la cubierta, intersectándose en cruz.
A la tautología del todo existe opone el autor la cruz de la Nada, los designios del Creador que es, en esencia, Nadie. La imagen del desconocido fotógrafo que es Almanza se titula, con toda intención, Ley del tercero excluido —donde el excluido es Dios, que está no estando en la ecuación de la totalidad—; fragmentada con diversos acercamientos del lente es usada para separar las partes de la novela. El solitario objeto que vemos en la fragmentación que introduce la tercera parte y final, está atravesado por esa cruz de la plenitud subrayando lo que sospechábamos: esta novela realista debía devolvernos a la realidad —tras la muerte y resurrección de sus personajes—, y la realidad, para el católico Almanza, está signada por la aceptación de la pérdida, del sacrificio, de la cruz.
La descripción meticulosa —crítica— de un Vermeer: Muchacha leyendo una carta frente a una ventana abierta es el primer símbolo de lo que luego nos será revelado: la muchacha, ausente, perdida en una dimensión espiritual —¿salvada?—, ha muerto: estamos en presencia de la continuación de la primera anécdota. Reaparece el profesor, el ingeniero, el enfermero, los padres de la joven, incluso el atleta que la asediaba antes de y, lo que es aún más contundente: el narrador personaje se impone al omnisciente: el accidente es cierto, el muchacho sobrevive y ha quedado traumado, dedicado a la bebida en un bar: la realidad se filtra por los intersticios del relato para sugerir que la segunda parte —y quizás todo— no ha sido más que la imaginación de alguien que escucha desde su escritorio, muy parecido al de la lámina: un trompe l’oeil como el del cuadro del pintor neerlandés, una marca de agua narrativa que quiere decirnos que la realidad es real y debemos asumirla tal cual la recibimos; incluso una lectura atenta nos devela la fecha de los hechos: “a usted no se le ve desde el milenio anterior”, bromean, absueltos, el profesor y el ingeniero: estamos en el año dos mil como antes, sin decirlo, en el parque Casino de Camagüey, la ciudad de Dios de Rafael Almanza. Asistiremos al sepelio de la joven pues, convencidos de que no ocurrirá lo inverosímil, de que la voluntad del Creador se ha impuesto: se esperaba lluvia pero a las cinco hay un sol calcinante. Sin embargo, el autor nos ha ofrecido su testimonio con los recursos de la fe y la creación; la postal de un amigo porta un mensaje luminoso; una boda se celebra realmente y alguien reza a la Virgen en su día, invocando al Amor, que aparece con mayúsculas por primera y única vez en esta obra para redondear un axioma: nuestra existencia fue diseñada para la libertad y a merced de lo sobrenatural al mismo tiempo, y el Amor es la potencia conciliadora de esos —aparentemente— opuestos, la posibilidad de salvarnos más allá de la nada, la realización de la nada en la plenitud del ser.