El hambre de la patria (1972: unplugged), del escritor cubano Arlen Regueiro Mas, resultó ser el poemario ganador del XXXIV Premio Internacional de Poesía “Juan Alcaide”, publicado recientemente por la Editorial Verbum. El jurado del prestigioso certamen reconoció en la obra: “fuerza expresiva, lirismo y experimentación formal, al tiempo que acierto para abordar desde la poesía conflictos de gran trascendencia humana”.
Cada uno de sus versos, por sí solo, constituye una joya bien pulida y convincente, una estatua monumental rebosante de hermosura y plenitud imperecederas, sin que por el afán de perfección y elegancia sonora con que fueron escritos se haya perdido nunca el rigor y el encanto, el deslumbramiento y el poder de sacudirle y enriquecerle el espíritu al lector, como tampoco ese “saborcito del alma”, esa “discreta sombra”, ingredientes que no pueden faltarle a la auténtica poesía, tal como señalaba en palabras muy lúcidas Dulce María Loynaz. Indiscutiblemente se trata de una de las voces más relevantes de la poesía cubana contemporánea, en la que confluyen diversos estados poéticos y una forma muy eficaz y madura de concebir la creación.
Hay en sus poemas no poco de experiencia mística, aunque también una fuerte carga de emotividad. Dueño de un universo íntimo e intelectual de muy vastos horizontes y matices, Arlén le canta al cuerpo, a las reminiscencias familiares, a los amigos, a la transgresión de lo impuesto por quienes piensan que detrás de las rejas se vive más y mejor, a sus angustias existenciales, a las pasiones que se reencuentran en su espíritu (a todas luces especial), y al amor. Es un poeta conocedor de los misterios de la palabra, que sabe identificar al pie de la letra el instante preciso en que se debe dejar de tocar la rosa, haciéndole caso a la recomendación de Juan Ramón Jiménez para que la rosa, es decir, el poema, no pierda toda su candidez, toda su gracia y frescura. Sabe además, con Rilke, que para un espíritu creador el verano siempre llega, aunque parezca prevalecer el invierno. Se ha fraguado en el yunque del dolor y de una santa y sabia paciencia; por eso no hay en sus páginas palabras que falten o sobren, como tampoco hojarasca desdeñable o extravío, y sí mucho de esplendor y rotundez.
Las referencias intertextuales en su libro dan testimonio de los fantasmas que lo rondan e iluminan, situándolo de un golpe en los territorios donde puede respirarse lo mejor del aliento universal: Arthur Rimbaud, Paul Verlaine, Miguel Hernández, Luis Cernuda, Virgilio, Emily Dickinson, Jim Morrison, Jaime Gil de Biedma, Dylan Thomas...
Su poesía, tal y como dice el escritor Francis Sánchez en palabras citadas en contracubierta, es “muy sensorial” y “nos regala un espacio casi preverbal, casi desasido de toda voluntad profética”. Al igual que otros dos grandes poetas cubanos: Norge Espinosa y Delfín Prats, el caudal de su obra lírica fraguada hasta el presente pudiera recopilarse en un apretado tomo, y aun sin poder ser catalogada de prolífera, resulta en cambio suficiente para ganarse un puesto relevante en la poesía cubana.
La verdad, justicia del arte, asoma en El hambre de la patria... con una energía poderosa que ciega y fulge. Hagámosle un sitio en el pecho, “en la zona donde está, más o menos, el corazón”, lugar donde según Eliseo Diego nace la poesía, con la convicción de que con su lectura asistimos a un momento destellante de la lírica cubana, al paisaje interior de un poeta que seguramente reportará a quienes lo conocemos y admiramos otros pretextos para festejar. Y por último, hagamos una hilera de faroles para aplaudirle al hambre de la patria, que en los versos de nuestro poeta deviene hambre también de las palomas, de la herida del mar y del crepúsculo.