Damaris Calderón (La Habana, 1967) pertenece a lo que se ha dado en llamar la “Generación de los Ochenta”, un punto de inflexión en la poesía cubana que se caracterizó por la superación de la tendencia coloquialista hasta entonces imperante y una búsqueda de autonomía lírica. Cuando arribó a Chile, en el invierno de 1995, había publicado en su patria sólo unos tres títulos en ediciones territoriales y rústicas. Luego de ubicar su residencia en el extranjero, paradójicamente, sus poemarios comenzaron a salir por editoriales de alcance nacional. Ha mantenido su interés primordial “de publicar siempre en Cuba, de llegar al lector cubano ‘insiliado’”, como ella dice, lo que se le ha hecho más fácil, quizás, por la coincidencia entre la naturaleza de su poética y su actitud respecto al tema de la identidad y el nacionalismo.
Ella, con su obra escrita fuera de la isla, se inscribe en un momento de construcción de una subjetividad posnacional, en el tejido de un mundo globalizado, que coincide con lo que se ha definido como una etapa de poscomunismo dentro de la historia de supervivencia del sistema político cubano que va desde 1959 hasta hoy. Su poesía sobria, de raíz filosófica, racionalista, tendente al minimalismo, es el tipo de equipaje ideal para cruzar las fronteras a diario.
Escarba temas vitales apartando cuanto puedan envolver de obvio, superficial o tópico, hasta quedarse con lo que hay de mayor extrañeza. Su habilidad o frialdad a la hora de encarar la escritura como una cirugía, arriesgando la desnudez de sentimentalismos, se corresponde con su posición lo más descolocada posible frente al aparato constructor de identidades colectivas. “La extranjería —ha dicho en una entrevista— es mi única forma de pertenencia”.
Manos de poetisa y pies de emigrante, en su verso escueto, se unen para habitarlo tentadoramente todo, siendo más, siempre un poco más: libre, humana y universal, con mucho menos —mientras prescinde de estereotipos, fervores y devociones a arbitrarias normas políticas—, como lo describe en el poema “Un lugar donde poner los pies”, previsualizando el mapa (in)constante de una extranjera.
El verso estoico “Todo perdido”, con lo que revela y promete en cuanto a drástico cambio espacial, se recibe de manera desautomatizada en este umbral de un viaje arquetípico, es el signo de una voluntad y la garantía de una ganancia profunda, significa que hay —se ha hecho— espacio otra vez para empezar. Perdiendo una isla, se gana el universo.
Las de esta poeta no resultan esas típicas, idílicas manos de damas tejedoras de rellenos o convenciones sociales, sino las “manos para amputar lo necesario”, así empieza por desechar ataduras, distanciarse de obligaciones con un origen geográfico y hasta de sus propios pies: los describe como “a dos extraños”, con los que lucha, a los que dice que ha “arrastrado como perros”, violentando normas, costumbres, partes del cuerpo ajenas. Su libertad poética se convierte en una disciplina del cuerpo. Partir es fundar. Perder tiene el encanto insuperable de los verdaderos comienzos.
He llegado con mis maletas en desorden
—no me espera nadie—.
Mis pies son dos extraños
los he arrastrado como perros.
Un paisaje sangriento
sostenido apenas por la escarcha.
Todo perdido.
Tengo treinta y cuatro despiadados años
manos para amputar lo necesario.
Todavía soy fuerte.