UNO
En el verano de 2010 el cuarteto de cuerdas Arditi, conjunto emblemático de la música contemporánea, interpretó Ochosi, obra que había solicitado a Louis Aguirre (Camagüey, Cuba, en 1968) unos meses antes. Presentada en el festival de Darmstad, Alemania, cuna y meca de la creación musical europea desde mediados del siglo XX, la interpretación de esta obra marca un momento de altura para la difusión del arte musical cubano. A diferencia de la literatura, la danza o las artes visuales, la música cubana de concierto (a pesar de los nombres conocidos de Roldán y Caturla, de Gratmages y Brower) no solo no alcanza el prestigio de nuestra música popular, sino que parece estar distante de poder obtener reconocimiento universal y mucho menos de señalar cotas y pautas al mundo.
No soy eurocentrista ni creo que el artista cubano tenga que vivir de rodillas frente a los criterios estéticos de los ricos, pero a fuerza de sincero tengo que decir que lo que viene de allá, en música, es ciertamente muy superior a lo que estamos cocinando aquí durante ya demasiados años de encierro y de narcicismo. Todo el que ha escuchado al cuarteto Arditi se queda pasmado del nivel interpretativo: son verdaderos monstruos, que tocan lo imposible con una seguridad pasmosa y que han servido a la divulgación de muchos de los autores que hoy son reverenciados por la crítica. El triunfo de Ochosi, pieza de una majestuosa intensidad, que acaba de recibir ahora un premio en USA, es solo un síndrome de la aceptación que está recibiendo la obra del camagüeyano Aguirre, que dispara una partitura tras otra con una puntería envidiable. El Creador siga bendiciéndolo.
CERO
Louis Aguirre está ya, desde antes de cumplir los cuarenta años, entre los músicos providenciales de nuestro tiempo, porque ha logrado vencer, sin proponérselo demasiado, el principal problema de la música contemporánea, que es el de la comunicación con el público, el regreso a la música como una experiencia total del ser, más allá de los ejercicios de novedad formal y conceptual que han convertido a los conciertos de la nueva creación musical en una fría audición de curiosidades. Ciertamente no han faltado otros intentos, pero fallidos, que apelan a un regreso a la expresión sentimental y a formas agotadas por el uso, en las que solo un genio muy interesado pudiera insuflar los abismos del hombre de hoy.
El caso de Aguirre es paradigmático porque su obra posee un contacto raigal, irrenunciable, con mucho de la expresión del último milenio, y especialmente del romanticismo y del culto de la rítmica barbárica de la primera vanguardia; y también con el sentido formal más tradicional y más exigente, ese que reclama unos materiales musicales nobilísimos y una explotación exhaustiva dentro de una coherencia y una dialéctica emotiva precisa. Más asombroso todavía es que su música proceda de un sentido religioso de la vida, que no está de moda y que en Occidente es como decir el cristianismo, pero que en él está más acá de la iconografía católica o de los títulos votivos de sus obras relacionadas con las religiones africanas, para convertirse en un testimonio elemental y por eso mismo poderoso de la relación del hombre con lo sagrado, sin importar definiciones o fanatismos propios o ajenos.
Con estos presupuestos Aguirre pudiera haber sido un músico demodé de los que abundan ahora, escribiendo partituras brillantes y convencionales con un poco de dulzura, de latín o de énfasis, e instalarse cómodamente en un mercado harto de mecánica intelectual. Pero su vínculo con la tradición, su condición formal al día y su sentido religioso nacen de un inconsciente creativo abisal, que le permite asimilar literalmente cualquier recurso en función de una expresividad propia que suena como la expresión de siempre, como la expresión humana misma, sin amarre alguno con las tabúes contemporáneos, sin más compromiso que con lo que lleva dentro, y por eso mismo abriendo nuevas posibilidades al torturado espíritu del oyente de hoy.
