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Parábola para Elías Canetti

Turista se retrata con tres mulatas. Foto: Francis Sánchez
Imagen: Francis Sánchez

Suelo leer varios libros a la vez. La afición es bastante común. En mi caso concierta azarosamente los volúmenes, aunque trato de que pertenezcan a distintos géneros literarios. Nunca dos de poesía o dos de ensayo o dos novelas; aunque generalmente tengo tres o cuatro al retortero. Sin que nunca falte uno de poemas, lectura esta última que dejo para la cama, pero ahora sólo de poetas reconocidos. Porque los que desconozco sólo los descubro de mañana, ya que en ocasiones me premiaron con pesadillas tenebrosas, hasta despertar con la angustiosa certeza de que el autor me acorralaba para leerme otro fajo de lo que llamaba —suspirando— poemas.

Justifico la costumbre bajo el pretexto de que recrudece la amenidad, pero no estoy seguro. La incertidumbre –magia contra las vagancias de la certeza— me impide recomendar la manía combinatoria. Aquella vez la coincidencia fue entre ensayo y biografía: Masa y Poder de Elías Canetti y César de Gerard Walter.

Masa y poder la había leído en dos ocasiones porque me abrió los ojos ante las ideologías cerradas de la modernidad, hasta convertirme para siempre en un admirador del genial escritor de origen sefardí Atesoro sus primeras ediciones en español, dicha que debemos a Mario Muchnik, editor entre editores, hasta sus aforismos y memorias; aunque hoy disfrutamos de sus Obra Completa en la Editorial Debolsillo, hasta el séptimo tomo.

Y César, apasionante biografía muy inglesa que sabe esconder años de investigaciones, donde se muestra una erudición pudorosa hasta el silencio, sin los exhibicionismos que suelen lastrar a ciertos historiadores y ensayistas, casi siempre franceses. Gerard Walter narra como un buen novelista, hasta con técnicas de cabo suelto.

Fueron días felices. El bisturí sociológico de Canetti me ayudaba a ver en Julio César la encarnación del poder omnímodo y los elementos que conformaban su carisma, siempre dueño de cualquier situación y astuto artífice de manipulaciones. Rasgos perfectamente válidos para otros césares de cualquier época o latitud.

Leía las aventuras de César y las estratificaciones de su corte desde Canetti, incluyendo chismes, zancadillas, conspiraciones, trampas, triquiñuelas, crímenes... Exenta de inferencias conclusivas o de opiniones del autor, la biografía del emperador romano me brindaba situaciones que ilustraban la obra cumbre del ensayista que optara por expresarse en alemán, lengua desde la que obtiene el Nobel de Literatura en 1981, sobre todo por Masa y poder.

Mi costumbre de anotar citas, síntesis y comentarios de aquellos libros que me parecen relevantes, fue aquí también una libreta de apuntes, fechada en 1988. En 2005 la estuve revisando. Y ocurrió otra rara coincidencia. En esos días estudiaba la maravilla intemporal del llamado presente histórico en lengua española, para una clase de retórica literaria que impartiría a los alumnos de la Maestría en Letras de la Universidad Iberoamericana de Puebla de los Ángeles. El reto estilístico de escribir una historia con secuencias temporales sucesivas, pero sólo con verbos conjugados en presente histórico —aparte de infinitivos, participios y gerundios— se unió entonces a la intemporalidad de la relación entre las masas y los poderes, donde poco ha cambiado durante milenios; apenas los armamentos y vituallas, nunca los gritos de rabia y dolor, las órdenes y jerarquías, las manipulaciones del Poder... Ahora —2015— vuelvo a los apuntes y a la primera versión de la parábola convencido de que Elías Canetti, a diferencia de muchos ensayistas famosos del pasado siglo —de J.P. Sartre a G. Lukács, de J. C. Mariátegui a A. Ponce...—, sigue suscitando diálogos y reflexiones no arqueológicos, no para completar panoramas y fichas. La titulé “Por sí o por no”. Ruego la lean como un homenaje a Elías Canetti, que tuve el privilegio de conocer una tarde en Zürich gracias a mi amigo Martin Lienhard. Pero sobre todo como una polémica parábola cubana:

 

POR SÍ O POR NO

Los ejércitos se vigilan recíprocamente. Hace una semana que la cercanía presagia el combate. Pero las legiones romanas no pueden atravesar el Allier porque los bitúrigos cortan presurosamente los puentes, sin dar tiempo al avance. Vercingetórige, jefe de los bitúrigos, impide así el acceso imperial a Gercovia, su capital.

