Orgulloso de haber editado uno de los libros más durables de la poesía cubana actual, todavía me corresponde el deber de seguir defendiéndolo. La batalla del arte de la poesía ―por no hablar de su realidad, que equivale a la epopeya de Dios en nosotros―, no se acaba con el poema excelente ni con el libro publicado y divulgado: yo mismo fallo todos los días en la tarea de oponer el carácter abisal de la palabra a la trivialidad y a la traición de los hablantes. Tendríamos que decir sin cesar que la palabra “sigue diciendo”, que la palabra “se dice” con nosotros y solo con nosotros, y que si no “decimos” esa palabra nuestra existencia ha fracasado no porque nos hayamos vuelto mudos, lo que sería bendición y tal vez cura, sino al contrario, porque nos hemos dejado encarcelar en la palabrería, en la cháchara de siempre, en la disfunción del “decir”. Hay que decir sin parar, hay que hablar la lengua paradisíaca de la poesía en el infierno del mundo. Y como no nos escuchan, ni siquiera después de haber cifrado la palaba en algún medio más o menos perdurable, hay que comentar los libros aunque sea en la palabrería de la crítica, de la revista, del libro de crítica, que se quedan por debajo del poema y casi siempre se pliega a alguna que otra disfunción o traición. Hay que decir la verdad de la poesía, y desde luego, la poesía de la verdad.
Después de Palabras en la noche, su primer poemario, Calos Sotuyo nos ha entregado Las islas de tu cuerpo, un cuaderno de 111 poemas en prosa. El paso del verso libre a la prosa es ya un indicio a atender. Sotuyo es un autor intensamente formal mediante el revelador procedimiento de no manifestar, en apariencia, ningún interés en la forma del decir. Puede escribir muy buenas décimas, por ejemplo, como me consta de toda la vida. Pero su forma de entender la forma no es la forma tradicional, y mucho menos la informalidad, un vicio de cuánta literatura y arte promovidos hoy, sino la reducción de la forma a la levedad y gravedad del sentido. Lo que se necesite, y ni una coma más. Una sobriedad sin alardes, comprensible en un hombre que ha amado las ciencias: la química y la matemática. Así como la demostración de un teorema no soporta un paso redundante, este autor vive esa limpieza teoremática ante su propia expresión. Pulir antes de sacar al labio, proclamaba Martí. En este caso ni siquiera se trata de una dicción a revisar a tiempo, sino de un concepto poético que está limpio en su ser mismo y que por eso no soporta aderezo alguno, o recurso de atractivo o de fiesta. Es eso y nada más que eso. Sotuyo es un exquisito del “antes”. Después, la precisión ineludible. No vamos a encontrar en él la buscada concisión de un Gracián. Buscar gracias verbales le resulta ajeno. Las logra, pero por añadidura. La economía de la verdad tiene su lenguaje: preciso, precioso. Y esta desconexión con la literatura literata ―Sotuyo no ha hecho jamás lo que se conoce como vida literaria―, genera desde luego una literatura de calidad impecable, y curiosamente muy asimilable a ciertos paradigmas de hoy: es una palabra libre, fresca, sin ataduras y despiadadamente clara. Es así que en este segundo poemario el autor desecha, por inútiles para su tarea, los recursos del ritmo versal o la dicción estrófica, y se atiene a la libertad difícil de la prosa para atender a unas esencias de Pensamiento Poético. No sé qué sea eso que destaco en altas. Seguro que el poeta tampoco. He aquí una muestra, que escojo por riguroso azar:
De la experiencia incompleta en el amor proviene la duda
permanente de los hombres acerca de la
plenitud y perfección de su realidad, y de sí mismos,
y de la divinidad de su naturaleza.
Un soplo martiano recorre los períodos de ese texto descomunal. Veamos este que sí he buscado:
Andar es, al menos, crear la extensión y coincidir con
la gravedad que nos acoge.