Hasta el momento en que escribo hay dos etapas claramente distinguibles en la obra de Aguirre: el período juvenil en Cuba, su país natal, y el europeo, que apenas comienza. En el primero destaca la amplitud de su escritura, que va de la música de cámara a la ópera, del lieder al aria sinfónica. Su expresión comenzó siendo fundamentalmente lírica, dotada de un refinado sentido tímbrico y de atmósfera; pero el trabajo con la voz fue acentuando los elementos dramáticos que ya había en ella y añadiéndole un inesperado rango épico que lo condujo a lo barbárico como sello: comienza entonces su estudio y explotación de los factores rítmicos. Destacan en ese momento su intenso octeto Visiones, el estremecedor dúo para violín y piano Iconos y una ópera para doble coro y todas las tesituras. Son importantes también las Alegorías, que establecen su interés por la creación para instrumentos solos: contrabajo, flauta, clarinete y guitarra. En ese tiempo Aguirre, trabajador infatigable, arrasó con todos los premios de composición en Cuba, se convirtió en pedagogo y promotor cultural internacional en las dificilísimas condiciones de su ciudad, Camagüey, y dirigió las orquestas nacionales con inolvidable éxito: un Mozart fosforescente y un escultórico Wagner están entre sus resultados mejores.
Al abandonar su país después de los treinta años este autor está completo, no tiene nada que aprender excepto lo que un artista tiene que aprender todos los días, y está entrando en una primera madurez. Su estudio en Holanda de la música karnática (clásica del sur de la India), de la rítmica y las estructuras de la música hindú continúa su búsqueda de lo telúrico y le permite consolidar un sistema personal de composición, que le facilita escribir con la rapidez que le reclama su abundancia sin renunciar a ninguna positiva complejidad, a ninguna exigencia; antes bien, acentuándolas.
No existe pues a su llegada a Europa una ruptura con su etapa juvenil sino la consolidación y la elevación de sus primeros logros a un tope de artisticidad. Las propiedades escénicas de su manejo de la voz están en Breath with me this fear, para soprano y conjunto instrumental, en la que se aprecia también su característica demora en la entrada de la voz, que la define como un instrumento más, pero dramático.
El jubiloso intérprete de Mozart es ahora el compositor de Ayágguna, pieza para flauta dulce y tablas (tambor clásico del norte de la India), que ostenta lo que más le falta a la música de hoy: una alegría verdaderamente vital. En Kabiosile ese entusiasmo está en los límites: una especie de arrebato canónico, una explosión cristalina, unas líneas convulsas que se superponen en un equilibrio perfecto: es obra para nutrir a gente de fuerza y de dominio. Por el contrario, el Oggún (Réquiem) parece que no puede no gustar: en esta obra para órgano solo, que he escuchado en la poderosa interpretación de Ere Lievonen, el autor ha descendido a la música como voz de lo humano universal: la pregunta de siempre por el existir, en una dimensión trágica, hímnica, radicalmente religiosa: en ella triunfa la propiedad arquitectónica de todas sus partituras: la sucesión de las notas es de una dialéctica inobjetable y construyen una quinta dimensión conmocionadora.
El éxito en España y Holanda de Añá, concierto para solo de percusión y ensemble, va entonces confirmando a muchos lo que algunos hemos tenido el privilegio de disfrutar primero: que no se puede salir distraído, aburrido o displicente de un audición de este autor; que con él, como con los músicos de siempre, hemos regresado a la emoción, a la inteligencia de la emoción, a la emoción de la inteligencia musical que estábamos perdiendo en el experimento glacial y el caramelo neorromántico.
Cuando al final de Añá el tambor truena, parece que la Energía le da gracias al Creador. Un concierto de Ere Lievonen en Ámsterdam comienza con Falla, tiene a Ligeti antes del intermedio y cierra con Eshú Elegguá, esa obra de Aguirre en la que el delicado cémbalo se ha convertido en un huracán: escúchese el concierto y dígase si el autor ha resistido semejante compañía. Quien escoge hoy a Louis Aguirre está garantizando su disfrute actual, eligiendo el futuro, atreviéndose a la perdurabilidad. Vamos a conocernos con él, escuchándole.