César prosigue la marcha a lo largo de la ribera derecha y Vercingetórige por la izquierda, sin perderse de vista. Los romanos se remontan en busca de un sitio por donde vadear el Allier. Pero aún transcurre mayo, y hasta septiembre las aguas no ceden. Pronto César encuentra una estratagema. Tras arribar a uno de los puentes destruidos por la tropa de Vercingetórige, deja atrás dos de sus legiones, bien ocultas en el bosque aledaño, mientras el grueso de sus fuerzas continúa bordeando el Allier, dispuesto de modo que llena los vacíos causados por la ausencia de las veinte cohortes.

Vercingetórige prosigue por su ribera, sin sospechar el ardid. César permanece junto a las dos legiones ocultas. En cuanto media una jornada de marcha, hace salir a sus legionarios del bosque y les ordena reconstruir de inmediato el puente. Los centuriones preparan la labor. Rápidamente la tropa abandona los cascos, escudos y espadas, y los sustituye por las herramientas de pontoneros. La obra se termina en menos de doce horas. Al amanecer forman filas y pasan en orden de marcha a la orilla opuesta del río. Las otras legiones regresan presurosas. Mientras tanto Vercingetórige tiene la desagradable sorpresa de saber a la vanguardia de César en su propia tierra.

A unos kilómetros de Alesia, frente a frente, acampan los dos ejércitos. Los convoyes de subsistencias y vituallas arriban a las retaguardias. Las infanterías no cavan, saben que la batalla a campo raso hace inútil las trincheras, saben que al amanecer es la lucha. Galos y romanos afilan las lanzas, tensan los arcos, preparan las municiones para las hondas, prueban el filo de espadas y cuchillos, revisan los arreos...La cena es opípara, como corresponde a la víspera de un encuentro donde la sangre y la muerte más bien son una opaca metáfora de la realidad. No se reparte alcohol, pero en algunas casamatas violan la disposición con tintos gruesos y aguardientes de uvas y melocotones.

La noche envuelve con lentitud el vasto páramo, como un inmenso clamor que aún es silencio y odio sobre las colinas donde descansan los enemigos. Todavía de noche, los estados mayores reciben detalles de las instrucciones. En las tiendas de César y Vercingetórige hierve el desasosiego. La superioridad numérica de los galos la compensa el disciplinado fluir inconmovible de las cohortes romanas. El arrojo y la fiereza galos tienen su contrapartida en la estrategia de pinzas con que estrangulan las legiones itálicas. Nada está decidido. Al dominio de la región que favorece al ejército de la Galia, los latinos oponen la suspicacia de sus espías y la escrutadora vista de sus centuriones. Vuelan las conjeturas en ambas tiendas cuando los primeros chispazos amarillentos esbozan el amanecer. El severo plan estratégico de los legionarios, apoyado por su continuo fogueo, nunca se arredra ante presencia alguna, pero las formidables masas de guerreros galos parecen incontenibles. Suenan voces de mando. La conflagración se avecina.

La capa escarlata de César cubre sus hombros. Vercingetórige ultima las ofrendas delante de su adivino. Los dioses reciben las invocaciones y promesas. El augurio es impreciso. Antes de abandonar la tienda, Sabino le comunica algo a César, en un susurro rápido. César mueve la cabeza como si desaprobara la previsión de su lugarteniente, pero no revoca el mandato. Vercingetórige llama aparte a su primo Vercasivelauno. Le da en voz baja una orden.

Los dos jefes, casi a la misma hora, salen de las tiendas. Frente a ellas se alinean los estados mayores. Las palabras de César adquieren un peso vigoroso. Resume el plan de batalla con exacta precisión. Recuerda otras victorias, recuerda a Roma y sus arcos de triunfo. Refiere su origen divino y cómo están en Delfos las tablillas donde se inscribe su dominio sobre la Galia. Alienta a la resolución y a la más estricta disciplina, sin violar un ápice el proyecto militar. Arenga finalmente, dejando la mesura inicial como el prólogo a la intensidad enconada de su fe en la victoria. Mira a su derecha, donde está el ujier de las vituallas, y en el mismo tono de voz, como si fuese la coda del exordio, manda a preparar un banquete fastuoso para la celebración de la victoria.

Vercingetórige también habla a sus oficiales. Insulta a los romanos con gruesos epítetos. Exalta la fiereza combativa de su tropa. También hace un resumen, también menciona la protección divina. Habla de sus conquistas entre los pueblos galos, del botín que los romanos le arrebatan palmo a palmo desde la llegada de César.Exhorta a no dejar sobrevivientes, a que la piedad no dé sombra al triunfo para que allende los Alpes cunda el temor hacia su nombre. En la tienda de su enemigo tienen la meta para los festejos inacabables de la noche.