El poeta descifra esa plenitud de la realidad de todos los días que desconocemos conociéndola, y que él conoce. Solo recuerdo una percepción similar en la poesía en castellano: “el pie caminante siente/ la integridad del planeta”, de Jorge Guillén. Pero Sotuyo lo supera no solo porque este pensamiento, como todos los del libro, están ligados y sumados en una sabiduría, sino por ese inciso: al menos. Sabias comas, que no añaden, sino que abren. Muchos poetas del diamante, como el español que cito, se quedan en la cerrazón de la gema. En Sotuyo la nitidez y la concisión siempre están abiertas. Comunicándose.
El conocimiento humano es siempre parcial, aun cuando aspire a la totalidad imposible e innecesaria, o mejor: al más. No es posible poseer el cuerpo sino en fragmentos de cuerpo y de tiempo. El poeta describe ese desafío:
Carencia, déficit, pobreza de contacto. Urgencia,
necesidad de estar, de ser tocado o tocada, de estar
en la piel del otro, de ser la piel del otro, de
abandonarse a sí propio en el agua extraña
a la que perteneces por sed y heredad.
Hay una rebelión inevitable contra ese imposible:
¿Por qué cesar? ¿Por qué dejar de fundirnos con el
cuerpo de quien nos ama?
¿Por qué no intentar sin descanso
la penetración, la atadura, el aniquilamiento mutuo?
¿Por qué volver a la soledad?”
La demanda puede generar una sola interrogación:
“¿Es posible poseer, tener algo,
hacerse de una cosa siquiera?
El fervor de estas preguntas es revelador: el pensamiento de la poesía excluye la pretendida impasibilidad de la filosofía o la ciencia. Es más completo. La verdad no se asemeja a la ausencia de contradicciones. Las asume. Rehúsa retirar de la consideración a la experiencia o los sentimientos. Sabe que nace de ellos. Y lo mejor: rechaza el empirismo tanto como la sistematización. Cada isla es una verdad, una porción de verdad, pero no la verdad. Y jamás está aislada, sino sumada, hilada, conectada con otras verdades en una dialéctica que no destruye, y en un flujo que apunta a un infinito positivo. Veremos pronto cómo estas adiciones, este feliz mecanismo de sumatorias es al mismo tiempo una fábula de la Unidad.
Sobre el valor y las lecciones de la experiencia bastaría esta ínsula:
La primera vez que reí después de tu muerte,
no fui yo quien reí, fue mi muerte.
Hay una experiencia de la paz que es su mejor sentir, y un chance del conocer:
Obedecí la calma, la entera paz en mí conozco, y la
mirada perpetua; sólo por eso sé que existo”.
En esta paz de ser, el Ser revela su ser a través de los fenómenos:
La gravitación es la naturaleza de la naturaleza.
Finalmente, las Islas se reúnen.
Exacto. Pero solo finalmente. Ahora estamos bajo el poder de la gravitación, es decir, del amor más allá de la experiencia o el sentir humanos: solo como ley universal constatable, que reúne lo que existe. Desde luego, para el hombre la gravedad es también caer. Pero es que el poeta constata además que existe la levedad como contrapartida de la gravedad:
La ley de la gravedad nos obliga, nos acoge, nos
reúne. La ley de la levedad nos aísla, nos eleva y nos
entrega a la lejanía.
La levedad como ley… Esta formulación hubiera entusiasmado a Samuel Feijóo, que deseaba que el cubano viviera de acuerdo con la ligereza de sus atardeceres… Si el físico define una ley gravitacional, el poeta descubre en sí mismo, como objeto del universo sometido a esa ley, la ley de la levedad… El poeta, como muchos físicos actuales, cree en la simetría del universo. Si hay gravedad tiene que haber levedad. La levedad de obra de este poeta es una prueba. La levedad de obra de San Juan de la Cruz… Los levísimos poemas de la Dickinson… Los atardeceres del villareño… La levedad de cualquier fenómeno, incluyendo la breve vida humana, no debe ser considerada un defecto, un error del ser, como tampoco lo es la fuerza apasionada de la gravitación. El poeta va más allá, al concebir la levedad como un recurso de salvación:
Has de ser muy leve
para que el peso terrible del mundo no te oprima.
