Si algo me ha obsequiado la cadena perpetua de la literatura es la hermosa edificación de dos mundos que convergen con el mundo real y a la vez lo complementan. También he podido ordenar los tres mundos que poseo y que difieren por naturaleza ilógica de los crueles mundos que el ser o sujeto programático ha perpetrado en la mente contemporánea. Ubico en mi tercer mundo, la vida absolutamente terrenal del jamás comeremos ternera nuevamente, o el búscame la leche del niño, que es día 5, o el ya aprobaron las ventas de ordenadores en el país; el segundo mundo, un híbrido entre lo telúrico y lo hermético, poblado por las fabulaciones a las que voy dando cuerpo a través del misterioso ejercicio de la escritura a la vez que asisto al nacimiento de cada arrapiezo con el mismo arrobamiento y la misma perturbación del primer día; y , luego, el primer mundo, única región en donde se concentran todas las grandes riquezas del universo: el cosmos de la lectura. Un mundo inigualable, un espacio donde el individuo es rico y pobre a la vez, juez y bandido. Pero este primer mundo mío se bifurca en dos senderos: el primero conduce hacia las estaciones del ocio o el aprendizaje, según la sazón, y el segundo hace de oficiante inquisidor en concursos literarios y otras selecciones. Y justamente en este sendero último, nos encontramos Rebeca Murga, Francis Sánchez y yo, con el volúmen de cuentos Museo de ángeles caídos, que se alzaba de manera indiscutible, con su cruel soberanía, sobre la decena de originales enviados al Premio Fundación de Santa Clara 2007. No hubo discrepancias. Los tres percibimos la coherencia estilística, la depuración en el modo de narrar, el maderaje de un escriba que se sustanciaba en los seis relatos presentados. Ya había leído antes La hierba frondosa, libro que obtuviera los premios ciudad de Santa Clara 2002 y Opera Prima 2003 en Santiago de Cuba, por lo que no hubo sorpresas cuando constaté que el autor de Museo..., era Ernesto Peña. En el dibujo técnico del cuento y en su maestría para esconder el dato, se le conoce a este narrador. Evade el preciosismo. Sus diálogos descoordinados, por pura filiación con esa tendencia mítica de la narrativa donde todo surge a partir de los personajes, logran subyugar al cómplice. Porque sí, cada cuento de Museo… necesita la confabulación del escritor con un cómplice, quien a través de la lectura y con su propia experiencia gradualice los recados que nos trae. En dependencia del lector será la dimensión del disfrute. Un lector vago disfrutará solo con el atractivo del envoltorio, con los cristalitos ubicados aquí y allá en un juego de verbalización verdaderamente luminoso. Ese sayón le va a los seis cuentos y también al séptimo conque el autor completara definitivamente su volumen. Titulado “Caer de pie”, expone una metáfora nueva en el contexto de la narrativa cubana. Se aparta absolutamente de lo expositivo, de la verbalización, del postre anecdótico para atomizar con un símil ligero, pero a su vez de compleja exactitud, todo el corpus del cuento.
Hemos visto mil veces esta historia. Pean Dulserdolph, la recoge de la oralidad belga y Williams Kennedy la salva de Pean, para convertirla en arte divino. El padre borracho juega con su hijito pequeño ante la vista espantada de su madre; en un error de cálculo debido a la perturbación del alcohol, el niño cae al suelo y no se hace caca precisamente. Pero resulta que además de los temas, la anécdota en la narrativa puede también ser recurrente, tratarse una y otra vez, como si fuera un bien heredado, donde el legatario agrega un nuevo modelo a la pieza. Ahí está la saga de los amores contrariados de Gabriel García Márquez, fidelísimo fiduciario del cuento que cuenta Shakespeare o la rúbrica artesanal conque Mario Vargas Llosa dibuja en su Fiesta del Chivo, lo que ya Boreslaw Prus nos había expuesto. Ahí está la literatura recreándose y rehaciéndose de Literatura, como en una trasvasación perpetua. Tal tesis surca Museo…, pero también la atraviesan los espacios sórdidos, los personajes ingenuamente diabólicos (tan bien planteados que suelen ser los más atractivos del mundo), el marcado énfasis en lo sugerido, la condensación de los sucesos, la hipérbole para amplificar el acontecimiento principal del relato, el interés subrayado por comunicarse a través del uso de claves de una conmovedora sencillez, la filiación a los montajes sicológicos evidentemente heredados de la literatura de alienación y, lo que considero el gran hallazgo, la entrega de un producto que encanta en lo escritural, por la indiscutible belleza del conjunto.
No nos queda sino saludar el arribo de esta luz abrasiva, beber del cántaro sonoro y dejarnos llevar por los vericuetos que Ernesto ha creado para nosotros bajo la peña de su apellido.