César mide el páramo. Vercingetórige se abalanza hacia su caballo. De ambos lados, como es usual, la caballería abre las hostilidades. El ataque de las legiones es una combinación frontal para dispersar a la infantería gala. Las primeras seis horas no ofrecen aún resultados concretos. El empuje de las hordas contra el punto más débil de César, en el Monte Rea, recibe el refuerzo de sesenta mil hombres. Los accesos caen en poder de los galos. Al mismo tiempo, ocho mil soldados de caballería invaden la llanura aledaña, en un intento por cercenar el cuadro de legiones. Las tropas concentradas en el ala derecha observan el nuevo giro de las acciones sin perder la fiereza.

César tiene que hacer frente a varios ataques simultáneos. Desde su puesto de observación envía refuerzos a los sectores amenazados, sacando hombres de los puntos donde la situación parece estable, sin comprometer las reservas. Al mediodía ninguna unidad está ociosa. Las defensas intercambiables le permiten a los romanos sostener el asedio, pero exigen prodigios de resistencia física a las cohortes, de férrea disciplina.

El flanco derecho de César permanece estable desde los inicios. Ahora envía las legiones de reserva hacia la zona, mientras exige a los combatientes del Monte Rea un esfuerzo supremo. Vercingetórige percibe el movimiento envolvente que se aproxima. Trata de desviar soldados hacia el área en peligro, aunque el acceso a los lugartenientes lo vedan sus propias masas de soldados. César, embriagado por la batalla, acude al flanco derecho, deja flotar al viento la capa escarlata, con su espada muestra el camino a la caballería que lo sigue llena de ánimo.

Cuando los legionarios distinguen a su jefe, arrojan las azagayas y empuñan las espadas, cargan rabiosos sobre la desordenada tropa de los galos. La resistencia se rompe. El avance llega casi a la retaguardia derecha de Vercingetórige. César retorna a la colina de observación. Desde allí ordena a su más temible fuerza de choque, la caballería de mercenarios germanos, que se desplace al centro. Está casi fresca en el flanco izquierdo, sin lanzarse a nada comprometedor, y ahora avanza rauda, rompe las masas compactas de la infantería gala. La carnicería es total. Pronto los galos, acosados por el frente y por el flanco derecho, intentan un repliegue. César, expectante, ordena la persecución.

La desbandada colma los gritos trepidantes de las cohortes que avanzan, que muelen al enemigo. La fuga favorece la aniquilación. César comienza a recibir las insignias. Se siente invulnerable, se ve entrando a Gercovia. Es el único, el más fuerte. La supervivencia de sus legiones en el páramo es una alabanza a su poder divino. Pregunta por Vercingetórige. No aparece entre los muertos o heridos. Ordena un nuevo rastreo. La noche cae presurosa y se sospecha que el jefe enemigo se encuentra tras las murallas de Alesia.

Antes de presidir el banquete, César reconstruye la huida, supone con razón una orden de Vercingetórige previendo un escape seguro hacia Alesia, propiciando en caso de derrota un corredor indemne a la sañosa persecución romana.

No sabe César que tal orden imparte Vercingetórige a su primo Vercasivelauno cuando sale a reunirse con sus oficiales. Tampoco recuerda ahora que su lugarteniente Sabino, antes de abandonar la tienda para el combate, le susurra que doscientos jinetes quedan al pie de la colina, listos a protegerlo si el desenlace no es propicio, listos a garantizar que su jefe cruce indemne el Allier.

José Prats Sariol

José Prats Sariol, foto en revista Árbol Invertido.

(La Habana, Cuba, 1946). Poeta, ensayista, narrador y profesor universitario. Graduado de Lengua y Literaturas Hispánicas (Universidad de La Habana, 1970). En su rica bibliografía sobresalen los títulos de narrativa: Mariel (1997, 1999), Guanago Gay (2001) y Las penas de la joven Lila (2004). Autor de libros de crítica como Estudios sobre poesía cubana (1988), Criticar al crítico (1983), Leer por gusto (2016) y Erritas agridulces (2016), entre otros. Junto con un grupo de críticos literarios preparó, en 1988, la edición de Paradiso para la Unesco. Ha ofrecido conferencias en universidades y centros culturales en diversas partes del mundo. Fue huésped becado de la Casa del Escritor de Puebla, México, durante dos años, en donde coadyuvó en la preparación de escritores noveles, creó la revista Instantes, bajo los auspicios de la Universidad de las Américas y colaboró en varias publicaciones literarias locales. Ha publicado el libro de ensayos Lezama Lima o el azar concurrente (Ed. Confluencias, España, 2011). De él, dijo José Lezama Lima: “Armado de un sentido crítico que colma en la balanza la trenza de la lechuza y el arcoíris del zunzún”.

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