Leve como el ala del pájaro sol.
Leve como la luz, y nada hay más físico que la luz, materia inatrapable. Cuando el poeta se identifica con la levedad está participando de una cualidad universal firmísima, tal vez la única firme. El fijo y perpetuo universo decimonónico ha muerto. Un universo que estalló de una nada y que se estira o se encoge resulta, en fin de cuentas, muy infirme, muy leve. La levedad sería entonces la cualidad esencial del ser universal, con la gravitación como su procedimiento favorito. Toda la obra humana, la cultura de la que tantos nos enorgullecemos, estaría también incluida necesariamente en esta dialéctica: leve, pero no vana: gravitante. ¿Con qué tipo de levedad?
Cultura es imaginación.
En pura ciencia diríamos
que cultura es un sistema de imágenes.
Vivimos inmersos en la imaginación de la realidad
exterior, y de nosotros mismos.
Crecemos en la imagen hasta encarnar la imagen.
Somos criatura y madre de la imagen.
El ser obedece imágenes, existe en la imagen,
y a través de la imagen.
El ser es imaginación.
Así es, y el contenido de las imágenes, siempre leve por ser imagen, es sin embargo real. No podemos imaginar sino lo que de alguna manera somos, o creemos que podemos, o debemos ser. Pero la imaginación queda abierta como la especialidad de la levedad del ser. Y cuando el poeta, obrero de la imaginación, se lanza a la aventura de la imagen, entonces eleva la levedad con la levadura profética:
Al menos tres modelos de universos sumativos:
en el primero, los objetos no se añaden porque todos
pertenecen a la unidad perfecta — en tal espacio
único radica nuestro pasado irrevocable;
en el segundo de los universos se cumple que
uno más uno es igual a dos —donde dos resulta una
cualidad inferior a la unidad, una especie de parte
sometida a la diferencia: bajo esa ley vivimos aquí y
ahora; y finalmente se vislumbra un tercer universo
donde uno más uno, más uno etc, es siempre igual
a uno; es decir, donde la pluralidad existe mas está
contenida en el entero, y la adición es,
por consiguiente, un absurdo trivial.
Hacia ese universo vamos.
He aquí una ínsula digna de Lucrecio. Y son 111 ínsulas. Para no traicionar la levedad universal de Carlos Sotuyo, debiera suspender ya mi servicio del criterio sobre este pequeño libro inagotable, en el que el pensamiento de la poesía se despliega con una riqueza digamos conectiva, pues en efecto las ínsulas son en sí mismas sobreabundantes, pero los nexos entre ellas generan un prodigioso efecto multiplicador. Lo discreto y lo infinito, la pobreza y el contacto, la imagen como ser del Ser, la simetría y la latitud de la conciencia, mil temas de poesía pura y de pura ciencia intercambian sus potencias en un ritmo de espacios en blanco, de silenciosos luminosos. El comentario puede volverse traicionero, si pretende agotar esta opulencia. Pues el carácter de esta palabra es dejar abiertas las palabras, la conciencia, la experiencia de ser, la mirada perpetua. Como de costumbre en poesía, lo importante es vivir la lectura, de la que el comentario será siempre aperitivo o apoyo para la comprensión, y nada más. Pero en un libro sapiencial, y este es el caso, lo importante es releer, volver a consultar una especie exquisita que nos pasó inadvertida, como me ha ocurrido al redactar estas líneas. El disfrute es seguro. Y si no bastaran estas luces, mirad el diseño y las ilustraciones de Jorge Luis Porrata, diseñador principal de Ediciones Homagno. En la cubierta, sobre fondo negro, aparecen como en ingravidez, ese estado en donde la gravedad mínima se vuelve levedad, las viñetas admirables, cada una un pequeño prodigio de gracia y de sugerencia, que el lector encontrará luego en las páginas interiores. Ellas también son ínsulas conectadas por un invisible sostén. Carlos Sotuyo vive y crea por la verdad y para la verdad que conoce. Va a ser difícil que el tiempo melle esta sobriedad trascendental. Dichosos los que ya la disfrutamos.